La
doctora Rebeca Díaz Ayala estaba desayudando tranquilamente en la alegre cocina
art déco que había diseñado con toda
clase de detalles cuidadosamente elegidos. Hoy tenía el día libre. Su marido,
Peter, y sus dos hijas gemelas ya se habían ido, uno a su despacho de
arquitecto y las niñas al colegio, no sin antes darles unos cariñosos besos y unas
suaves palmaditas como para decirles “ahora podéis apañaros como queráis; o no
apañaros, me da igual, yo me quedo en la paz del hogar”. Por fin una casa sin
ruidos y unas cuantas horas ante sí para hacer lo que le viniera en gana. Atrás
quedaba el mal trago que tuvo con su marido el año anterior, cuando poco faltó
para llevarse a las niñas y pedir el divorcio. Ahora todo le sonreía. Peter
volvía a adorarla como en el inicio de sus mejores tiempos. A veces se quedaba
pensando que su vida era como estar montada en un tiovivo, entre derroches de
humor, rabia y compasión.
Súbitamente
su mirada impactó sobre la pantalla del televisor, mientras mordisqueaba una
deliciosa tostada untada con mantequilla Chantada y cubierta de la afamada
mermelada de naranja amarga al palo cortada de Montserrat Rull.
Un
coche de gama alta se había precipitado al vacío en pleno Cayuga Lake mientras
circulaba por una de las carreteras secundarias, y quedaba sepultado bajo sus
oscuras aguas. Sus ojos se iban abriendo cada vez más. El vehículo que estaban
sacando del fondo de uno de los lagos más profundos y hermosos de EEUU emergía
dramáticamente, brillando al sol de la tarde, dejando atónita a toda la gente que
paseaba en barca o disfrutaba de un picnic,
y descubriendo un Porsche OL Karminrot, rojo, muy rojo. Pero eso no era lo
peor, sino el adhesivo que podía verse nítidamente en la puerta del conductor,
debajo de la manilla: una hoja de arce color negro. Igual que la que compró
tiempo atrás al sur de Canadá durante la convención donde la nombraron la mujer
más importante del año en medicina cardiovascular.
Tremendamente desorientada,
no podía tragar y empezó a toser compulsivamente. Se miró las manos, se puso
una sobre el corazón y, al cabo de unos segundos interminables, empezó a
calmarse, consiguiendo reunir un atisbo de sentido común. Desenrolló la estera
de yoga y empezó los ejercicios de meditación para que su mente huyera
lentamente a las antípodas y olvidar el siniestro retrato que penetró en su
mente, digno de una trama detectivesca. Se fue relajando y quedó profundamente
dormida, pero un ruido de ambulancias la sobresaltó. Era el televisor que
seguía encendido. Se levantó y fue a apagarlo, pero algo la detuvo. El
periodista de la Fox, visiblemente afectado, relataba el nombre y edad de la
víctima, muy conocida en los prestigiosos círculos médicos, sabiendo la oleada
de crítica y público que iba a generar. Descompuesto, el conocido periodista se
quedó unos segundos callado y luego, con un ritmo suspendido en el aire, soltó:
“La exitosa médico cardiovascular de treinta y seis años Rebeca Díaz Ayala ha
muerto en trágicas circunstancias. No sabemos cómo su coche pudo precipitarse
al vacío muy cerca de la cascada de caída libre más alta del noreste de EEUU. Es
pronto para determinarlo, pero todo apunta a un suicidio. No obstante, hasta que
se le practique la autopsia no sabremos con certeza las circunstancias del
suceso”.
En imágenes, se veía al
marido en el lugar de los hechos totalmente descompuesto, destrozado, llorando
sin entender nada.
Rebeca llevaba un vaso
de agua, y se la bebió de un trago. Luego, el vaso se estrelló contra el
delicado suelo de madera blanca. ¡No era posible, no podía ser! Ella estaba
aquí. Había hecho el amor con su marido unas horas antes y se había despedido
de toda su familia con besos y arrumacos, diciéndoles a las niñas que haría pizza para la noche y que luego verían
todos juntos la película El Rey León
con grandes boles llenos de palomitas. Era viernes, la noche más familiar de la
semana.
¡Aquella mujer no era
ella!
Se fue a trompicones a
la ducha, no quiso ver más las noticias. Las lágrimas se fundían con el agua
que resbalaba por su piel formando figuras caprichosas. De pronto, se dio
cuenta de que el grifo con la C roja estaba abierto del todo, y el de la F
azul, bien cerrado. El agua abrasaba, pero no lo notaba. No sentía ninguna
quemazón. Se armó de valor y secó su espectacular cabello trigueño. Se maquilló
de manera perfecta, luciendo una piel impecable. Luego se enfundó en un
finísimo vestido negro que se ajustaba como un guante sobre su delgada figura.
Bajó a la cocina y
preparó dos pizzas marinara y dos margherita. El tiempo pasó volando y oyó de improviso como abrían
la verja del jardín.
Vio a su marido y a sus
hijas de lejos. Las niñas llevaban el uniforme. Peter, el pantalón vaquero con
una camisa blanca y cazadora de ante marrón, como todos los viernes, sin traje
ni corbata. Ni rastro de la ropa que había visto por la televisión. Rió a
carcajadas, pensando que todo había sido un sobrecogedor e inexplicable sueño
con una violencia aún latente.
Las niñas entraron a
trompicones. Quiso abrazarlas, pero se le esfumaron de entre las manos y pasaron
por su lado sin decirle nada, como si no existiera. Lo mismo pasó con Peter: cuando
fue a arrojarse en sus brazos, él no la vio.
Reconoció la gravedad
de la situación cuando las niñas dijeron al padre: “Papá, mañana hará un año
que murió mamá. ¿Iremos al cementerio?”
A través de la ventana,
abierta para que entrara el frescor de la noche estival, la vieja desdentada de
Tenesse, la señora Williams, ofrecía en la esquina su habitual mercancía:
“Flores, flores para los muertos. Flores.”
Francis
Cortés Pahissa©
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