Desde que soy pequeña, he escuchado que,
si no sabes definir o explicar algo, realmente no sabes lo que es. Todavía
recuerdo cómo, a mis seis años, en la clase de Lenguaje, intentando definir amigo, yo sabía qué era perfectamente
pero no encontraba las palabras, y mi profesora de aquella asignatura, Yolanda,
dijo, mirándome atentamente, “si no lo sabes definir, no sabes lo que es”. Y me
dio muchísima rabia, porque no es cierto del todo esta afirmación.
¿Quién me puede definir libertad, paz, amor, felicidad…? Seguro que, si hago una
encuesta, todo el mundo me daría SU DEFINICIÓN; pero no sería igual que si
mandara definir mesa, por ejemplo,
porque aquellas palabras son diferentes para cada persona, y eso no quiere
decir que sea malo o incorrecto, simplemente que hay cosas que dependen de
nuestros sentimientos, educación; de nuestras experiencias, en definitiva.
Si yo tuviera que definir el amor, pediría
ayuda al creador de las palabras. Todavía recuerdo el día en que escuché hablar
de “El creador de las palabras”, un ser atemporal, el cual era capaz de crear y
poner nombre a lo que los humanos no podían explicar. Cada mañana, como era
costumbre, se despertaba temprano para poder disfrutar del amanecer según
Sebastián, que así se llama. Ese es el momento cuando se puede escuchar mejor la
naturaleza (si eres un ser paciente y observador): cómo se despide la noche del
día, cómo los sueños se esconden detrás de cada estrella para ser utilizados a
la noche siguiente y cómo la madre naturaleza da los buenos días a
los seres humanos.
Después, simplemente dejaba la puerta
abierta para que todo aquel que necesitase su ayuda entrase y, sin más, hablase.
Después esa persona se iría y, antes de despedirse, Sebastián le diría “Eso que
me cuentas se llama…”, y así esa persona encontraba la pregunta que ni siquiera
había notado que hacía.
Y aquí me hallo, frente a esa puerta
entreabierta, para charlar con Sebastián. La cruzo y huele a café recién hecho
mezclado con toque de chimenea encendida. Llego al salón y allí me espera un
sillón vacío, una mesa con dos tazas de café humeantes acompañadas por un
azucarero de porcelana con más de alguna caída y el anfitrión de la casa
sentado en su vieja mecedora, con una gran sonrisa en forma de saludo.
Me echo un par de cucharadas en el café antes
de sentarme en el gran sillón de piel negro, me quito el gorro, el
chaquetón y espero a que él empiece a hablar. Comenzamos simple,
como cualquier conversación con alguien que hace tiempo que no ves: te veo bien…, todo
sigue igual…, y cuando menos me lo espero, me mira, carraspea y me dice:
–No tengo la respuesta que buscas, porque la tienes tú. ¿De verdad piensas
que no sabes qué es amar, o es más fácil hacer como que no lo sabes?
Le miré con los ojos llorosos y la
garganta seca, llena de palabras atascadas por salir, pero el silencio les ganó
la batalla. Respiré hondo, cerré mis ojos dejando que las lágrimas dibujaran un
sendero por mis mejillas y un suspiro las acompañara. Entonces, unos brazos
firmes pero temerosos me envolvieron, dejando que todo el peso del mundo que yo
misma me había cargado se deshiciera, mientras me susurraba…: El amor no entiende de prejuicios, pequeña
Paula; él simplemente existe o no.
Jezabel Luguera©
No hay comentarios:
Publicar un comentario