Me
encanta el jamón, el bueno, el pata negra, como a todos, claro; o casi todos,
porque luego están los especialitos. Bien, pues de patas voy yo a hablar. En
primer lugar, de la que metí comprándole a mi maridito una por nuestro
aniversario. Era mala; no, malísima, y lo peor es que nos la comimos. Al poco
tiempo fue su cumpleaños y decidí resarcirme y le regalé otra en condiciones.
¡Ésta si que está buena!
Queda
claro que el jamón me gusta; pero más que el jamón, mucho más, me gustan los
negocios. Cada vez que tengo una idea, no pasa mucho tiempo hasta que alguien
la lleva a cabo. No todas me interesan, así que claramente las dejo pasar. ¡Hay
tantas cosas por hacer!
Aquí
va la última idea, ¡buenísima!, por si alguno la quiere. Va de jamón. Cortaba Óscar,
entusiasmado, su regalito de cumpleaños, súper concentrado, cuando, en un
descuido, pesqué un trocito –sin muy buena pinta, por cierto, porque tenía lo
que yo creo que era un poco de tendón– y me lo metí en la boca. Masticaba y mis
papilas gustativas saltaban de alegría. Lo mejor es que nunca se acababa, era
un chicle de ibérico. ¡Imaginaros! Supersaludable, sobre todo por las
endorfinas que segrega el que lo disfruta. ¿Que te entra hambre a media mañana?:
te tomas un chicle. Mismo sabor, menos calorías. No produce caries. ¡Lo tiene
todo! No es goma de mascar con esencia de jamón, como las patatas fritas. No,
tiene que ser auténtico: ternilla, como la que yo tomé, con saborcito que dura
y dura.
Ahora
maquino dónde lo pueden vender. Será difícil encontrarlo. A lo mejor lo tiene
Tinita. Seguro que en el Duty Free de la T4.
Almudena Pascual©
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