La niña había nacido a
orillas del río Garona. Nunca vio el mar, sólo en postales. En casa no tenían
televisor, porque decían que era una mala influencia. Vivía junto a su hermano
pequeño, Arnau, sus jóvenes padres y su querido abuelo, por el que sentía un
sentimiento de respeto y amor difícil de describir, en una cabaña perdida en lo
profundo del bosque, a los pies de esa capital pirenaica entre montañas,
naturaleza y ríos que es Vielha.
Le gustaba pasear por
sus calles, donde colgaban geranios de las balaustradas de madera, con una
explosión de colores que harían palidecer al mismísimo arco iris. Miró al cielo
y vio cómo unos tímidos copos blancos hacían su estreno, esa nieve pura que era
su fiel compañera. Desde tiempos remotos, los lugareños siempre decían que no
hay mes del año en que no caigan esos cristales transparentes en forma de
cellisca en invierno o con lenta suavidad una noche de verano.
Alzó los ojos y divisó
cómo el cielo estaba pintado de un añil brillante, lejos de la paleta de
distintos tonos de tintes azulados límpidos reflejados por el sol. Hoy no tenía
escuela y le pidió al abuelo que la acompañara al bosque a buscar caprichos
botánicos, como ella los llamaba. Recogió un gran ramo de orquídeas moteadas y nigritelas. Regresaron a la cabaña ya
oscureciendo, con el pelo y la ropa cubiertos por un fino manto blanco. Su
madre los esperaba en el portalón, riñendo al abuelo por consentírselo todo, y
mandó a la niña a bañarse, y la castigó sin postre para la cena.
Llegó la noche y,
después de conseguir por aburrimiento que le permitieran saborear unos coquilhons con mermelada de cerezas, se
fue a la cama y, como siempre, quiso que el abuelo la arropara.
–Abuelo, abuelo, ¿me
puedes contar el cuento de la niña que su abuelo era pescador?
–Pero, cariño, noche
tras noche te relato el mismo, y de eso hace ya una eternidad.
–¡Por favor, abuelo!
–Está bien –le contestó,
descartando otra finalidad:
Había una vez una niña a la que le gustaba sentarse en el llaüt de su padre en Port Lligat, mirando a la lejanía, donde el mar se
funde con el horizonte. Pensaba que quien no ha visto nunca el mar o no vive
cerca de él es una persona infeliz, sin vida. Un día, la niña fue a esperar a
su padre, como siempre hacía al caer la tarde, pero el padre no regresó. Ni al
otro, ni en los sucesivos. Su llaüt
no volvió a la cala de Port LLigat. Nunca se le volvió a ver. Su madre, su
gente, le dijeron que el padre ya no retornaría, porque el mar se lo había llevado.
La niña nunca lloró, sólo miraba el mar y su lejanía a la
misma hora, hiciese frío o lloviese, con la esperanza de volver a abrazarlo,
pero el padre… jamás volvió. A pesar de ello, muy en el interior de su corazón,
no estaba triste.
–Abuelo, abuelo, ¿por
qué la niña no estaba triste si ya nunca lo volvería a ver?
–Cariño, pues porque su
padre le había enseñado a amar el mar. Él sabía que estaba en el mejor sitio para decirle adiós a
la vida, para decir adiós a todo lo que dejaba atrás, incluida ella.
–Abuelo, abuelo, quiero
conocer el mar, su rumor y su maresía.
Quiero dormir sobre sus aguas, quiero ser feliz como esa niña. Sé, abuelo, que
mi sitio no está aquí.
Se quedó dormida de
inmediato, con una gran sonrisa en los labios.
Él le dio un beso, pero
la niña no vio cómo unas tímidas lágrimas resbalaban por las mejillas del
anciano, surcando las profundas arrugas de su cara.
Cogió su pipa, se sentó
en una mecedora delante del chispeante fuego y puso su música preferida:
Alessandro Marcello, concierto II para oboe, Adagio, por el intérprete que más
le gustaba, Heinz Holliger, el que decía que la vida es demasiado corta para desperdiciarla
escuchando mala música. Cerró los ojos y se dejó arrullar por la que sabía que
pronto sería ya su única compañera.
Francis
Cortés Pahissa©
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