MANÍAS
Heredé
de Andrea su carácter jovial y risueño. También algo de su filantropía, y
fuimos de la mano en el amor por los libros.
Resultaron
los libros el antídoto contra su
depresión. Recuerdo, sobre todo, El florido
pensil. Al principio, recelosa, la escuchaba desde el pasillo; pero como
ella, cada tarde, después de la siesta, leía y reía con una risa sana y
contagiosa, decidí entrar y acurrucarme a su lado. La escuchaba, embelesada, cómo
exponía los problemas de matemáticas; sobre todo, el número 234: “Esta tarde,
de camino a casa, vayan recogiendo piedras del camino. Cuando lleguen a casa, vayan formando grupos de seis; después, formen
decenas; luego, docenas. ¿Cuántos grupos han logrado de cada categoría? ¿Y
cuántas piedras han recogido en total? Y después añadía sus comentarios de
madre… ¡Y claro, así llegaban: con los bolsillos agujereados…; las manos y uñas,
de jornalero…! Y je,je,je. “¡Ahora bien” –añadía ella–: “el subjuntivo lo
aprendieron que daba gusto!”… ¡Y je,je,je!
Yo
me enganché al libro. Me aprendí muchos de los problemas de memoria y fui
enunciándolos a mis amigas, y ellas se enamoraron, también, de El florido pensil. De tanto prestarlo,
perdí su rastro.
Una
tarde sí y otra también, mi madre me exigía el libro –pensé que podía, incluso,
recaer en la enfermedad, tal era su obsesión.
Y pasé miedo.
Han
pasado ya treinta años. Ella se ha hecho con la colección de todas las tiras de
Mafalda.
Aprovechando
sus risas, juegos y carantoñas con el nieto, así como quien no quiere la cosa, le pedí el nuevo tesoro. Su ¡no!
agrietó el suelo. Reculé con miedo; su
mirada era un cuchillo. El nieto se echó a llorar: el grito le horadó los
oídos; las uñas, como garras de león, le arañaban los deditos.
–¡Jamás
gozarás de las tapas asedadas de este libro, del aroma embriagador de sus
hojas, ni saborearás las enseñanzas pedagógicas de Mafalda! –y con el libro
apretado contra el corazón, se encerró en su habitación. Sabía que no abriría la puerta mientras yo
permaneciera en su casa.
–¡Me
debes una! –dije, sollozando, junto a la puerta.
–¿Qué
es lo que te debo? –dijo con voz de ogro, abriendo la puerta de golpe.
–¿Te
acuerdas cuando regresamos desde Durango para que dejaras de sufrir con tu ‘¿habré desenchufado la plancha?, ¿habré
recogido la tabla?, ¿habré desconectado el cable…?’ –Estabas tan feliz cuando,
ya en Vitoria, encontramos todo en orden, que me besaste y me dijiste: “¡Hija,
te debo una!”
Sus
ojos se humedecieron; mas sus dedos, nervudos, se aferraron más al libro.
–Te
sigo debiendo una.
Agosto
fue un mes de luto. La atmósfera se presentó tristísima; luego, grisácea. Había
perdido a dos tíos muy queridos.
Noviembre
quiso imitar a agosto: las nubes, negras, envolvieron mi corazón. Acudí con mis padres a la misa por el alma de
mi ‘tío’ y ‘salvador’ Esteban. Tantas veces me ha referido mi madre, Andrea, la
intervención milagrosa de Esteban en mi apendicitis, peritonitis, obstrucción del
íleon, sus visitas a la UCI del hospital de Basurto de Bilbao, que siento que
respiro gracias a él. También me siento muy amada, porque durante años me ha
repetido: “Tu salvación fue y es lo mejor que me ha sucedido en la vida”…, “y
que tus bracitos de osita amorosa me sigan abrazando”.
“Sé
que, algún día, heredaré parte de su fortuna, y quién sabe qué no acariciaré…”
San Vicente de la Barquera, a
17 de diciembre de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario