Ayer
noche soñé que volvía a Farö. Este sueño me desconcierta y me pregunto por qué acude
una y otra vez a mi mente mientras ésta está tranquila y descansada.
De
repente, llaman a la puerta y abro pensando que es mi marido que se ha dejado
algo antes de coger el coche para irse a trabajar; pero estoy equivocada,
porque una cabeza totalmente pelirroja hace aparición delante de mis dormidos
ojos. Es el cartero. Me entrega un paquete cuadrado, atado con unas cuerdas finas
de color paja marrón. La verdad es que está un poco maltrecho y me quedo mirándolo
sin entender demasiado qué puede contener. No he pedido nada online y a Marcos, mi marido, no le
gusta comprar por internet. Le doy las gracias y cierro la puerta, que por cierto
sigue atascada y tengo que darle un golpe tremendo para lograrlo.
Rompo
las varias capas de papel en que va envuelto y me encuentro con un cuaderno
gris. Mis ojos se posan en la portada, con un título que casi me para el
corazón: Hav. Las manos me tiemblan
tanto que casi no puedo sostenerlo. Lo abro, y dentro hay dos fotografías: una,
de la casa donde viví de pequeña, llamada Hav,
océano, pintada en añil eléctrico,
con los marcos de las puertas y ventanas en blanco; un espléndido jardín frente
a los acantilados de Farö rodea la mansión de rosas y hortensias; la otra, de
una mujer rubia y ojos verdes, refleja de inmediato su porte distinguido: mi
madre. Sólo había dos palabras escritas: “Te quiero”.
Hacía
muchos años que no nos veíamos. Nunca entendió mi embarazo a los dieciséis
años, ni tampoco yo entendí la obstinación por su nacionalismo. Discutimos y me
fui a vivir a Noruega. Allí crié a mi hija y me casé con Marcos. Era feliz,
pero el sueño, como una tormenta de verano, había vuelto una y otra vez hacía
unos meses. Mi isla, mi gente, mis padres y la preciosa casa donde crecí.
Sin
pensarlo, reservé un vuelo hacia la isla de Gotland. Cogí lo más indispensable
y lo metí en una bolsa de viaje. Pedí un taxi, que me llevó al aeropuerto en
una hora. Mi vuelo salía en pocos minutos. Una vez sentada en el avión y antes
de despegar, llamé a Marcos contándole lo del cuaderno gris y que me iba a la
isla. Marcos lo comprendió de inmediato.
Cuando
llegué, me dirigí inmediatamente a coger el ferry.
Farö está situada a un par de millas de la costa de Gotland. La brisa del mar y
el olor a sal, con los campos de raukar emergiendo
del bravío mar, me inundaron los ojos de lágrimas. Dos minutos bastaron para
llegar.
Sabía
quién me había enviado el cuaderno gris; sabía quién me estaría esperando en la
puerta de Hav.
La vi a lo lejos. Aunque
estaba muy mayor, seguía siendo preciosa y elegante. Una gran bandera ondeando
en lo alto del tejado distinguía su casa, mi casa, de las otras salpicadas de
alegres colores. Una vez leí, de muy joven, en un libro, una frase que nunca se
ha podido borrar de mi mente: “No hay peor asesino en serie que aquel que se
siente legitimado por una bandera”. Decidí desechar ese pensamiento.
Cuando, al final del camino que daba a la casa,
estuvimos una frente a la otra, ella dio el último paso y se acercó hasta que oí
su respiración. Me acarició la cara. Siguió mirándome hasta que, llorando, me
abrazó cálidamente, porque mi madre tenía escasa fuerza. Le rocé el cabello,
lleno de hebras blancas, con mis manos temblorosas y, al final, nos fundimos en
un abrazo.
Lo
había comprendido. Lo habíamos comprendido.
Mi primera vez. Ad aeternum…: para la eternidad.
Francis Cortés Pahissa©
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