jueves, 18 de enero de 2018

MANIAS

MEDITERRÁNEO
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Clara se levantó como cada día, a la misma hora. Su masía, blanca como la espuma del mar, se alzaba orgullosa sobre el acantilado. De hecho, olía a pinos y buganvillas, que se extendían y alzaban por toda la propiedad. Las puertaventanas, pintadas de un añil brillante y suave, espiaban las olas que rompían a sus pies. Eran las seis de la mañana. Le encantaba levantarse cuando el día empezaba a despertar.
Se dirigió a la cocina y, como era manía en ella, calentó agua en la tetera; sólo entibiarla, ni más ni menos. Cogió un vaso de cristal tallado y lo llenó hasta arriba, y exprimió en él el zumo de medio limón. Ni se acordaba ya de cuántos años llevaba repitiendo la misma historia.
Miró a través de la ventana cuando los primeros rayos de sol nacían sobre aquel mar azul turquesa, cegándola con aquella explosión de luz: la luz del Mediterráneo.
Salió de la casa y atravesó descalza todo el inmenso bosque jardín. Bajó por la escalera, en la que cada peldaño era una profunda hendidura, fría, esculpida en las rocas. Cuando por fin sus pies se sintieron envueltos por aquella arena de oro de su calita de la Costa Brava, respiró muy profundamente. Deslizó de su cuerpo, muy despacio, la combinación de satén perlada, que cayó al suelo como a cámara lenta. Su cuerpo seguía siendo aún joven, esbelto; pero frágil, aunque su andar era firme. Se zambulló en el agua cristalina, sólo unos pocos minutos. Salió y se puso la ropa, que se le pegó por completo a la piel.
Subió a la masía, se duchó y extendió sobre su cuerpo una fina capa de crema Opium. ¡Cómo adoraba aquel olor en su piel! Sus amigas le decían que a ella le olía diferente, extremadamente suave.
Desayunó las naranjas, las semillas y la tarta de chocolate con almendras –otra de sus tantísimas manías–. Cogió una cesta de mimbre, que había comprado en un pueblecito del Ampurdán, y la bicicleta. Pedaleó por todo el camí de ronda, que serpenteaba por los escarpados acantilados, hasta llegar en pocos minutos a S´Agaró. Compró pescado fresco y unas verduras a María, una payesa del pueblo. Dio una vuelta por las calles adoquinadas, con sus pronunciadas pendientes, y adquirió varias cosas que necesitaba.
Miró el reloj de la Iglesia y vio que ya era la una. ¡Cómo pasaban las horas en aquella bella localidad, con su buena gente y con ese cielo tan inmensamente azul que parecía sacado de la misma paleta de Van Gogh! El corazón se le aceleraba: era su tierra, la que ella tanto adoraba.
Se fue a comer a un pequeño restaurante frente al mar, donde los obenques de los barcos no dejaban de sonar. Pidió ensalada con xató y gambas de Palamós. Miró y, cuando nadie la veía, cogió el pan redondo de payés y le hizo la señal de la cruz por el reverso, antes de cortarlo con el cuchillo –lo vio hacer a su abuela, lo veía en su madre y ella, desde que tuvo uso de razón, también lo hacía; era otra de sus grandes manías.
Se levantó, pagó y se marchó, y el aire tras ella olía a oriente, de jazmín y canela fresca, que dejaba a Mateo, el dueño, sin aliento.
Una vez en casa, se cambió y se puso un vestido blanco de fino hilo ibicenco. Se preparó una manzanilla y salió a la glorieta del jardín. Al salir, acarició con ternura a Vargas Llosa, y le pareció que él le sonreía desde las tapas de La fiesta del chivo, que reposaba sobre un velador de roble antiguo con incrustaciones geométricas de marfil. Se rió para sus adentros.
De repente, empezó a repasar su vida. Su hija vivía en Los Ángeles, donde estudiaba Historia en la universidad. Su marido se iba muy temprano por la mañana a su despacho de Barcelona. Llegaba a la hora de cenar, casi siempre con bombones o flores…, que seguramente compraba su secretaria. Los fines de semana cogían el velero e iban hasta Cadaqués, a ver a los amigos. Su subconsciente estaba a muchas millas de allí, huyendo de donde sólo había cabida para el aburrimiento que le proporcionaba aquella gente. Si algo detestaba era la gente aburrida.
Cuando se dio cuenta, las lágrimas resbalaban por sus pálidas mejillas hasta llegar a sus labios rojos. El viento mecía sus cabellos como el fuego. Lo tenía todo… ¿Lo tenía todo? Reposaba, pensaba y sabía con toda certeza que sólo le quedaban dos cosas: la soledad y su mar Mediterráneo, ese mar que nunca la abandonaría.


Francis Cortés Pahissa ©

MANÍAS




MANÍAS
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Mi hermano, el okupa, tiene muchas manías. ¿Por dónde empiezo?: no puede dormir sin que esté entreabierta la puerta. Señalando al suelo, dice:
–Hazta ezta rayita, mamá. El ozito tiene que eztar mirando a la pared, no a la pueta; zi no, no dueme.
Atención a ésta: evita pisar las juntas del suelo, pero... lo hace como las gallinas. Me explico. Visualizad a una cualquiera, la que queráis, ya que todas hacen lo mismito: caminando, levantan la pata lentamente; crees que siguen adelante, ¡pero no!; de pronto, giran a la derecha o a la izquierda, según les dé, con un ojo mirando al suelo. Pues el okupa, igualito, igualito. Y claro, si lo hace en casa, bueno; ¡pero en la calle!, no sé dónde meterme; suelo silbar y miro al cielo, o un escaparate...
La última manía: no quiere ser moreno. Él no tiene demasiado sentido de la autoimagen. Le pones un pantalón terriblemente feo, con una camiseta aún más fea, y no pasa nada, le da absolutamente igual. Hasta le puedes meter la camiseta por dentro de los pantalones y subírselos hasta el sobaco, que solo se los bajará si le molesta. Para él, el pelo no es más que pelo, algo que tiene en la cabeza que crece y “molezta en loz ojoz”.
Ya nació con una manta de pelo negro. La abuela Mamen decía que se le caería, pero se reforzaba por meses. Acababa en pico en la frente y tieso hacia arriba, asustado de estar pegado a esa cabeza; ¡ni con gomina conseguía dominarlo mamá! Los sombreritos tenían que ser dos tallas más grandes.
Durante su, hasta ahora, corta vida, está enfadado de que todo el mundo le toque el pelo diciendo:
–¡Qué morenito, y cuánto pelo!
Y una tarde decidió eso: no ser moreno. Bajó al salón, donde estábamos viendo la televisión, con la maquinilla “cortapelo” de papá en una mano. ¿Su cabeza?: de la frente hacia atrás, como un camino de mesa color carne y, en la coronilla, un gran círculo, como la “tonsura“ de un cura; el resto de la cabeza seguía negro como el azabache.
–Ze han terminao laz pilaz. Pónemalaz, papá.
Nos levantamos del sofá los tres a la vez, de la impresión. Nos volvimos a sentar, también los tres a la vez. Mamá, con una mano en el corazón, dijo:
–¡Guillermo, tu pelo! ¿Qué has hecho?
–¡POZ QUE NO QUIERO ZER MORENO! 

                                                                               Ana Pérez Urquiza ©


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Heredé de Andrea su carácter jovial y risueño. También algo de su filantropía, y fuimos de la mano en el amor por los libros.
Resultaron los libros el antídoto contra  su depresión. Recuerdo, sobre todo, El florido pensil. Al principio, recelosa, la escuchaba desde el pasillo; pero como ella, cada tarde, después de la siesta, leía y reía con una risa sana y contagiosa, decidí entrar y acurrucarme a su lado. La escuchaba, embelesada, cómo exponía los problemas de matemáticas; sobre todo, el número 234: “Esta tarde, de camino a casa, vayan recogiendo piedras del camino. Cuando  lleguen a casa, vayan  formando grupos de seis; después, formen decenas; luego, docenas. ¿Cuántos grupos han logrado de cada categoría? ¿Y cuántas piedras han recogido en total? Y después añadía sus comentarios de madre… ¡Y claro, así llegaban: con los bolsillos agujereados…; las manos y uñas, de jornalero…! Y je,je,je. “¡Ahora bien” –añadía ella–: “el subjuntivo lo aprendieron que daba gusto!”… ¡Y je,je,je! 
Yo me enganché al libro. Me aprendí muchos de los problemas de memoria y fui enunciándolos a mis amigas, y ellas se enamoraron, también, de El florido pensil. De tanto prestarlo, perdí su rastro.
Una tarde sí y otra también, mi madre me exigía el libro –pensé que podía, incluso, recaer en la enfermedad, tal era su obsesión.  Y  pasé miedo.

Han pasado ya treinta años. Ella se ha hecho con la colección de todas las tiras de Mafalda.
Aprovechando sus risas, juegos y carantoñas con el nieto, así como quien no quiere  la cosa, le pedí el nuevo tesoro. Su ¡no! agrietó  el suelo. Reculé con miedo; su mirada era un cuchillo. El nieto se echó a llorar: el grito le horadó los oídos; las uñas, como garras de león, le arañaban los deditos.    
            –¡Jamás gozarás de las tapas asedadas de este libro, del aroma embriagador de sus hojas, ni saborearás las enseñanzas pedagógicas de Mafalda! –y con el libro apretado contra el corazón, se encerró en su habitación.  Sabía que no abriría la puerta mientras yo permaneciera en su casa.
–¡Me debes una! –dije, sollozando, junto a la puerta.
            –¿Qué es lo que te debo? –dijo con voz de ogro, abriendo la puerta de golpe.
–¿Te acuerdas cuando regresamos desde Durango para que dejaras de sufrir  con tu ‘¿habré desenchufado la plancha?, ¿habré recogido la tabla?, ¿habré desconectado el cable…?’ –Estabas tan feliz cuando, ya en Vitoria, encontramos todo en orden, que me besaste y me dijiste: “¡Hija, te debo una!”
Sus ojos se humedecieron; mas sus dedos, nervudos, se aferraron más al libro.
            –Te sigo debiendo una.

Agosto fue un mes de luto. La atmósfera se presentó tristísima; luego, grisácea. Había perdido a dos tíos muy queridos.
Noviembre quiso imitar a agosto: las nubes, negras, envolvieron mi corazón.  Acudí con mis padres a la misa por el alma de mi ‘tío’ y ‘salvador’ Esteban. Tantas veces me ha referido mi madre, Andrea, la intervención milagrosa de Esteban en mi apendicitis, peritonitis, obstrucción del íleon, sus visitas a la UCI del hospital de Basurto de Bilbao, que siento que respiro gracias a él. También me siento muy amada, porque durante años me ha repetido: “Tu salvación fue y es lo mejor que me ha sucedido en la vida”…, “y que tus bracitos de osita amorosa me sigan abrazando”.
“Sé que, algún día, heredaré parte de su fortuna, y quién sabe qué no acariciaré…”
                 San Vicente de la Barquera, a 17 de diciembre de 2017
                                    Isabel Bascaran ©

  

MANÍAS


MANÍAS

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Quien tiene manías es un maníaco. Y me suena tan mal la palabra que hasta me horroriza un poco admitir que yo lo pueda ser.
El tema de las manías me interesó. Y me empecé a estudiar a mí mismo con interés creciente, tratando de descubrir ese yo maniático que ignoro, y… no. Decididamente, no soy maniático. Yo no tengo manías.
Convencido de ello estaba cuando escuché a mi mujer que me preguntaba: “¿En qué estás pensando, que tienes en marcha el ‘círculo de lectores’? ¡Ay, coño, con esta manía!” Y es que, cuando me quedo pensativo, sin darme cuenta, me agarro la barbilla y giro, despacio pero sin cesar, el índice de la mano en rededor de los labios. A esa manía de girar el dedo, la llama ella ‘círculo de lectores’, en memoria, sin duda, del que fui socio hace un montón de años.
Y de repente también, sin necesidad de ningún esfuerzo, descubrí otra manía a la que soy incapaz de encontrarle el origen –oye, una manía rarísima, porque no es física (¿se la podría llamar ‘manía virtual’?)–. Es una manía del subconsciente: todas las mañanas, absolutamente todas, descubro mi subconsciente cantando el Himno de Infantería:
Ardor guerrero vibra en nuestras voces, y de amor Patria henchido el corazón…” –pero, coño, si yo hice la mili por aviación, ¿de dónde me pueden venir a mí esos recuerdos?– “…Entonemos el himno sacrosanto, del deber, de la Patria y del honor, ¡honor!…”
En cuanto me doy cuenta de que el subconsciente canta, lo rechazo y me obedece al instante. Pero en cuanto me descuido, en tanto no me asee y me despeje un poco, ahí lo tengo otra vez con la misma historia:
“…Los que tu amor y vida te consagran, escucha España la canción guerrera; canción que brota de almas que son tuyas, de labios que besaron tu bandera…” –¡Hay que joderse!, pero si hasta me sé el himno de memoria, y ni idea tengo dónde lo pudo aprender este puto subconsciente mío…
“…Nuestro anhelo es tu grandeza, que sea noble y fuerte. Que por verte temida y honrada, contentos tus hijos irán a la muerte…” –¡Pero si yo solo vi la guerra por el agujero de los seis a los ocho años que tenía cuando terminó! 
Por amor a la vida militar, tampoco, que las armas de fuego nunca me gustaron; y cuando por necesidad tuve que hacer prácticas con ellas durante el servicio militar, el teniente que me acompañaba me dijo:
–Si Franco te ve tirar, te licencia.
–¿Y eso por qué, mi teniente?’
–No le sirves para nada. Ni por casualidad has dado un tiro en la diana.
Me despierto al día siguiente, y ahí está otra vez:
“…Si al caer en lucha fiera, ves brillar victoriosa la bandera, ante tu misión postrera orgulloso morirás”. –Sí, por los coj…  
¡Y pensaba que yo no tenía manías! ¿Tú qué crees? ¿Ves estas cosas normales, o debo ponerme en manos de algún siquiatra castrense…?


Jesús González ©

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REALIDADES OPACAS

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  El tema de este mes tiene tanta miga como los festejos de Navidad, porque todo el mundo aborrece alguna de estas celebraciones, por una causa o por otra. Unos, porque la Navidad les recuerda lo que fue y ahora ya no es, o simplemente porque odias a ese familiar que se sienta a tu lado en la mesa, solo para interrogarte por… tu vida, simplemente para criticarla y que te sientas mal, “¡viva el espíritu navideño!”.
            Yo, a las manías las veo del mismo modo. Las personas estamos formadas de defectos, manías o simplemente imperfecciones; pero, como buena sociedad civilizada, en vez de estar orgullosas de ellas y pensar que nos hacen únicas frente al 99% que nos hace iguales en una sociedad, las ocultamos de la manera más absurda, criticando las manías del vecino y creyendo que nosotros, imperfecciones, no gastamos; que somos perfectos; que el único  fallo que tenemos es… tener fecha de caducidad. ¡Pero qué absurdos somos!
A lo largo de las generaciones, nos hemos desprendido de algunos prejuicios, manías y rituales que actualmente vemos como atrocidades de sociedades barbáricas, porque ahora somos la era que encontró la verdad única y las historias pasadas estaban equivocadas. Gracias a las tecnologías, el mundo entero está conectado con un simple clic, que es fantástico para recordarnos que hay más personas, con sus problemas, manías y tradiciones, que las que vemos a diario. Pero las cosas no se arreglan; se tiran a la basura y compramos otras nuevas, con más prestaciones, que pensamos que son indispensables para ser feliz.
Si los objetos que no son perfectos no dudamos ni un segundo en cambiarlos por otros porque no son iguales que el resto que vemos en los escaparates, ¡cómo nos vamos a plantear que las imperfecciones y manías del ser humano son la esencia de cada uno, que somos como somos por ellas! Es imposible; mejor lo ocultamos y nos convertimos en falsos clones humanos.
Cada persona es como es, con sus cosas buenas y sus cosas malas; todo yin tiene su yang. Dejemos de mostrar al mundo esas caretas llenas de filtros. No hace falta hacer un día internacional sobre las imperfecciones y las manías, pero sí ser consistes de que las tenemos y dejar que sean libres. ¿Quién dice que lo imperfecto no es bello?
Yo aprendo cada día de esas personas que se quieren tal cual son y se levantan diciendo al mundo: “buenos días, aquí estoy y llegué para quedarme”. Yo espero llegar a convertirme en una de ellas. Por ahora, me conformo con aceptar que soy imperfecta, y eso me hace ser yo.

FELIZ NAVIDAD A TODOS


Jezabel Luguera González ©

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Fernando y Francisca se habían conocido hacía mucho tiempo. Ella recordó  el día en que, en aquel baile, le preguntó su nombre aquel chico tan peculiar que la sacó a bailar.
            –¿Cómo te llamas? Yo, Fernando.
–Y yo, Francisca.
–¡Anda, qué curioso!, los dos comienzan con F. Esto puede ser el augurio de algo maravilloso. Fíjate: puedo ser tu ferviente, fastuoso, factible y fascinante amor lleno de felicidad; y tu nombre, Francisca, puede ser una fiesta de fragancias irresistibles, de formidable fortuna y flexibilidad irresistible. ¡Todo en cinco!
Ni por un momento se le ocurrió decir que podría ser fugaz, fracaso funesto, fulminante o falso.
Y fue verdad: con el tiempo, se casaron, formando una familia. Y siguen ahí, luchando con los vaivenes de la vida, pero nunca ni fugaz ni falso.
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Es sábado y hace un día de sol magnífico. Sus hijos y nietos vendrán a pasar una placentera celebración familiar. El móvil no ha parado de sonar.
–¡Hay que espabilarse, Fernando; tenemos mucho que hacer!
–Sí, mujer –le dijo, haciendo su ritual mañanero: besándola en ambas mejillas, una dos, una dos, y acabando con un beso esquimal de nariz. Y es que Fernando tenía una manía con el número cinco.
Se tomó su desayuno: cinco galletas en forma de abanico en un lado del plato con el tazón de café con leche, y otras cinco al otro lado. Las iba mojando lo justo para que no se ablandaran y se le cayesen. Era el momento de tomarse parte del café y dejar suficiente para las otras cinco.
Escuchó los ladridos lastimeros del perro en el jardín, pidiendo también su condumio. Se fue hasta el saco de pienso y contó (¡cómo no!) cinco medidas, ni una más ni una menos.
–¿Sabes?, he pensado que voy a poner unos pollos al chilindrón y, de postre, arroz con leche –dijo Francisca.
–Bien –dijo Fernando– y, cuando vaya a por el periódico, me pasaré por la pescadería y cogeré unas almejas. ¡Quiero hacerlas yo, eh! Tú me puedes dejar los ajos picaditos…
–¿Solo eso? De paso, te traes el pan para todos; seremos doce.
Fernando se fue al pueblo. Tenía que pasar un puente y aquí volvía a desarrollar un ritual: cuatro pasos contando las barras en el aire, y la quinta, pies juntos en el barrote ancho de sujeción. Ya había pasado por la pescadería y, de pronto, se acordó del pan. Se fue a la panadería.
–Cinco panes grandes, por favor.
            –Qué, hoy van a tener gente, ¿no? –dijo la chica que lo atendió.
–Sí, sí, la familia –contestó–. Me parece que me he pasado otra vez –pensó. Se acordó del día que pidió cinco centollos y eran seis a cenar. La cena, casi ni la tocaron. Eso sí, se pusieron ciegos de marisco. Ja,ja,ja…
Mientras, Francisca, ya que hacía buen día, aprovechó para poner una buena lavadora –días así no se pillan tan fácil–. Luego entró en el baño y colocó perfectas las toallas, un gesto maniático que no lograba quitarse de encima. Llegó a la cocina y se puso manos a la obra, troceando los pollos.
Como hacía bueno, pensó que mejor comerían en el jardín. Eso sí, tendría que llevar cuatro sillas de la cocina, solo había ocho. Puso las que estaban de cabeceros con las otras, y las de la cocina, dos a cada lado. Eso era otra manía, pero para ella era un orden estético. No es igual ‘agarra una silla, que te hacemos sitio’ que poner una mesa, ¿no? Buscó unas ramitas y unas pequeñas rosas para hacer un pequeño centro.
–¡Perfecta! –pensó.
Volvió a la cocina, le quedaba por hacer el arroz con leche.
¡Por Dios, la ropa sin tender! Llenó el balde y se acordó de su amiga Teresa –no le gustaba nada planchar la ropa, y le decía que la sacudía como una posesa– y se puso a hacer lo mismo, partiéndose de risa. Se dispuso a sujetarla con las pinzas y se acordó de un programa de radio donde hablaron de manías y una señora contaba que ella cogía las pinzas por colores: primero las azules, luego las verdes, las rosas…
Metió la mano y sacó una amarilla. ¡Ah, no!, hoy sería azul…
La familia llegaba, ¡cómo no!, con pasteles; pero sus nietos le preguntaron:
–Abuela, ¿nos has hecho arroz con leche?
Besos y abrazos, pero Fernando tenía para rato: uno dos, uno dos, y nariz…

                                                                                  Mª Eulalia Delgado González©
                                                                                              Diciembre 2017


MANÍAS




TINTA INVISIBLE
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Mientras conversábamos en grupo, salió a colación una palabra que me supo picante: manía. Se dijo de ella que tenía muchas y diferentes definiciones, porque no era lo mismo tener manías que te tuvieran manía o ser maniaco.
Comencé a rebuscar en mi interior para saber si tenía alguna manía o si se la tenía a alguien. Decidí que no poseía ese defecto o cualidad. Automáticamente, supe que no entraría a formar parte de esa estadística –odio las estadísticas–, aun a sabiendas de que entraría en otra: en la de los que no están o estamos en la primera.
Lo que sí creo tener es la peculiaridad de leer entre líneas o escuchar entre ondas los medios de comunicación. Esto comenzó tras investigar unos datos periodísticos de principios del siglo IX, donde los malos políticos tenían la misma manía que los actuales: creerse superiores e intentar establecerse en el poder de por vida, sean o no autócratas, y tener la convicción de convertirse en inmortales o algo parecido. También tenían tendencia a mudarse en infantes malcriados y caprichosos en busca de su propio interés y hablaban únicamente del bien común en las elecciones o en discursos rimbombantes.  Ya lo decía mi bisabuelo: “Dios me ponga donde haya, que de coger ya me encargo yo”.
Por lo que quedarían dos opciones: la primera, leer y escuchar todos los medios para obtener una opinión de la media… Compruebo, asombrada, que mi criterio también puede ser partidista.
La segunda opción sería no hacer caso, o querer creer que hay políticos honrados y que desarrollan esta labor como es debido. La mayoría de ellos son destituidos, dimiten por la desagradable y vomitiva experiencia de ejercer la mala política, y otros que fallecen… ‘como de improviso’.
Ligada a la definición de política, me pregunto por qué llamaremos “familia política” a los familiares de nuestra pareja. ¿Tendrá ese calificativo algo que ver con la ofensa o la indiferencia…? ¿O será para endulzar las palabras suegra y suegro, que suenan ácidas y resecas? Ay…, mejor dejo el tema.
Descubrí en mis recuerdos otro factor que podría calificarse como un trastorno u obsesión: imaginar. Es posible que una de las causas fuera que nuestro padre, desde muy pequeños, nos leía cada noche antes de dormir, a pesar de llegar agotado del trabajo, y a la luz de una vela, dado que carecíamos de luz eléctrica, no porque yo naciera a primeros de siglo, sino porque estábamos alejados de núcleos poblados y, por esa causa, a la compañía eléctrica no le era rentable conectarnos.
            Eso y el aislamiento de aquella casa, rodeada de montes, animales domésticos y  silvestres –algunos, fieros– y por lindes de caminos que sospechaba sin final y, menos aún, que llegaran a lugares con más personas –porque, excepto mi familia, sumada a la llegada esporádica de obreros para la recolección de manzanas, la siega en verano y la tala de los eucaliptales que nos rodeaban, así como las escasas visitas de familiares, no había nadie más–, acrecentarían mi fantasía infantil.
Eso cambió al comenzar a ir a la escuela, que estaba a varios kilómetros de la casona colonial en la que habitábamos. Se añadió otro sumando singular: mi curiosidad vestida de un insaciable ‘por qué’, que dio lugar  al producto que me llevó al interés por la lectura, la escritura y la búsqueda del significado de las palabras. Todo esto, incluida la integración en un grupo social que desconocía, colmó de sorpresas mis ojos y oídos.
Y en esas me encuentro todavía.
            Intentaba levantar aquellas pequeñas alfombras de palabras de su suelo blanco y me asombraba descubrir lo que guardaban debajo. Aquellas letras que formaban las palabras me parecían trenzas que desmelenaba a mi antojo para averiguar de dónde procedían, para qué sirvieron, por qué cambiaron… Las separaba, mezclaba y destripaba hasta llegar al fondo del fondo. Me maravillaba saber y manejar todas esas grafías. Es etimología, pero yo lo llamé “diversión en blanco y negro”.
            El primero de mis experimentos fue separar la palabra paraguas, ‘para-aguas’, y me gustó el resultado: artefacto para parar el agua y más elementos. La segunda palabra que manipulé fue separados, ‘sé-para-dos’ y ‘separa-dos’. Curiosa palabra que, con una sola tilde, obliga al trío; sin ella, a un adiós o al mandato de separar a dos.
En el largo camino hasta el centro escolar, recorría lindes de bosques y montes. Mis padres me prohibían atajarlos, para evitar un insecto, la garrapata, porque se agarra con las patas y su boca de dientes en la piel de los animales o en la nuestra. La tentación era grande y separé esa palabra, ‘garra-pata’, y le di este significado: tenaz, sádica, vampírica y feroz…
            La escuela hizo de mí una buscadora insaciable de palabras y respuestas en verbos, adverbios y adjetivos que desmenucé, mejor dicho, diseccioné, y recosí… Así comenzó este devenir de preguntas y respuestas; había muchas, muchísimas, hasta en la asignatura de Religión, que, según decían los maestros, estaba todo muy claro, pero que a mí me producía sarpullidos cuando tocaba esa clase.
Nunca comprendí lo que denominaban milagro ni mandamiento o pecados. Según mi código, ‘manda-miento’ significaba mandar pero mintiendo; diseccioné ‘peca-dos’ y encontré que guardaba contrasentidos, porque para pecar no hacían falta dos, con uno era más que suficiente y, además, se podía pecar un montón de montones de veces.
Tampoco concebía que un dios pudiera castigar y hasta condenar con guerras, terremotos, huracanes y carencias varias, si tenía el poder de crear o evitar todo eso porque Él era sobrehumano: ‘sobre-humano’…
Imaginé que Mefistófeles, otro ente ‘sobre-humano’ pero maligno, y Dios tenían disputas para ejercer su poder y que, cuando ganaba el demonio, se desataban los cataclismos. El duelo se solucionaba, eso creía yo, jugando a los bolos en el cielo, y cuando el demonio tiraba todos los bolos, incluido el emboque, producía truenos espeluznantes para cuerpo y alma y estallaban los desastres por toda la Tierra. Ese pensamiento infantil me dio pesadillas. Muchas. Y siguen, porque el demonio parece ganar demasiadas veces o… se hace mejor publicidad.
Los adjetivos, sustantivos, propios y comunes, conjugación de los verbos, matemáticas y latín me produjeron y producen grandes satisfacciones en este devenir… ¡Hum!, ´de-venir’… Uf, si lo analizo bien, pude padecer algo de manía.
Por entonces, una vez a la semana y en el momento en que la luna empujaba sin miramientos al sol, mi padre se reunía con algunos amigos en la inmensa cocina de la casona y escuchaban una radio de galena y una emisora, ¡sin música; aburridísima!
Mi padre había conseguido que, pagando el precio de su mejor vaca lechera, llegara la luz a bordo de un cableado sujeto en postes escuálidos que tan pronto se ladeaban de un lado como del otro, dependiendo del viento –nunca estaban derechos–, como azotados en el suelo, donde los cables soltaban chispas que parecían estrellas de tierra.
El vozarrón que todos ellos tenían, del que hacían gala en otras ocasiones, se volvía un ligero murmullo; eso me intrigaba.
Una vez los sorprendí cuchicheando sobre una tal Dictadura… En principio, creí que era una persona malísima. Nunca había oído hablar de ella, ni siquiera en la escuela. Supe de su importancia cuando busqué su significado en el diccionario; la analicé y separé con rabia, ‘dicta-dura’: algo o alguien que ordena y que ahoga con hambre, injusticia, cárceles, etc., por, solo, tener una idea diferente. Era salvaje y sanguinaria, rencorosa, asesina… Intenté suavizarla con un pequeño cambio, ‘dicta-blanda’, porque dictar hay que dictar, pero con algo de ternura; seguro que se aprendería y viviría mejor.
Más tarde, llegaron a mis oídos infantiles, entre sus rumores mientras escuchaban la emisora, palabras sueltas: disparo, censura, injusticia, matar, dolor, guerra…. Nunca pude manipularlas, solo las estudié con inquina sospechando su mal fondo… Todas juntas y separadas por guiones sonaban como una ráfaga de ‘miedo’: ‘dis-pa-ro-cen-su-ra-in-jus-ti-cia-ma-tar-do-lor’…
La palabra guerra me sonaba menos fuerte, hasta dócil, a pesar de que producía toda esa ráfaga, quizá porque, una vez declarada, solo quedaba vivirla o morirla..., o las dos cosas. Quise creer que, algún día, guerra sería borrada del vocabulario e inventé mi primera palabra para sustituirla: “pazamor”. Me sonó enérgica y, a la vez, cordial.
Muchos años después, me di de bruces contra la censura que actuó en contra de mis paupérrimas letras que intentaban hablar de literatura. También se cebó con un poema de amor para el que tomé prestadas palabras sobre tauromaquia. Sucedió en una época en que la libertad de palabra se había instaurado ‘democrática-mente’, y me pregunté por qué algunas mentes asumían esa libertad, solo, en su propio beneficio.
Alguien me dijo una vez que la libertad de expresión y la democracia habían vuelto, motu proprio, a su cárcel, en la que habían malvivido durante cuarenta años, y que llegaron demacradas y muy maltratadas.
            Mi pubertad llegó al mismo tiempo que el internado donde estudié el bachiller. Los adverbios, prefijos y sufijos fueron buenos compañeros, lo mismo que el idioma francés y la música.
Una religiosa nos recibió en nombre de la superiora. Se presentó como sor Teófila y dijo en su discurso de bienvenida que pretendía hacer de nosotras, y de nuestra capa, un sayo. Lo primero que hice fue separar su nombre: ‘sorteo-fila’… Y mi código acertó de pleno porque, si te tocaba en suerte, no te movías, ni siquiera orinabas, mas que cuando ella lo ordenaba; tampoco levantabas la cabeza ni respirabas en su ‘fila’. Incluso leía las cartas que enviaban nuestros familiares, controlaba las escasas monedas que poseíamos o se las quedaba, y nos hacía comer a pesar de las arcadas que nos producía aquella comida nauseabunda que cobraban a nuestros padres como comida “decente”…
Disponía y machacaba nuestro cuerpo, la moral y el alma. Nos vestía de temor, a la vez que con aquellos uniformes de los que no salíamos, con suerte, más que dos días y una vez al mes, para ir a nuestras casas. La verdad es que, con aquel hábito, tenía aspecto de garrapata, o de demonio con dos puntitos de luz en lo alto: sus ojos. Su figura oscurecía todos los lugares por donde pasaba, y estaba adornada con una sonrisa amarillenta y tétrica.
            En aquella otra soledad, el miedo, me refugié en los adverbios que asumí con rapidez y separé de inmediato. Por ejemplo: ‘divina-mente’, ‘bella-mente’, ‘afanosa-mente’... Hablaban de la belleza interior, solo de ella. Y eso me salvaba porque, según creía, mi aspecto físico no tenía cabida en los cánones de la belleza de entonces y pensaba que hubiera tenido más éxito en el período de los homo erectus; pero tampoco, porque mi piel no estaba cubierta de pelo. En fin...
            En el colegio, descubrí que Quevedo solía jugar con las palabras y, por medio de ellas, ofender o ensalzar a amigos o enemigos: “su majestad escoja”. También supe que Caro Baroja, en uno de sus ensayos, habló de que era un “en sayo”, de forma desdeñosa, cuando trataba de analizar, interpretar o evaluar la “Literatura de cordel”. Y conocí las obras hiperrealistas de Dalí, que transformaba la realidad. Ellos fueron mi consuelo e hicieron que no me sintiera tan diferente y que, hoy, me impida adjudicarme el término de maniaca, derivada de la famosa palabra, manía.
Intento ‘pre-venir’ y pongo exquisito cuidado en mis textos, procurando evitar concluir mis correos con un ‘rabazo’ en lugar de abrazo, porque tengo una diversión nueva, cambiar el orden de las letras y conseguir otros significados. Aun así, ante el temor de que mis familiares o amigos las descubran y me encierren en un manicomio –otra derivación de manía–, sigo escribiendo estas y otras teorías con tinta invisible.
Estoy contenta tras ‘releer’ este escrito; me satisface comprobar que apenas tengo manías, salvo uno o ‘dos-cientos’ factores que así pudieran indicarlo.

Ángeles Sánchez Gandarillas 

MANÍAS

LAS MANÍAS
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            Paquita disfrutaba de un sabroso café en compañía de su amiga Julia.
            –¡Ay, Paquita!, lo que más me gusta de tu casa es lo cómoda y práctica que es. Aunque eso sí, para mis nervios, no podría estar con este batallón de gente que tienes todos los días a comer. Estoy segura de que yo no lo podría soportar. Por cierto, mañana toca el café en mi casa, pues Manolo, mi marido, como bien sabes, solo viene a casa los fines de semana.
            Paquita compró unas pastas y, toda emocionada, se dirigió a casa de su amiga Julia.
            –Por cierto –se decía a sí misma–, estoy pensando que nunca he estado en su casa y por fin la voy a conocer.
            Al llegar a la puerta de su piso, 2º A, vio una bombona de butano –por llamarla de alguna manera, ya que la bombona estaba ataviada con un vestido de vichí acabado en dos volantes.
            –¡Caramba –pensó–, qué cosa tan curiosa! Si parece una flamenca en la Feria de Abril.
            Pulsó el timbre y, al poco tiempo, su amiga le abrió la puerta.
            –¡Espera, espera! ¡Por favor, descálzate! –y poniendo dos grandes bayetas en mis pies, me invitó a pasar, aunque yo diría que, más bien, a patinar. ¡Jesús, qué miedo!, yo, que aun de niña era torpe haciendo filigranas por el pasillo.– Lo primero, quiero que conozcas a mi jilguero Periquín, que es como uno más de la familia.
            Pasamos a un amplio salón que comunicaba con una terraza. ¡Cataplás! Caí patas arriba. No reparé en aquellos transparentes cristales, ¡menuda leche que me di! A Periquín apenas se le veía en su jaula, forrada en grandes puntillas, hecha a ganchillo por su dueña. Las alfombras del salón eran persas auténticas, pero, para no pisarlas, tenían encima otras, de los chinos. Los sofás, plásticos transparentes, como si de comida envasada se tratara.
Salimos a la cocina:
            –¡Mira, mira! Todos mis electrodomésticos son de Alemania, que son los mejores que hay –todo forradito y con sus correspondientes puntillitas–. ¡Ah, no te extrañe el frutero! Las frutas son de cera, eso sí, muy logradas; las de verdad atraen mucho a las hormigas.
            Julia, mirando fijamente a su amiga, explicó:
            –Mira, estoy pensando que el café nos lo tomamos en la cafetería de abajo, así no mancho la cocina.
            Bajando por la escalera, Julia me susurró al oído:
            –¡Vaya unas vecinas más maniáticas que tengo: no paran de limpiar!

Mari Carmen Bengochea Santovenia ©

MANÍAS

MANÍAS
Historia de una escalera… oscura.
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Era lunes y Marta había decidido esa tarde comprar unos zapatos. Se preparó para coger el coche y acercarse a su tienda favorita. Le comentó a Inés, su compañera de trabajo, detalles emocionantes sobre las compras que tenía pensado realizar.
Inés le hizo un encargo. Se trataba de entregar unos medicamentos, para unas tías muy ancianas que vivían en la ciudad. En el paquete estaba la dirección de entrega; la calle era muy conocida y pensó que, una vez aparcara el coche, cerca de dicha zona, entregar el paquete sería sencillo.
Salió del coche y se encaminó al edificio, de cinco plantas. Llamó al portero automático y una señora muy amable le respondió y comentó que le esperaban con la puerta abierta, para evitar confusiones sobre aquella a la que debía llamar, pues carecía de letra.
Entró en el portal. La luz estaba encendida y se dispuso a subir las escaleras. Casi nunca subía en ascensor; tenía claustrofobia, y aquel le pareció tan viejo y tétrico que no quiso ni acercarse.
Empezó a subir las escaleras y, al llegar a la altura del segundo piso, o eso creyó, la luz se apagó y quedó totalmente a oscuras; no entraba nada de claridad, no había ventana alguna, estaba todo negro, negro…  
Le entró pánico; estaba desorientada; empezó a arrepentirse de no haber tocado la tecla de la luz cuando entró.  
Solo tenía preguntas y ninguna respuesta:
–¿Intento subir o bajar las escaleras?
–¿Alguien abrirá una puerta?
–¿Entrará alguna persona al portal y encenderá la dichosa luz?
Empezó a mostrarse inquieta, muy inquieta. Pasaban los minutos y seguía en el mismo sitio, inmovilizada; no sabía qué hacer ni cómo moverse; recordaba el ascensor y tenía pánico a caerse por el hueco.
Pensó que lo mejor era ponerse a cuatro patas en la escalera e intentar subir ayudada por sus manos, para controlar los escalones. Seguía angustiada por la situación, pues avanzaba muy lenta; desconocía el número de escalones y si, al llegar a un descansillo, debía dirigirse a la derecha o a la izquierda.  
Y seguían las preguntas:
–¿En qué piso estaré?
–¿Se abrirá alguna puerta?
–¿Si alguien aparece y me encuentra de esta guisa, qué pensará?
–¿Seré capaz de explicar por qué estoy reptando por el suelo?
Sudores, palpitaciones. El corazón me latía con tanta rapidez que no era capaz de relajarme y continuar la escalada. Llegué a sentir miedo, pues en el edificio no se escuchaba nada, silencio total. Por un momento, llegué a pensar que me había equivocado, que allí no vivía nadie, que estaba sola y nadie me ayudaría.
Inicié el ascenso y así logré llegar al último piso. En ese momento se abrió la puerta y apareció la anciana, que imaginé que era la que me había hablado por el portero automático.  
Me incorporé lo más aprisa que pude, para evitarle el espectáculo de verme tirada en el suelo y ser capaz de explicar la tardanza, sin dar muchos detalles.
–Buenas tardes. ¿Eres la amiga de mi sobrina?
–Sí. Buenas tardes.
–Estaba preocupada, pues has tardado tanto en subir que no sabía qué pensar.
–Siento la tardanza, pero, justo cuando iba a entrar en el portal, me encontré a una conocida y estuvimos charlando un rato; nos despedimos y subí lo más rápido posible, sin problemas.
Le entregué el paquete, me despedí y bajé tocando la luz en cada piso. Por fin, llegué al bajo, abrí la puerta y salí a la calle. Fue una sensación indescriptible: luz, claridad…
Me senté en una terraza, pedí un café, encendí un cigarro y traté de relajarme. Las piernas aún me temblaban.  
En ese momento, alguien me llamó y, al girarme, vi a una amiga que se acercaba. Se sentó y empezamos a hablar.
–Tengo que contarte algo que me acaba de pasar en una escalera...
Las carcajadas eran tan ruidosas que la gente se volvía a mirarnos.

Nieves Reigadas ©

MANÍAS

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            Aunque suene inmodesto por mi parte, he de reconocer que soy una de esas personas que jamás han tenido manías. Y sinceramente, creo que es mala suerte y no buena, porque, al no tenerlas yo, me afectan más las de los otros y me resulta insufrible tenerlas que soportar. He llegado a la conclusión de que habría sido mejor tener algunas, aunque fuera poquitas, como cualquier otro mortal, para que mi vida fuera más placentera. Sufrir las manías ajenas es un suplicio. No puede uno ni imaginarse, por ejemplo, lo que llega a ponerme de los nervios cuando alguien tiene la manía de dejarse una luz encendida. Es que no lo puedo soportar. Las luces están para iluminar cuando no se ve sin ellas, ¿no? Entonces, si no queda nadie presente, no hay nada que ver; y si no hay nada que ver, ¿qué demonios pinta una luz encendida? ¡Es que hay que ser del género tonto! Me altera, de verdad, y después me paso el día con taquicardia y renegando de toda la especie humana.
            La gente es que tiene cosas muy raras. Otra manía que me saca de quicio es la de colocar de cualquier manera los altavoces de los equipos de música, sin tener en cuenta que la distancia del oído izquierdo al altavoz izquierdo ha de ser la misma –y ojo: cuando digo la misma digo la misma– que la distancia desde el oído derecho al altavoz derecho. No más o menos, no: ¡la misma! ¿Acaso tenemos una oreja más adelantada que la otra? Pues entonces, ¿tan difícil es entender que, si no, la música tardará más en llegar a un oído que al otro y no sonará bien? El cerebro se desconcierta y uno puede acabar con esquizofrenia, ojito con eso. ¿Qué culpa tengo yo si mis dos orejas son iguales? Vas a casa de un amigo y te dice que te sientes en esa butaca, que ha comprado un disco fabuloso y lo va a poner. ¡Y lo tienes que escuchar con la cabeza ladeada, de forma que una oreja esté más adelantada que la otra! Eso o te has de levantar y andar tanteando por la estancia, de un lado a otro, hasta encontrar el sitio que compense la pésima disposición de los altavoces. ¡Y todo por sus puñeteras manías de no colocarlos bien! Es increíble. Después, me paso el resto del día con mareos y hasta vértigos. Claro, me han desconcertado el cerebro.
            Ahora bien, sin duda, ningún escenario ofrece ejemplos más jugosos de manías que la vida conyugal. Las mujeres (sobre todo las casadas) están llenas de manías, como todo el mundo sabe. A veces, sin ir más lejos, me encontraba yo en el preciso punto geométrico equidistante entre los dos altavoces del salón de casa (lo tenía marcado con una cruz pintada en el suelo para no tener que sacar la cinta métrica e ir calculando cada vez que iba a escuchar un disco), disfrutando, con prístina claridad estereofónica, de los celestiales arabescos del concierto para violín de Beethoven, sintiendo en mi cuerpo la ingravidez propia de los momentos justos anteriores a la iniciación de una levitación, cuando mi trance fue súbitamente interrumpido:
            –Cariño, cariño, mira: acabo de encontrar por Internet una receta asturiana de los bollos preñaos.
            Quien no lo ha padecido, no puede ni imaginarse el latigazo que una frustración así representa para el sistema cardiovascular: semejante a un coitus interruptus, pero musical; o sea, peor. Afortunadamente, ya desde pequeñito, adquirí el hábito de tener siempre a mano una serie de fármacos cardiorreguladores que me ayudan en casos semejantes. De verdad os lo digo: sólo una persona normal como yo, que no tiene manías, puede saber lo que se sufre con las de los demás.
            Otra que tal, que también me trae de cabeza: las mujeres tienen la perversa obsesión maníaco-compulsiva de encender lámparas interpuestas entre la pantalla del televisor y el ojo del observador, o sea yo. A ver si nos entendemos: si colocas una fuente de luz entre tu retina y el objeto a observar, esa luz necesariamente, obligatoriamente, te va a deslumbrar, y tus ojos tendrán que hacer un esfuerzo adicional de adaptación que conducirá, a la corta o a la larga, a lesiones en la retina que podrían acarrearte incluso la ceguera. Pocas bromas con las luces interpuestas entre el ojo y el televisor. ¿Y qué se puede hacer con una mujer maníaca que quiere dejarte ciego? He considerado varias opciones, pero todas entrañan cadena perpetua revisable; así que sigo dándole vueltas.
            Una nefasta costumbre, muy extendida entre casi toda la población maníaca que me rodea –y ésta afecta tanto a hembras como varones–, es la insufrible práctica de no colocar los cuadros como Dios manda. Vamos a ver: si yo en mi casa tengo un nivel de albañil con el que compruebo regularmente la exacta horizontalidad de todos los cuadros –y ojo, que cuando digo exacta digo exacta, con la burbujita de aire bien quieta en el centro del visor–, si yo puedo hacerlo, ¿por qué no pueden hacerlo los demás? Es insoportable, de verdad. Por culpa de esas manías ajenas, me paso la vida equilibrando cuadros. ¡Es que no puedo, no puedo verlos torcidos, es superior a mí! Toda esa gente está enferma, por favor. En los colegios –o mejor aún, en las guarderías–, lo primero que deberían enseñar a los pequeños es a colocar bien los cuadros, para no ir después por la vida causando traumas a los que somos normales.
            A mí no me gusta comer fuera de casa. No, no, en la mesa es donde más afloran las manías de la gente. Yo, cuando me invitan a comer, en lo primero que me fijo es en que las lámparas del techo nunca –y cuando digo nunca digo nunca– están bien colocadas con respecto a la mesa. Hasta un niño lo puede entender: la vertical del punto central de la lámpara debe recaer exactamente donde se cruzan las dos diagonales del rectángulo que forma la superficie de la mesa. La única forma –insisto: la única– de hacer esto con propiedad es como lo hago yo en casa, y si yo puedo, puede cualquiera. La cosa es fácil: has de comprar una plomada, que cuelgas del punto central de la lámpara. Al mismo tiempo, has de dibujar las dos diagonales de la mesa, y entonces vas desplazando la mesa hasta que la plomada quede justo encima de donde se cruzan las dos diagonales. Así la lámpara estará situada exactamente donde debe, y no caprichosamente, al libre albedrío de cualquier maníaco con la mente por desarrollar. Luego, una vez bien colocada la mesa bajo la lámpara, el resto es irrelevante: las sillas y todo lo demás se colocan como venga, pero lo importante es que la lámpara esté bien centrada. ¿A que parece de cajón cuando os lo cuento? Pues punto. No hay más que hablar sobre el particular.
            Y ya, el colmo de los colmos, la madre de todas las manías de la gente, lo que verdaderamente me acarrea noches de insomnio, son las manos. Quiero decir, la manía de todos –y cuando digo todos digo todos– de no lavarse las manos adecuadamente. Sólo los cirujanos se salvan, y eso mientras no salgan del quirófano, que si no, son igual que los demás. Cree la gente que con refregarse las manos con jabón bajo el grifo y secárselas luego está todo hecho. ¡Que no, por favor, que no! ¡Qué disparate, Dios mío, y mira que tener que explicar esto! ¿No se dan cuenta de la enorme cantidad de bacterias que se agazapan bajo las uñas? ¿Por qué creéis que las mujeres se pintan las uñas? –dicho sin ánimo de ofender, ¿eh?, pero las cosas como son–. Obviamente, para que no se les vea la colonia de organismos peligrosísimos que transportan escondidos bajo ellas, aprovechando la cobertura de los pintaúñas. Sepulcros blanqueados son las uñas de las mujeres –bueno, en este caso sepulcros colorados, pero da igual; se me pilla la onda, ¿verdad?–. ¡No, no, no puedo con eso! Yo siempre insisto en que, después de lavarse las manos dos veces –dos: una para un lavado de primer ataque, por así decirlo, y otra para un lavado fino, donde se elimina ya cualquier resto que hubiera podido quedar del primero–, luego hay que tener siempre a mano un cepillito a cuyas cerdas hay que añadir algo de jabón, y con él cepillarse bajo las uñas, con la precaución de contar hasta veinte en cada dedo, sin prisas –un, dos, tres, cuatro…– a ritmo de allegretto ma non troppo. Lleva un ratito, pero es necesario eliminar esa cohorte de organismos parásitos escondidos bajo las uñas, no es asunto para tomárselo a broma.  
Yo, en particular, sufro muchísimo cuando alguien me da la mano, porque, naturalmente, la gente utiliza la misma mano para un sinfín de actividades que vete tú a saber. ¿Cómo sé yo qué ha tocado antes el que ahora me estrecha la mano? ¿Cómo sé yo lo que estoy pillando? ¿Cómo voy yo por el mundo después con esta mano, que a saber lo que me han pasado? Un horror. De verdad, cada vez que alguien me estrecha la mano, lo paso muy mal, y luego la llevo en ristre para no tocar nada, y la gente pensando que soy un sarasa. El otro día un gracioso, al verme andar con la mano así, me dijo que si había perdido el bolso. La ignorancia es muy atrevida.
Para acabar y para que nadie piense que les tengo manía a las mujeres, os contaré otra de hombres, que es igual de espantosa: se trata del muy generalizado ritual seguido por la muchedumbre varonil de aprovechar el periódico y necesario alivio de la vejiga —o sea: mear– para hacer prácticas de tiro. El ritual consiste en no colocarse jamás pegadito al retrete, sino a cierta distancia, desde la cual se hace un cálculo mental del ángulo que hay que imprimir al proyectil urinario para que adquiera la precisa trayectoria parabólica que acabe en la taza del váter. Y claro, como el vulgo anda mal en las labores de cálculo, suele fallar, y los alrededores de los retretes parecen un bebedero de patos. ¿Y qué pasa cuando los alrededores están ya imposibles de transitar? Pues que cada nuevo usuario se ve obligado a calcular trayectorias parabólicas cada vez más alejadas, con lo cual el resultado es el previsible empeoramiento de la situación. Es una manía enfermiza esa que tienen de mear a distancia, y los que estamos bien somos unos incomprendidos.
Sufro mucho, muchísimo, con las manías de la gente. Sin ir más lejos, ahora llevo ya unos meses teniendo que aguantar a la enfermera esa tontalculo que siempre lleva la bata mal abrochada, que no hay forma de que me traiga el Prozac a la hora que toca. ¿No ha dicho el médico que a las cuatro? Pues las cuatro son las cuatro cero cero, aquí y en Sebastopol. No las cuatro menos un minuto ni las cuatro y dos minutos. Las cuatro son las cuatro, coño, ¿tan difícil es de entender? Es la puñetera manía de la impuntualidad. Yo creo que lo hace a propósito; si no, no lo entiendo. A ver, es tan sencillo como esto: sostienes el Prozac en una mano y el vaso de agua en la otra, miras el reloj y, cuando la manecilla está a punto de saltar a las cuatro cero cero, ¡plas!, entras en la habitación y me lo das. Sencillo, ¿verdad? ¡Pues no! Hay que entrar o un poco antes o un poco después, la cosa es jorobar. Y a mí me entran unas palpitaciones que es que me va a dar algo. Menos mal que, cuando me dé, estoy en el sitio adecuado, porque, a este paso, voy a acabar mal, me lo veo venir.
            En fin, voy a dejarlo aquí porque me estoy poniendo muy nervioso y el médico me ha dicho que no me excite, que me puede subir la presión arterial y que, como sabe que, desde siempre, me la controlo yo mismo cada hora desde que me levanto hasta que me acuesto, luego me pongo fatal.
            Me voy a la cama, que, por cierto, estos incompetentes del centro me la tienen colocada orientada al norte, y eso es insufrible. Todo el mundo sabe que las camas han de estar orientadas al este, como es debido, porque así el flujo magnético de la tierra se alinea con las líneas electromagnéticas que fluyen en nuestro cerebro. De lo contrario, los flujos magnéticos de la tierra y del cerebro entran en colisión y de ello se pueden derivar divagaciones mentales que pueden llevar incluso a la locura, ¿eh?; además de no dejarte descansar bien. Como me tienen la cama orientada al norte y yo he de dormir con la cabeza orientada al este, pues me veo obligado a acostarme atravesado, y como entonces me falta cama, he de doblar las piernas y dormir toda la noche en posición fetal. ¡Qué se le va a hacer! Y encima tengo que aguantar comentarios estúpidos de las enfermeras, que las veo yo que se hacen gestos entre ellas como para decirse que estoy grillado. Tontas del culo, eso es lo que son. Y no hay más que decir sobre el particular.
            Hala, buenas noches, que nos van a apagar la luz y eso es a las diez; es decir, en cuatro segundos, tres, dos, uno… No hay manera, otra vez tarde. ¡Están enfermos!  


José-Pedro Cladera ©