lunes, 25 de enero de 2021

EL CREADOR DE LAS PALABRAS

 


 

Desde que soy pequeña, he escuchado que, si no sabes definir o explicar algo, realmente no sabes lo que es. Todavía recuerdo cómo, a mis seis años, en la clase de Lenguaje, intentando definir amigo, yo sabía qué era perfectamente pero no encontraba las palabras, y mi profesora de aquella asignatura,  Yolanda, dijo, mirándome atentamente, “si no lo sabes definir, no sabes lo que es”. Y me dio muchísima rabia, porque no es cierto del todo esta afirmación.

¿Quién me puede definir libertad, paz, amor, felicidad…? Seguro que, si hago una encuesta, todo el mundo me daría SU DEFINICIÓN; pero no sería igual que si mandara definir mesa, por ejemplo, porque aquellas palabras son diferentes para cada persona, y eso no quiere decir que sea malo o incorrecto, simplemente que hay cosas que dependen de nuestros sentimientos, educación; de nuestras experiencias, en definitiva.

Si yo tuviera que definir el amor, pediría ayuda al creador de las palabras. Todavía recuerdo el día en que escuché hablar de “El creador de las palabras”, un ser atemporal, el cual era capaz de crear y poner nombre a lo que los humanos no podían explicar. Cada mañana, como era costumbre, se despertaba temprano para poder disfrutar del amanecer según Sebastián, que así se llama. Ese es el momento cuando se puede escuchar mejor la naturaleza (si eres un ser paciente y observador): cómo se despide la noche del día, cómo los sueños se esconden detrás de cada estrella para ser utilizados a la noche siguiente y cómo  la madre naturaleza da los buenos días a los seres humanos.

Después, simplemente dejaba la puerta abierta para que todo aquel que necesitase su ayuda entrase y, sin más, hablase. Después esa persona se iría y, antes de despedirse, Sebastián le diría “Eso que me cuentas se llama…”, y así esa persona encontraba la pregunta que ni siquiera había notado que hacía.

Y aquí me hallo, frente a esa puerta entreabierta, para charlar con Sebastián. La cruzo y huele a café recién hecho mezclado con toque de chimenea encendida. Llego al salón y allí me espera un sillón vacío, una mesa con dos tazas de café humeantes acompañadas por un azucarero de porcelana con más de alguna caída y el anfitrión de la casa sentado en su vieja mecedora, con una gran sonrisa en forma de saludo.

Me echo un par de cucharadas en el café antes de sentarme en el gran sillón de piel negro, me quito el gorro, el chaquetón  y  espero a que él empiece a hablar. Comenzamos simple, como cualquier conversación con alguien que hace tiempo que no ves: te veo bien…,  todo sigue igual…, y cuando menos me lo espero, me mira, carraspea y me dice:

–No tengo la respuesta que buscas, porque la tienes tú. ¿De verdad piensas que no sabes qué es amar, o es más fácil hacer como que no lo sabes?

Le miré con los ojos llorosos y la garganta seca, llena de palabras atascadas por salir, pero el silencio les ganó la batalla. Respiré hondo, cerré mis ojos dejando que las lágrimas dibujaran un sendero por mis mejillas y un suspiro las acompañara. Entonces, unos brazos firmes pero temerosos me envolvieron, dejando que todo el peso del mundo que yo misma me había cargado se deshiciera, mientras me susurraba…: El amor no entiende de prejuicios, pequeña Paula; él simplemente existe o no.

 

Jezabel Luguera©

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