Deambulaba por la estación, pero, en
mi fuero interno, estaba ojo avizor. Una pausa y hojeaba la escalofriante
carrera de Lewis  Hamilton; recuperaba
el  paso pausado. En las siguientes
páginas, aparecía el buen hacer de Fernando 
Alonso. De pronto, una figura atractiva apareció en la puerta giratoria:
una chica de poco más de veinte años, vestida de traje pantalón, color granate,
con las perneras embutidas en botas altas, tono beige. Se acercó a la taquilla,
moviendo su melena azabache. Percibí las palabras: York y return. Gesticulaba mucho y
le aclaraba su deseo al expendedor. A pesar de estar a mediados de octubre,
lucía una tez tostada, sin maquillaje. Mi mente, después de unas cábalas,
dedujo que era italiana o española, una universitaria que acudía a una
conferencia de Javier Marías, de Gabriel García Márquez o de José Saramago,
escritores muy queridos en Gran Bretaña. Al poco de marcharse mi diana, llegó
un chico bien parecido que tenía el mismo deje que mi guapa elegida.
            Pasé 
la mañana en el mercado (este sábado no tuve que buscar a mi víctima,
pues, por primera vez, ya la tenía). Paseando entre los distintos stands, saboreando las muestras de
quesos, me sentía pletórico. Compré un par de sandwiches de jamón cocido y dos latas de cerveza lager. A
las 15:30 h, ya estaba en el campo de fútbol: Grimsby contra el local y mi
favorito Scunthorpe. Los visitantes, según avanzaba el partido, lucharon como
jabatos. Salimos maldiciendo al árbitro por pitar un penalty inexistente, por expulsar a un jugador de nuestro equipo
por una falta que sólo él vio... Me quité la americana mojada, con cuidado de
no perder el  canto rodado que  guardaba en el bolsillo interior y
cubriéndome la cabeza con la revista deportiva. Me dolía la garganta, me había
desgañitado en el campo; entré en una cafetería para hacerme con un litro de
refresco de arándanos y, trago tras trago, apuré la mitad. El sandwich de tuna me templó las
mariposas del estómago; los ojos se me cerraban..., me pellizqué las mejillas.
Mi  reloj señalaba las 18h. Caminé, gozoso, hacia mi primera violación sexual.
            El panel me puso al tanto de la
frecuencia de llegada de los trenes: uno cada media hora.  No sé si se puede oler la hora, pero estaba
seguro de que ella llegaría en el de las 19h. No me fallaron los
sentidos: con pasos lentos, llegó. Sí, llegó, pero llegó acompañada del
morenazo que vi por la mañana. El líquido de los arándanos me manchó la camisa.
El temblor hizo que los dientes sangraran mis labios. Al salir por la puerta
giratoria, se dieron la mano y, con un adiós sonoro, cada uno optó por una
dirección contraria.
Ella aceleró el paso, quizás por otro chaparrón inminente,
mientras yo lamía los labios como hacen los perros. Su contoneo me excitaba y
aligeraba mis pies. Apresuró el paso; ¿me habría oído guardar la revista y su
roce con el mineral? Arreciaba la lluvia. Yo, con el puño derecho en alto, a
punto de dejarle KO. De golpe, abrió su paragüitas. Una de las varillas
me dio en el ojo: me paré de dolor y de temor; se me cayó la piedra letal, mi
excitación se esfumó. Comprobé que la herida estaba en la ceja derecha, pero,
bajo la penumbra, sólo vi unas gotas en los dedos. Corrí cual bestia herida. Llegué
a una bifurcación a la izquierda: nadie en Mary Street, ningún ruido en
la cerradura de la cancela, ninguna luz tras las cortinas de la gran casa. Era un cul de sac. Volví a  Doncaster Road; poco a poco, la
sangre volvía a irrigar mi cerebro.
¿Dónde la había perdido? Me pareció vislumbrar, a la derecha, un
zarzal de brujas...
                                                                 Isabel Bascaran

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