Ceferino Ordóñez de
Villaescusa, un prenda de armas tomar, un jeta, un bon vivant –diría algún hortera–, tremendísimo hijo de la gran puta
–decían de él los más sinceros–. Sin oficio definido, trabajaba en el diario
Pueblo como chico de los recados, pero lo único que hacía era tirar los trastos
a todas las féminas que pululaban por allí, aparte de hacer desaparecer muchos
de los paquetes que estaban a su cargo. Matriculado en periodismo, en historia
y en filosofía, y todas las dejó el primer año. Hablaba inglés y francés gracias
a que había estudiado en instituciones extranjeras durante su infancia. Con
talento para la música, pero un zángano incapaz de seguir una disciplina ni en
lo que más le gustaba, que era componer canciones. En conclusión, su máxima era
vivir por la patilla y, si se las hubiese dejado, las arrastraría por el suelo
Era el 24 de enero de 1977
y Ceferino se apostaba en el balcón de su casa, frente al hotel Palace, del
piso heredado de su familia. Desde allí, detectaba cuándo había algún evento
glamuroso donde hubiese buen condumio, normalmente bodas; entonces se acicalaba
en su uniforme de gala, todo comprado por sus padres para la boda de su hermana,
y se dirigía hacia la puerta del hotel como un invitado más. Aquel día no
estaba Tomás, que era el conserje habitual y con quien tenía un acuerdo de
libre acceso. En su lugar, había un armario
de dos metros con gafas de sol negras. Como Ceferino tenía tanto hocico, con un
simple gesto de cabeza y una mirada afable, le abrieron la catenaria al
instante.
Dentro del hotel, la
táctica era ir a los baños para enterarse de los nombres de los novios. Se
encerró en un retrete y escuchó conversaciones testosterónicas, inusuales en
estos eventos, de ostias a uno y ostias a otro. Desde luego, los asistentes a
aquella boda tenían una flema considerable. Se enteró de que un tal Romualdo no
asistiría y que pondrían a algún otro camarada en su asiento. Le enterneció
aquello de que se llamasen camaradas entre ellos. Salió del catre y había un
par de trajeados atusándose el pelo. Ceferino se acercó al espejo, sacó un tubo
de gomina Patrico y les invitó a que hiciesen uso de ella. “Gracias, camarada”,
respondieron. Aquello de tanto camarada le empezaba a inquietar.
Una vez en el hall principal, se percató de que casi
todos eran hombres; poca gachí había por allí y las que habían eran demasiado
estiradas. Cuando entraron al comedor y se quitaron los abrigos, pudo
distinguir que muchos de ellos vestían camisas azules, además de una pancarta
gigante coronando la mesa presidencial. ¡Cago en todo!, pensó. Estaba metido en
un congreso de la Triple A, facción “fachinerosa”
donde confluían Guerrilleros de Cristo Rey, activistas de la guardia de Franco
y simpatizantes de Fuerza Nueva. Pero el cóctel de gambas y el pollo a la
naranja del menú eran demasiado apetitosos para echar marcha atrás. Y qué
narices, Ceferino había toreado en plazas más peligrosas. Se acercó hasta la
mesa donde identificó que estaba el rótulo de Romualdo, el ausente. Se presentó
como Ceferino Ordóñez de Villaescusa, conde de Exeter, que era un título de un
antepasado suyo denostado, y se ganó la confianza de los cuatro cachorros en el
primer brindis. Devoraron las gambas y el pollo entre bravuconadas sobre mujeres
y peleas. Y en el último trago, soltaron el clásico “no hay huevos”. Ceferino,
que había ingerido bien de vino durante la comida y brandy en el postre, dijo: “¡Cómo
que no hay cojones! Vamos todos a la calle”.
Se enfundaron en sus loden y guantes negros envalentondose hacia la calle Cervantes para llegar hasta Antón Martín. Iban
lanzando consignas tipo “¿Quién es la ley?”, “¡Cristo Rey es la ley, guerrilleros
al poder!”, mientras la gente, atemorizada, se apartaba a su paso. Cuando llegaron
al portal de Atocha, se ajustaron los puños americanos y le dieron una fusta a
Ceferino al son de: “¡Vamos a meterles una buena tunda a esos rojos de mierda!”
Llamó a la puerta y abrió
una anciana de unos 80 o 90 años, vestida de riguroso negro, con botas tipo
soldado. Al fondo, distinguió más ancianas, todas de negro, rodeadas de velas y
sollozando como plañideras. La vieja le miró de arriba abajo, detuvo un rato el
ademán en la fusta y, sonriendo, le dijo: “¿Y a usted, quién le ha dado vela en
este entierro? Pasad, chavales, que os estábamos esperando”.
EPÍLOGO
Una vez dentro, aparecieron
cuatro maromos, todavía más descomunales que “el puerta” del Palace, dos de
ellos, africanos. Estaban celebrando el 50 aniversario del GAFEBF “Grupo Activista
Femenino Español por el Bondage y el Fetichismo”, donde todas eran de la
tercera edad, menos los accidentales invitados y los maromos.
De los cinco cachorros, a tres
los sodomizaron voluntariamente, y disfrutaron; Ceferino y el restante fueron
obligados, y lo pasaron muy mal.
En el piso de abajo, hubo
un tiroteo, donde unos pistoleros asesinaron a unos abogados; pero debido a los
gritos, gemidos y fustazos de la bacanal, aquello pareció parte de la
ambientación.
Hasta el portal llegaron
cinco putos contratados por una vecina, cuya consigna era: “¿Y a usted, quién
le ha dado vela en este entierro?”, pero no pudieron acceder por la cantidad de
policías y ambulancias que había.
Nuestro caradura se prendó
de la anciana más rica de todas. Le proporcionó placer a cara perro hasta su
muerte, cinco años después, y ésta no le dejó ni una perra en su testamento.
Tras la decepción con la
anciana, Ceferino, por fin, compuso con éxito arrollador una única canción, con
la que intentó vivir el resto de sus días. Ésta decía:
Me arrollaste, me obligaste,
Lo más profundo de mi ser.
¿Ya usted, quién le ha dado vela en este entierro?
No lo hagas, por favor.
Tralaratralará, qué gustito, tralará.
Tralaratralará, cada vez me gusta más…
Óscar
Nuño©
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