LA INFANCIA
Sí, sí, ya sé que todos vais a
contar lo felices que fuisteis en vuestra infancia, los recuerdos de la
abuelita haciéndoos galletitas, vuestros jueguecitos en el parque y todas esas
cursilerías. ¡Chorradas! Con el paso de los años, todos tendemos a idealizar
cualquier tiempo pasado. O a lo mejor es que, al hacernos mayores, nos flaquea
la memoria y sólo nos acordamos de lo que nos interesa. Pues bien: yo sigo
conservando muy buena memoria y digo solemnemente que mi infancia fue, de
largo, la peor época de mi vida. Así de claro. Y os explico por qué.
Para empezar, llevaba yo un montón
de meses la mar de a gustito metido en un líquido calentito, sin nadie que me
incordiara, comiendo sin parar cuanto me venía en gana a través de un cordón
que me salía del ombligo, cuando, así por las buenas, sin preguntarme y sin
tener en cuenta para nada mis preferencias al respecto, de repente, empiezan a
empujarme como bestias para sacarme de allí a trompicones. ¡Huy, por favor, qué
daño! ¡Y hay que ser tontos! Porque, digo yo: si tú quieres sacar un cerdo del
corral, te asegurarás de que la puerta sea más grande que el cerdo, ¿o no? Pues
a mí se empeñaron en sacarme por un boquete mucho más pequeño que mi cabezón, y
claro, se me aplastaba la cabeza, se me contorsionaba y deformaba todo el
cuerpo, y se armó la de Dios es Cristo hasta que me sacaron de allí. O sea, que
aún no había nacido y ya me estaban puteando.
Pero la cosa no había hecho más que
empezar. No hago más que asomarme a este mundo y va una tía sádica, me coge
colgando por los tobillos y me empieza a sacudir palos en el culo hasta que,
naturalmente, arranco a berrear a pleno pulmón. Y no le digo lo que pienso de
ella porque aún no sabía hablar, que si no, la pongo a parir. ¿Alguien me puede
explicar si esto es forma de tratar a alguien que acaba de llegar y no ha hecho
mal a nadie? ¿A hostia limpia? ¡Por favor…!
Y luego, va la tía sádica y me
coloca sobre una báscula. Y yo me digo: “Oh, oh, esto se pone feo. Me van a
vender a peso. Ahora entiendo por qué me retenían tantos meses allí dentro sin
dejarme salir: me estaban cebando para sacar más pasta por mí. ¡Qué gente más
mala!”
A partir de aquel aciago día, ¡mal
rayo lo parta!, en que nací, las cosas parecieron conjurarse para hacerme la
vida imposible. Ya de entrada, me pusieron a dieta fija. Variedad: cero. ¿A que
a ninguno de los presentes le gustaría comer todos los días lo mismo? Pues a
mí, como no podía protestar porque acababa de nacer y aún no había aprendido a
hablar, pues hala: teta para desayunar, teta para almorzar, teta para merendar,
teta para cenar. Y encima, tomándome por imbécil, porque, para despistar,
creyendo que así me iban a engañar, me cambiaban la teta de vez en cuando para
que pensara que mi dieta era más variada; pero el menú era siempre el mismo. ¡Manía
que tienen los mayores de pensar que, porque somos pequeños, somos tontos!
Harto acabé de tragar siempre lo mismo. Cuando llegaba la hora de comer, yo
siempre pensaba: “¡ay, qué a gustito me comería ahora un bocata de jamón!”
Pero, claro, como aún no tenía dientes, el asunto era complicado. Tropecientos
meses sin comer otra cosa que la teta y luego, cuando ya le has cogido el
gustillo y creces, ¡a sudar tinta para conseguirlas! ¡Mierda de infancia! No
quiero ni acordarme.
Después de tan sabrosas y variadas
comidas, me tumban en una cuna que parece una cárcel, rodeada de barrotes por
todas partes, y con elementos de tortura que parecen diseñados para destrozar
mi recién estrenado sistema nervioso: sonajeros que me machacan los tímpanos;
cascabeles que suenan a la que muevo un músculo, ¡como si fuera una ternera en
vez de un bebé!; una cámara que me espía toda la noche, ¡como si fuera a
escaparme, hay que ser idiotas! Y me meten en la boca un pedazo de goma que
llaman chupete y que no es otra cosa que una mordaza para que me calle y les
deje ver la peli en paz. ¡Después dicen de Guantánamo! No hay nada peor que ser
un bebé.
Luego me sacan a pasear y claro, como
son tan malos, a ver cómo se las ingenian para jorobarme bien. Cada dos por
tres, la misma historia: la amiga de mi mamá que me coge la manita y empieza a
hacerme preguntas inquisitoriales y con una mala leche increíble: “Huy, qué
mono, ¿a quién te pareces, que me recuerdas mucho a alguien?” ¡Gilipollas! Será
al butanero, si te parece. Además, ¡cómo voy a contestar si aún no sé hablar! Y
encima, con comentarios de lo más estúpido: “¡Huy, mira, tiene todos los
deditos!” ¡Coño, pues claro! No me iba a dejar alguno olvidado dentro, ¿no?
“¿Cuántos tienes tú, maja?”, me hubiera gustado preguntarle a la tonta de
turno; pero claro, no sabía hablar todavía. De eso se aprovechan, que si no…
Un día me llevan a la consulta del
pediatra. Ni corto ni perezoso, me planta en una mesa boca arriba, en pelota
picada, y me empieza a examinar la pilila como si fuera un bicho raro. ¡Será
imbécil el tío! ¡Que sólo tengo cuatro meses, capullo! ¿Qué esperas encontrar,
la de Nacho Vidal? ¡Y venga a pincharme! Que si la vacuna de esto, que si la de
lo otro… Y yo, claro, llorando a moco tendido; y todos aquellos sádicos a mi
alrededor diciéndome: “No es nada, ya pasó”. ¿Ya pasó? A hostias me liaba yo
con todos vosotros; pero, claro, como sólo tengo cuatro meses…
Yo
ya probaba a pelear por mis derechos, ya; no vayáis a creer que no lo
intentaba. Cada vez que me humillaban poniéndome en pelotas boca arriba,
agitaba brazos y piernas frenéticamente intentando colocar algún gancho de izquierda
o alguna patada de taekwondo en la cara de alguien; pero como los mayores son
tan tontos, encima se reían: “Mira, mira cómo agita las piernecitas, qué
monada”. ¿Monada? Porque mis piernas son muy cortas, que si no, te comes los
dientes, te lo digo yo. A falta de fuerza bruta, a veces conseguía vengarme
meándome súbitamente en las caras de los que me torturaban. Y encima, les hacía
gracia: “Mira, mira, que chorro tan grande le sale de una cosa tan chiquita”. ¡Los
odio! No he visto cosa más tonta en los días de mi vida.
Después,
un buen día, como ya se habían quedado sin ideas sobre cómo fastidiarme, se les
ocurrió que tenía que andar erguido, ¡con lo cómodo que yo iba a gatas! Me
colocaron una chichonera en la cabeza y, hala, a darme trompicones por toda la
casa. Y cada vez que me caía, tenía que aguantar las mismas chorradas: “No os
preocupéis, que no le pasa nada, que los niños son de goma”. ¿De goma? Sadismo
puro: cuando ellos se caen no dicen lo mismo, no. Sólo cuando me caigo yo. Claro,
como soy pequeño…
Con
el tiempo, todo eso lo soportaba ya estoicamente. Pero, insisto: lo que peor
llevaba es no tener dientes; porque venga a ver cómo ellos se atizaban
hamburguesas, y bocatas de chorizo, y patatas fritas, y gambas al ajillo… Y yo,
“hala, nene, hora de la teta”. Porfa, porfa, que me salgan los dientes,
que no puedo más.
Después
estaba la tortura de los cuentos. Mira, con lo de los cuentos es que no puedo,
¿eh? Me supera. Primero, no me enteraba de nada de lo que me contaban. Yo me
decía: “¡si aún no sé hablar!, ¿para qué leches me cuentas esas historias si no
me entero?” Pero ellos, a lo suyo. ¡Y me contaban una de tonterías! Claro, como
era pequeño, tenía que ser tonto. Primero me contaban no sé qué chorrada de
tres cerdos que se querían hacer una
casa para que no se los comiera un lobo, y cada cual era más tonto que
el otro y hacían una mierda de casas que no servían para nada. Estaba yo tan
harto de oír la misma historia que tenía ganas de que el lobo se los zampara de
una puñetera vez y me contaran otra cosa. Después cambiaron a otra chorrada, de
una niña que le llevaba la merienda a su abuela y resulta que la abuela era un
lobo disfrazado, y la niña, como era tontalaba, no se daba cuenta. ¿Pero
alguien se puede tragar esas gilipolleces? Y ellos decían: “Si es que le
encanta el cuento de los tres cerditos; y el de Caperucita. Cuando se los
contamos, se duerme como un angelito”. ¡Tontos del culo! De puro aburrimiento
me dormía, claro. ¡Eso no hay bebé que lo aguante despierto, hombre!
En
fin, si yo os contara… Pero ¡para qué os voy a cansar! Lo que sí os digo es que
cuando oigo esas tonterías de que la infancia es tan bonita, y tan bucólica, y
tan pastoril, yo digo: “¡Y una mierda!” Nos echan de sopetón a este valle de
lágrimas para sufrir y, para que nos vayamos haciendo a la idea, se inventaron
la infancia.
Menos
mal que más tarde, por fin, crecí y descubrí a las niñas, que si no…
José-Pedro Cladera ©
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