LA VISITA
En toda España no había clementinas más
buenas que las de San Clemente de la Cantera, sin discusión. Los entendidos en
estos asuntos coincidían en alabar su dulzura, nada empalagosa ni artificial,
sino que manifestaba la cuidada y exquisita crianza que las caracterizaba.
Existía la creencia de que el apelativo “de la Cantera” que figuraba en el
topónimo del pueblo era debido a que, desde allí, en los buenos tiempos, se
abastecía de clementinas a todos los lugares del país; pero no es cierto. La
verdad es que el nombre del pueblo se debía a que lo fundó San Clemente de
Canto, quien, por ser gallego, se colocaba siempre de perfil, no sabiéndose
nunca si iba o venía. No es de extrañar, pues, que sus habitantes, para referirse
a que alguien se desentendía de algo, pretendiendo no enterarse, en lugar de
utilizar el tosco vulgarismo “hacerse el sueco”, usaban el mucho más castizo
“marcarse un Canto”.
Las
clementinas tuvieron su tiempo de esplendor. Ahora, con la crisis vocacional,
quedaban en el convento no más de treinta. Pero la orden seguía ejerciendo un
gran magnetismo para las postulantas, de forma que no era raro que algunas
hermanas abandonaran otros conventos y tocaran a la puerta de las dulcísimas
monjitas de San Clemente. Sin ir más lejos, ese fue el caso de sor Balbina, que
inicialmente ingresó en las Cabezonas de la Cal, notorias por su terquedad,
pero que un buen día sintió la llamada clementina. O también el de sor
Remedios, quien, procedente del convento de Cotillas, conocido por la inclinación
al chisme, decidió también entregarse a la orden del santo gallego de la citada
propensión a los perfiles.
Amanecía
en el convento de Las Virtuosas Clementinas de San Clemente de la Cantera. La
nueva novicia no llevaba bien eso de los maitines. Oía la llamada de las seis,
pero se le pegaban las sábanas y se volvía a quedar como un tronco. Sor Mari
Carmen, que dormía en la celda contigua, como ya la había calado, le daba unos
cuantos golpes en la pared a las seis y cuarto y entonces, invariablemente, la
novicia se despertaba de nuevo, ahora sobresaltada, y tenía que lavarse a toda
prisa —un agüilla por la cara para quitarse el sueño; no le daba el tiempo ya
para más—, y hala, a hacer un pis a toda prisa, quitarse el camisón y ponerse al
vuelo aquel sinfín de prendas: que si las medias, que si la sayuela, que si el
manto, que si el rollo de la toca, y venga a correr pasillo abajo mientras se anudaba
el cordón a la cintura y se colocaba el escapulario pasando la cabeza por la
abertura. ¡Quién habría tenido la ocurrencia de inventarse un hábito tan
complicado, con lo bien que irían con un chándal! —se decía a sí misma— ¡Total,
si allí estaban en familia!
Pasaban unos minutos de las seis y
media y la abadesa —toda ella dulzura clementina— la estaba esperando en la
puerta del coro, con los brazos en jarras y careto de malas pulgas. Esta
novicia la había traído por la calle de la amargura desde el día que llamó,
como postulanta, a la puerta del convento diciendo que había sentido la llamada
y que quería dedicarse a la espiritualidad monástica. La abadesa no se fiaba
mucho de la autenticidad de la llamada que decía haber sentido la recién
llegada, pero, con las pocas vocaciones que se daban en estos tiempos, no era
cuestión de decirle que no.
—¿Qué, hermana Ana? ¡Vaya cromo! ¿A
dónde pensáis que vais con el escapulario del revés y las sandalias
desabrochadas, eh?
—Ay, perdón, madre Isabel. Es que a
estas horas aún tengo los ojos pegados —se disculpaba la novicia, mientras se abrochaba
las sandalias y se colocaba debidamente el escapulario—. Ya está, madre Isabel.
¿Entro ya?
—¿Entro ya, entro ya? ¿Pero es que
habéis pensado que el coro es una discoteca? ¿Creéis que os voy a dejar entrar con
esos mechones de pelo saliéndoos de la toca? ¡Venga: para adentro esos
mechones! ¡Y esta noche os ponéis el cilicio!
—¡El cilicio, no, madre Isabel,
porfa, porfa! ¡El cilicio no, que duele mucho! —imploró, espantada, la hermana
Ana, a quien aún le dolían las heridas que el último mortificante artilugio le
había dejado en un muslo, que casi en carne viva le había quedado a la
pobrecita.
—Así aprenderéis a no llegar tarde y
a venir arreglada. Y no me hagáis comprobar si os habéis puesto toda la ropa
interior, ¿eh? Que como os vuelva a pescar…
—Sí, sí, madre Isabel, os lo
prometo: la llevo toda.
La abadesa la repasó de arriba abajo
con ojos escrutadores. La hermana Ana temblaba de miedo, por si se le ocurría
comprobar lo de la ropa interior. Por suerte, la dejó pasar sin más registros
ni cacheos. Al entrar al coro, el grupo de monjas la miró con sorna. Tomó asiento
entre la hermana Angelines y la hermana Balbina.
Sor
Angelines era de las veteranas en el convento. Años atrás, tomó el hábito para
huir de un matrimonio no deseado, convencida de que en el convento maduraría
hacia una nueva disposición de ánimo. Maduró. Ahora atesoraba sueños
inconfesables, en los que aparecía en su ventana un caballero andante que la
secuestraba y le hablaba en versos endecasílabos mientras retozaban por la
hierba.
—Pero mira que sois dormilona, ¿eh?
Y nosotras aquí esperándoos.
—¡Pssst! —le soltó por toda
respuesta la novicia, con mirada displicente; que con la abadesa se tenía que
aguantar, pero a las demás no les consentía ninguna licencia.
A su otro lado, percibió la mirada
acusadora, afilada como un cuchillo, de la hermana Balbina. Monja de pocas
palabras, sor Balbina lo decía todo con la mirada. Tenía fama de echar mal de
ojo. Se decía que, antaño, cuando mozuela de la primera tijera, un mozo quiso
propasarse con ella, y lo miró de tal guisa que se le quemaron las córneas y
quedó ciego. Desde entonces, iba por ahí el desgraciado palpando las mozas, con
lo que, en justo castigo por su licenciosa osadía, recibía guantazos cada dos
por tres. Tales eran los males de ojo que podía echar sor Balbina. Así pues, la
hermana Ana tembló. Y calló.
La madre Isabel hizo un gesto para
que se levantaran, porque iba a dar comienzo a los cantos de maitines. Sor Mari
Carmen —que de niña había cantado en el coro del colegio y se decía que una vez
se le apareció Santa Cecilia, patrona de la música, para felicitarla por su
timbre angelical y su perfecta afinación—, inició el canto con una nota
sostenida que fue in crescendo y a la
que se fueron sumando las demás profesas con desigual fortuna. En los árboles
del jardín, los gorriones que allí pernoctaban se despertaron sobresaltados y
salieron volando en bandada despavorida.
Más tarde, en el refectorio, las
monjas daban cuenta del desayuno con su proverbial apetito. Como estaba mandado
por la Regla, guardaban un respetuoso silencio, roto únicamente por las
sorbiciones de los humeantes tazones de leche, los chasquidos masticatorios de
las tostadas con mantequilla y alguna que otra extraviada ventosidad de difícil
contención y comprensible dispensa en esas tempranas horas del alba.
La madre Isabel les comentó la
novedad que les esperaba aquel día especial: a media mañana, recibirían la
visita del vicario de San Clemente de la Cantera con sus acólitos, que venían al
convento, comisionados por el obispo de la diócesis, para comprobar la
veracidad del milagro que en él se estaba produciendo todas las tardes coincidiendo con los cánticos
de la hora nona. Se quedarían a comer en el convento y, después de la siesta, esperaban
ser testigos de tan insólito fenómeno para poder dar fe de su existencia. Pues
sucedía que todas las tardes, a esa hora, mientras las paredes del convento
devolvían el eco de las angelicales, por más que desafinadas, voces de las
monjitas, sor Eulalia entraba en trance y levitaba. No fallaba: tarde sí y
tarde también, la hermana ponía los ojos en blanco, le entraban unos temblores
extraños y allá iba, desafiando la ley de la gravedad, elevada por los aires;
se daba un garbeo y volvía a su sitio de partida. Naturalmente, el hecho se
mantendría en secreto hasta que hubiera sido debidamente verificado por la
autoridad del vicario.
Cuando llegó la comitiva, las
hermanas esperaban, respetuosas y un poco nerviosas, en el patio del convento.
Se abrió la cancela y entró, majestuosa y autoritaria, la figura del vicario,
el venerado pero temido padre Jesús, apoyado en su bastón y con una expresión como
diciendo que no se pensaran aquellas monjitas, con sus caritas de no haber roto
un plato, que se la iban a dar con queso con eso de la levitación; que él
estaba ya de vuelta de todo y aún tenía que nacer la monja que le diera gato
por liebre. Tras él, con la mirada gacha y gesto sumiso al que les obligaba su
humilde condición, sus tres acólitos: el padre Rafael, que llevaba las manos
metidas en los bolsillos del hábito, porque su lema era Ora et labora, pero, convencido como era del trabajo en equipo, se
reservaba para él la parte del ora y
dejaba para los otros dos, inferiores a él en el escalafón monástico, la parte
del labora; el padre Perico —que estuvo
a punto de ser expulsado de la orden cuando le encontraron en su celda una
revista Play Boy, que el padre prior se apresuró a confiscar y de la que nunca
más se supo—, llevaba el portafolios del vicario y era el encargado de tomar
notas al dictado; y el padre Javier, que llevaba cara de mala leche porque,
como era el último de los tres en haber tomado los hábitos, le tocaba cargar
con la cartera del vicario, que pesaba un montón porque nunca se desplazaba sin
llevar con él una estatuilla en bronce de San Dominguito del Val, virgen y
mártir —mas luego resucitado—, patrono de los monaguillos, a fin de que le
recordara sus humildes comienzos en la cosa monacal.
La abadesa dio la bienvenida al padre
Jesús soltándole un pequeño discursito, pero pronto descubrió que la reputación
que precedía a tan alta autoridad no era inmerecida:
—A ver, madre Isabel, corte el
rollo. En este convento, ¿a qué hora se come?
En un rincón, la vista en el suelo y
las manos recogidas con los dedos entrecruzados, sor Eulalia, ilusa ella, pretendía
pasar desapercibida para que no le hiciera preguntas acerca de su peculiar
milagro. ¡Poco sabía la pobre que nada escapaba a la mirada de lince del concienzudo
padre Jesús!
—¿Quién es la hermana esa que se
dedica a volar por ahí?
Estaba
claro que el señor vicario venía con actitud de lo más escéptica acerca del
prodigio. Y sin esperar respuesta:
—Así
que levitando, ¿eh, hermana? —preguntó con socarronería, dirigiéndose a sor
Ana.
—No,
no, yo no he hecho nada —respondió, subiendo los hombros y señalando con los
ojos hacia la hermana Eulalia.
Hubo
unas risitas contenidas entre las monjitas, que cortó de sopetón la mirada,
perforadora y terrible, del padre Jesús.
—Bueno,
bueno, ya veremos —zanjó el incidente el vicario.
Hasta
la hora del almuerzo, la abadesa le acompañó en un recorrido por las distintas
partes del convento:
—Mirad,
padre: esas que trabajan allí, en la huerta, regando las legumbres y recogiendo
frutas de los árboles, son la hermana Balbina y la hermana Mari Carmen. Ambas
han sentido la llamada recientemente, pero creo que madurarán pronto.
—Ah,
muy bien, muy bien. Oiga, y esos tomates estarán riquísimos, ¿no?
La
abadesa hizo como que no le oía.
—Esas
dos que veis ahí, en la cocina, elaborando nuestras afamadas pastas y dulces
tradicionales, son la hermana Angelines y la hermana Eulalia. Con sor Angelines,
hay que andarse con cuatro ojos —y a continuación bajó un tono la voz—: la
pobre, a veces se siente tentada de sensualidad.
—Sí,
sí, vigílela, que Satanás está siempre al acecho. Ya sabe lo que ordena la
Regla para estos casos: a dormir con las manos fuera de las sábanas y a picar
de palmas en la ducha. Oiga, ¡y qué bien huelen esas pastas que hacen! Espero
que no nos iremos sin probarlas, ¿verdad?
La
madre Isabel respiró hondo y no quiso regalarle la dádiva de una respuesta.
—Y
esa que veis allí, tan atareada en su rinconcito, es la hermana Remedios. Ahí
donde la veis, elabora el té más exquisito que hayáis probado en vuestra vida. Nosotras
lo tomamos siempre después de comer, porque es muy digestivo; ya veréis. No os
preocupéis, que, cuando os marchéis, os daremos de regalo un paquetito a cada
uno junto con unas cuantas pastas y dulces.
—Eso
está bien, madre Isabel; eso está muy bien. ¿Y ya puestos, no podría añadir una
cajita de esas galletas de jengibre que veo que también tienen ahí?
Las monjitas, ciertamente, sabían
cocinar —comentaron entre ellos en el refectorio—, y no como en su propia
abadía, donde los hermanos cocineros no sabían hacer la o con un canuto y no
les daban más que cremas de verdura y guisos de patatas. Las monjitas, en
cambio, les agasajaron con sabrosas hortalizas de la huerta, carnes
exquisitamente cocinadas, un vinillo que había que ver cómo se cuidaban las
hermanas, y unos postres que estaban para chuparse los dedos. Y el té de sor
Remedios, ¡para qué hablar!: el mejor que habían probado nunca.
Tras
el almuerzo, se retiraron a descansar y dormir la siesta, a fin de estar en plenas
condiciones para el gran acontecimiento.
A la hora nona, los cuatro frailes estaban
sentados en primera fila para no perderse detalle. Tras ellos, las hermanas
elevaban sus voces atonales. Frente a todos, sor Eulalia, arrodillada, los
brazos en cruz, la cabeza ligeramente ladeada y mirando al cielo, sentía ya como
le iba llegando el trance.
Las monjas, acostumbradas ya al cotidiano
portento, no le prestaban mayor interés. El padre Jesús y sus tres humildes
acólitos, en cambio, comenzaron a sentirse realmente nerviosos cuando pudieron
constatar como sor Eulalia comenzaba a
tiritar y todo su cuerpo parecía como si se estuviera estirando, como perdiendo
gravidez. De repente, aparecieron unos estigmas sangrantes en las manos de la
monja, sus rodillas se despegaron del suelo y se fue elevando sin perder en
ningún momento su posición genuflexa y contemplativa. Atónitos, contemplaron como
sor Eulalia, efectivamente, levitaba con un ligero temblor. La fueron siguiendo
con la mirada mientras hacía algunas evoluciones sobre sus cabezas; luego, como
ascendía majestuosamente unos metros, daba una voltereta en el aire y salía por
una de las ventanas, que estaban abiertas para mitigar el calor estival, desapareciendo
de la vista, para reaparecer poco después por otra ventana en el lado opuesto
del recinto.
Lentamente, sor Eulalia fue
descendiendo hasta quedar de nuevo arrodillada en el mismo sitio del que había
despegado; pero, en su maniobra de aterrizaje, golpeó la imagen en yeso de
Santa Inés de Roma y la rompió. Una vez en tierra, sus temblores fueron
desapareciendo, sus ojos dejaron de mirar hacia arriba, sus manos descansaron y
regresó de su trance. La levitación había acabado. Como cada tarde.
La madre Isabel estaba furiosa.
¡Rota la imagen de Santa Inés, la pobrecita, que permaneció virgen pese a haber
sido sentenciada a vivir en un prostíbulo, porque, cada vez que la exponían
desnuda, los cabellos le crecían de manera que tapaban su cuerpo y el lascivo
aspirante se espantaba y se marchaba! Y claro, como no podían beneficiársela,
la degollaron.
—¡Rota,
rota nuestra imagen de Santa Inés! ¡Ved lo que habéis hecho! ¿Es que no podéis
mirar por dónde voláis o qué?
—Que no, madre, que estaba en trance
y no veía nada.
—¡Excusas! —y la castigó a postrarse
de bruces en el suelo, con los brazos en cruz, hasta que la avisara.
Ni el vicario ni ninguno de sus tres
monjes acólitos podían pronunciar palabra. Las monjas les lanzaban miradas no
exentas de cierta guasa, como diciendo que ya se lo habían advertido. Sor Ana,
por aquello de que aún no dominaba el protocolo, les comentó:
—Qué pasada, ¿no? A mí me molaría
levitar.
—¡Hermana, silencio! —la conminó la
abadesa, y su mirada, de nuevo, presagiaba cilicio.
Decididamente: era un milagro. El
vicario padre Jesús conferenciaba con sus acólitos y les hacía partícipes de
que lo más probable es que hubiera que beatificarla. Con esos antecedentes y el
informe que elevaría a las autoridades, seguro que la beata Eulalia acabaría
siendo el orgullo del convento, del pueblo y del país entero. Peregrinos de
todas partes harían cola para comprar las yemas de la beata Eulalia y las
figuritas de yeso de la monja que, en posición de rodillas, colgaría del techo
por un hilo de pescar, en imaginativa alusión a sus levitaciones. Si había
suerte y conseguía morir virgen —tarea
nada fácil, dadas las tentaciones de la vida moderna— y sobre todo mártir,
hasta podría acabar siendo nombrada patrona de los pilotos de vuelo sin motor. Contrariamente
a lo que habían temido, la visita había sido un rotundo éxito.
A su partida, tal como les habían
prometido, les entregaron a cada uno una bolsa con pastas de cabello de ángel,
dulces de hojaldre con crema pastelera, galletas de jengibre y un tarrito con
las hierbas para preparar el té de sor Remedios. El padre Javier seguía con
cara de mala leche, porque ahora, además de acarrear la imagen en bronce de San
Dominguito del Val, le habían encomendado que cargara con las cuatro bolsas de
regalos.
—No es justo —se lamentaba—, siempre
me tiene que tocar a mí.
—Ora
et labora, hermano Javier, ora et
labora —le sermoneaba el padre Rafael.
—¡Qué pasada! — susurraba la hermana
Ana al oído de sor Mari Carmen— Me encanta como pronuncia el griego.
A través de una de las ventanas
abiertas del coro, llegó la voz angustiada de sor Eulalia:
—¡Madre Isabel, madre Isabel, que me
estoy haciendo pis!
—¡Qué monjitas tan encantadoras!
—comentaba el vicario en el tren, viaje de regreso, mientras degustaba ya una
de las galletas de jengibre.
—A ver si hay suerte y nos vuelven a
mandar para hacer una segunda comprobación —soñaba el padre Javier, pensando
que no había comido tan bien desde que se marchó de casa para tomar los
hábitos, con gran disgusto de sus padres y de su novia embarazada.
—Y estos regalos, ¿hay que
compartirlos con los demás frailes? —preguntó el padre Perico, que, como había
ido al seminario en Cataluña, se había vuelto de la virgen del puño.
El padre Rafael, que era muy de
leerlo todo, se entretenía estudiando la etiqueta del tarrito de hierbas para
el té de sor Remedios. Llamó la atención del vicario:
—Padre Jesús, mire lo que pone aquí.
—Pero, hombre, ¿no ve que estoy
dormitando?
—No, no, mire, mire lo que pone:
“Ingredientes: té de romero, cannabis,
mescalina y LSD”.
—Bah, yo no entiendo de hierbas.
Está bueno, ¿no? ¡Pues qué más da!
José-Pedro
Cladera ©
2 comentarios:
¡De puro milagro no me encierran en un centro de salud por reírme sola a mandíbula batiente a altas horas de la noche que no vea, porque no veas lo que resuena en el patio de luces de mi edificio. ...Y, si ademas, me oyen decir que aseguraba que alguien levitaba en estos tiempos y algo sobre un té tan especial con el que se cura todo y que conozco a quien lo distribuye, la policía antidroga me hubiera hecho un interrogatorio en tercer grado...
Cada vez soy más consciente de que nuestro grupo de taller de escritura es un milagro de artistas de lo mejorcito del mundo.
Eres, sois magníficos, incluso la cachava del vicario incrédulo.
Padre Perico, por favor, siga adelante porque la diversión bien escrita nos hace levitar en un Carpe diem laico.
Abrazo a la congregación y representante vicarios y me retiro a mi celda a puerta cerrada y ventana abierta con la sensualidad sujeta al cinturón de castidad y con el permiso de la abadesa.
Abrazo casto.
.
Ja,ja,ja, sor Angelines. Cuidaos mucho y venced las tentaciones. Amén.
Y ahora que no nos ve el vicario, un fuerte abrazo.
Padre Perico
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