Una
vez tuve quince años y, al regreso del viaje de estudios a Palma de Mallorca,
volví cambiada. De ser algo tímida, pasé a todo lo contrario. En ese viaje,
conocimos a unos niños de Zaragoza en el barco, destino Palma, que, al igual
que nosotras, iban de viaje de estudios. Al estar lejos de casa, me sentía sin
ataduras; sobre todo, sin monjas, ya que, por votación, elegimos que nos
acompañaran en el viaje dos profesoras enrolladas, la señorita Mari Carmen, de
Francés, y la señorita Mari Cruz, de Matemáticas, ambas muy jóvenes. Pues eso,
que me solté, me volví comunicativa y abierta. Con mis compañeras ya lo era,
pero con los niños no, me cortaba. ¡Ah, pero con los maños fui diferente!
Los
quince días que estuvimos fueron geniales. Coincidíamos con ellos en casi todos
los sitios: Manacor, Cuevas del Drach, Valldemosa, etc. Noches en la terraza
del Hotel de Palma, en el Arenal, todos juntos, riendo y tocando la guitarra,
con las seños, vigilantes a la par
que divertidas. Luego la despedida en el aeropuerto, destino Bilbao nosotras y
Zaragoza ellos. Nos dimos direcciones y teléfonos para intercambiarnos
fotografías. ¡Qué gratos recuerdos conservo en la memoria!
Ese
mismo año, último del colegio, mi amiga M.C. y yo conocimos a dos niños en la
cafetería Kioto, que estaba debajo de mi casa; la frecuentábamos los viernes
por la tarde. Ellos eran del Colegio Gaztelueta. Iban con sus uniformes,
pantalón gris marengo, camisa blanca, corbata azul marino y rayas blancas,
jersey de pico azul y americana azul marino con el escudo del colegio bordado
en el bolsillo superior. Nosotras, con nuestro uniforme pichi de cuadros verde
oscuro y granate, falda tableada, camisa blanca, jersey verde de pico y trenca
verde. De esa guisa nos conocimos los cuatro tiernos infantes. Ellos hacían
tiempo, en la cafetería, hasta que llegara el autobús hacia Bilbao desde Las
Arenas.
A lo
tonto, se acercaron y comenzamos a hablar. Uno se llamaba A. El otro, J.M. Y
así continuaron, más y más viernes. A. y yo conectamos, y mi amiga, con J.M.
Acudíamos a los llamados guateques, en la casa de J.M., en los que sus padres
estaban presentes en otro salón contiguo. Otros fines de semana íbamos al cine;
yo, con A. La primera película que vi con él fue El bueno, el feo y el malo. ¡Qué nerviosa estaba la noche anterior,
con mis mariposas volando por mi estómago! Le gustaba mucho el cine documental
y de cortometrajes, así que acudimos al festival que se celebraba una semana de
noviembre en Bilbao. A. salía del cine entusiasmadito, lo vivía, lo comentaba
sin parar; me llegó a gustar a mí también; ya veía el cine de otra manera,
analizaba las películas desde entonces. Luego me acompañaba a la parada del bus
de Las Arenas, donde nos encontrábamos con mi amiga y J.M.
Otros
fines de semana, A. se iba a Zarautz, a hacer surf –demasiados, diría yo, ¡QUÉ
ABURRIMIENTO!– Hasta que me cansé y una tarde, ni corta ni perezosa…, le llamé
por teléfono y le puse –creía yo– en una encrucijada:
–¿El
surf o yo?
Su
respuesta:
–El
surf.
En ese
momento, se acabó para mí A. Las pequitas graciosas en su nariz me parecieron
enormes; su sonrisa a lo Dustin Hoffman, ni parecida. Además, ¡si es bajito!, medimos
casi lo mismo. ¡Si a mí me gustan altos, no enanos!
Así
terminó mi primera ilusión. Hoy en día, aquel niño es A.G.O., director y productor
de cine documental y cortos, además de fundador de Mare FILMS. S.L.
El
surf tuvo la culpa de todo… Quién sabe, si no es por las olas de Zarautz, si a
lo mejor yo estaría en la alfombra roja y posando ante un fotocol, divina de la muerte, enfundada en un vestido de Caprile –por
ejemplo– junto a A.G.O. Eso sí, sin zapatos de tacón, ya que, por un conocido
común, me dijo que, de estatura…
Ana
Pérez Urquiza ©
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