viernes, 12 de noviembre de 2021

FLORES

 


 

            La doctora Rebeca Díaz Ayala estaba desayudando tranquilamente en la alegre cocina art déco que había diseñado con toda clase de detalles cuidadosamente elegidos. Hoy tenía el día libre. Su marido, Peter, y sus dos hijas gemelas ya se habían ido, uno a su despacho de arquitecto y las niñas al colegio, no sin antes darles unos cariñosos besos y unas suaves palmaditas como para decirles “ahora podéis apañaros como queráis; o no apañaros, me da igual, yo me quedo en la paz del hogar”. Por fin una casa sin ruidos y unas cuantas horas ante sí para hacer lo que le viniera en gana. Atrás quedaba el mal trago que tuvo con su marido el año anterior, cuando poco faltó para llevarse a las niñas y pedir el divorcio. Ahora todo le sonreía. Peter volvía a adorarla como en el inicio de sus mejores tiempos. A veces se quedaba pensando que su vida era como estar montada en un tiovivo, entre derroches de humor, rabia y compasión.

            Súbitamente su mirada impactó sobre la pantalla del televisor, mientras mordisqueaba una deliciosa tostada untada con mantequilla Chantada y cubierta de la afamada mermelada de naranja amarga al palo cortada de Montserrat Rull.

            Un coche de gama alta se había precipitado al vacío en pleno Cayuga Lake mientras circulaba por una de las carreteras secundarias, y quedaba sepultado bajo sus oscuras aguas. Sus ojos se iban abriendo cada vez más. El vehículo que estaban sacando del fondo de uno de los lagos más profundos y hermosos de EEUU emergía dramáticamente, brillando al sol de la tarde, dejando atónita a toda la gente que paseaba en barca o disfrutaba de un picnic, y descubriendo un Porsche OL Karminrot, rojo, muy rojo. Pero eso no era lo peor, sino el adhesivo que podía verse nítidamente en la puerta del conductor, debajo de la manilla: una hoja de arce color negro. Igual que la que compró tiempo atrás al sur de Canadá durante la convención donde la nombraron la mujer más importante del año en medicina cardiovascular.

Tremendamente desorientada, no podía tragar y empezó a toser compulsivamente. Se miró las manos, se puso una sobre el corazón y, al cabo de unos segundos interminables, empezó a calmarse, consiguiendo reunir un atisbo de sentido común. Desenrolló la estera de yoga y empezó los ejercicios de meditación para que su mente huyera lentamente a las antípodas y olvidar el siniestro retrato que penetró en su mente, digno de una trama detectivesca. Se fue relajando y quedó profundamente dormida, pero un ruido de ambulancias la sobresaltó. Era el televisor que seguía encendido. Se levantó y fue a apagarlo, pero algo la detuvo. El periodista de la Fox, visiblemente afectado, relataba el nombre y edad de la víctima, muy conocida en los prestigiosos círculos médicos, sabiendo la oleada de crítica y público que iba a generar. Descompuesto, el conocido periodista se quedó unos segundos callado y luego, con un ritmo suspendido en el aire, soltó: “La exitosa médico cardiovascular de treinta y seis años Rebeca Díaz Ayala ha muerto en trágicas circunstancias. No sabemos cómo su coche pudo precipitarse al vacío muy cerca de la cascada de caída libre más alta del noreste de EEUU. Es pronto para determinarlo, pero todo apunta a un suicidio. No obstante, hasta que se le practique la autopsia no sabremos con certeza las circunstancias del suceso”.

En imágenes, se veía al marido en el lugar de los hechos totalmente descompuesto, destrozado, llorando sin entender nada.

Rebeca llevaba un vaso de agua, y se la bebió de un trago. Luego, el vaso se estrelló contra el delicado suelo de madera blanca. ¡No era posible, no podía ser! Ella estaba aquí. Había hecho el amor con su marido unas horas antes y se había despedido de toda su familia con besos y arrumacos, diciéndoles a las niñas que haría pizza para la noche y que luego verían todos juntos la película El Rey León con grandes boles llenos de palomitas. Era viernes, la noche más familiar de la semana.

¡Aquella mujer no era ella!

Se fue a trompicones a la ducha, no quiso ver más las noticias. Las lágrimas se fundían con el agua que resbalaba por su piel formando figuras caprichosas. De pronto, se dio cuenta de que el grifo con la C roja estaba abierto del todo, y el de la F azul, bien cerrado. El agua abrasaba, pero no lo notaba. No sentía ninguna quemazón. Se armó de valor y secó su espectacular cabello trigueño. Se maquilló de manera perfecta, luciendo una piel impecable. Luego se enfundó en un finísimo vestido negro que se ajustaba como un guante sobre su delgada figura.

Bajó a la cocina y preparó dos pizzas marinara y dos margherita. El tiempo pasó volando y oyó de improviso como abrían la verja del jardín.

Vio a su marido y a sus hijas de lejos. Las niñas llevaban el uniforme. Peter, el pantalón vaquero con una camisa blanca y cazadora de ante marrón, como todos los viernes, sin traje ni corbata. Ni rastro de la ropa que había visto por la televisión. Rió a carcajadas, pensando que todo había sido un sobrecogedor e inexplicable sueño con una violencia aún latente.

Las niñas entraron a trompicones. Quiso abrazarlas, pero se le esfumaron de entre las manos y pasaron por su lado sin decirle nada, como si no existiera. Lo mismo pasó con Peter: cuando fue a arrojarse en sus brazos, él no la vio.

Reconoció la gravedad de la situación cuando las niñas dijeron al padre: “Papá, mañana hará un año que murió mamá. ¿Iremos al cementerio?”

A través de la ventana, abierta para que entrara el frescor de la noche estival, la vieja desdentada de Tenesse, la señora Williams, ofrecía en la esquina su habitual mercancía: “Flores, flores para los muertos. Flores.”

 

Francis Cortés Pahissa©

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