Se conocieron una noche de feria. Sevilla brillaba como
siempre.
Coincidieron en una de las casetas. Les presentó un
conocido común, pero apenas esbozó sus nombres. Volvieron las sevillanas, una
tras otra, los rebujitos y las manzanillas. Amaneció y el grupo había aumentado.
Apenas tuvieron tiempo de despedirse, pero los ojos de Curro se engancharon a
ella, y ella lo supo. Habían pasado la noche entre gente, pero aquello fue un
baile de dos. No podían separar sus manos.
Unos días más tarde, Tina estaba invitada a una corrida
en la Maestranza. Unas nubes negras presagiaban tormenta –las del mes de abril
impresionan.
Ya el olor al entrar por el patio de cuadrillas la dejó
impactada. Después de unos saludos convencionales, salió a buscar su sitio en
la plaza. Le habían reservado barrera. Olores y sonidos que desconocía, el
albero tan cerca… Sonaban pasodobles tocados por una banda que ella no veía,
situados por encima de su cabeza. Mantones multicolor en los tendidos. Público
expectante, bien vestido, en animadas charlas –entendió que eran taurinos–. De
pronto, sintió que el silencio más absoluto (solo logrado en Sevilla) le
permitió escuchar los trinos de los pájaros que sobrevolaban la plaza, hasta
que se escucharon con fuerza los clarines. Se abrieron unas puertas y una
explosión de color, de brillo, de sedas y monteras comienza a desfilar detrás
de los caballos, bellamente enjaezados y con trote ligero. Le parecen muchos,
entre toreros y banderilleros. No sabía que eran tres cuadrillas. El lujo
brillante de sus trajes y la armonía de sus andares la sobrecogen y la aturden.
Cruzan, majestuosos, el coso mientras rompen los aplausos; la música. Comienzan
los saludos entre ellos, deseándose suerte. Llega el templar de capotes, como
bellísimas alas de mariposa. Otro silencio y todos se retiran tras el
burladero, todos menos uno.
Nunca ha visto una corrida de toros y no sabe qué pasa a
continuación. Otro silencio, roto de nuevo por los clarines, y ve el primer toro de su
vida; solo se escucha el golpeteo de sus patas sobre el arenal. Se asombra de
su infernal carrera. Negro, enorme. El torero espera, ella tiembla. Él se luce
con el capote; banderillas, caballos, faena con la muleta. La amiga que la
invitó le va cuchicheando los entresijos de la faena. Disfruta de la danza
entre el hombre y el animal. Durante el giro de un peligroso muletazo, él la
descubre, la mira, y ella a él, y ambos se rompen. Y el toro lo nota.
Un
grito resuena en la plaza.
¡Nunca
olvidará los dos regueros de sangre!
¡Primera
y última!
©REMEDIOS LLANO
COMILLAS
JUNIO 2021

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