lunes, 18 de octubre de 2021

LA NIÑA



La niña había nacido a orillas del río Garona. Nunca vio el mar, sólo en postales. En casa no tenían televisor, porque decían que era una mala influencia. Vivía junto a su hermano pequeño, Arnau, sus jóvenes padres y su querido abuelo, por el que sentía un sentimiento de respeto y amor difícil de describir, en una cabaña perdida en lo profundo del bosque, a los pies de esa capital pirenaica entre montañas, naturaleza y ríos que es Vielha.

Le gustaba pasear por sus calles, donde colgaban geranios de las balaustradas de madera, con una explosión de colores que harían palidecer al mismísimo arco iris. Miró al cielo y vio cómo unos tímidos copos blancos hacían su estreno, esa nieve pura que era su fiel compañera. Desde tiempos remotos, los lugareños siempre decían que no hay mes del año en que no caigan esos cristales transparentes en forma de cellisca en invierno o con lenta suavidad una noche de verano.

Alzó los ojos y divisó cómo el cielo estaba pintado de un añil brillante, lejos de la paleta de distintos tonos de tintes azulados límpidos reflejados por el sol. Hoy no tenía escuela y le pidió al abuelo que la acompañara al bosque a buscar caprichos botánicos, como ella los llamaba. Recogió un gran ramo de orquídeas moteadas y nigritelas. Regresaron a la cabaña ya oscureciendo, con el pelo y la ropa cubiertos por un fino manto blanco. Su madre los esperaba en el portalón, riñendo al abuelo por consentírselo todo, y mandó a la niña a bañarse, y la castigó sin postre para la cena.

Llegó la noche y, después de conseguir por aburrimiento que le permitieran saborear unos coquilhons con mermelada de cerezas, se fue a la cama y, como siempre, quiso que el abuelo la arropara.

–Abuelo, abuelo, ¿me puedes contar el cuento de la niña que su abuelo era pescador?

–Pero, cariño, noche tras noche te relato el mismo, y de eso hace ya una eternidad.

–¡Por favor, abuelo!

–Está bien –le contestó, descartando otra finalidad:

 

Había una vez una niña a la que le gustaba sentarse en el llaüt de su padre en Port Lligat, mirando a la lejanía, donde el mar se funde con el horizonte. Pensaba que quien no ha visto nunca el mar o no vive cerca de él es una persona infeliz, sin vida. Un día, la niña fue a esperar a su padre, como siempre hacía al caer la tarde, pero el padre no regresó. Ni al otro, ni en los sucesivos. Su llaüt no volvió a la cala de Port LLigat. Nunca se le volvió a ver. Su madre, su gente, le dijeron que el padre ya no retornaría, porque el mar se lo había llevado.

La niña nunca lloró, sólo miraba el mar y su lejanía a la misma hora, hiciese frío o lloviese, con la esperanza de volver a abrazarlo, pero el padre… jamás volvió. A pesar de ello, muy en el interior de su corazón, no estaba triste.

 

–Abuelo, abuelo, ¿por qué la niña no estaba triste si ya nunca lo volvería a ver?

–Cariño, pues porque su padre le había enseñado a amar el mar. Él sabía que  estaba en el mejor sitio para decirle adiós a la vida, para decir adiós a todo lo que dejaba atrás, incluida ella.

–Abuelo, abuelo, quiero conocer el mar, su rumor y su maresía. Quiero dormir sobre sus aguas, quiero ser feliz como esa niña. Sé, abuelo, que mi sitio no está aquí.

Se quedó dormida de inmediato, con una gran sonrisa en los labios.

Él le dio un beso, pero la niña no vio cómo unas tímidas lágrimas resbalaban por las mejillas del anciano, surcando las profundas arrugas de su cara.

Cogió su pipa, se sentó en una mecedora delante del chispeante fuego y puso su música preferida: Alessandro Marcello, concierto II para oboe, Adagio, por el intérprete que más le gustaba, Heinz Holliger, el que decía que la vida es demasiado corta para desperdiciarla escuchando mala música. Cerró los ojos y se dejó arrullar por la que sabía que pronto sería ya su única compañera.

 

Francis Cortés Pahissa©

           

            

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