lunes, 13 de diciembre de 2021

BONDAGE GRAN RESERVA

 


 

Ceferino Ordóñez de Villaescusa, un prenda de armas tomar, un jeta, un bon vivant –diría algún hortera–, tremendísimo hijo de la gran puta –decían de él los más sinceros–. Sin oficio definido, trabajaba en el diario Pueblo como chico de los recados, pero lo único que hacía era tirar los trastos a todas las féminas que pululaban por allí, aparte de hacer desaparecer muchos de los paquetes que estaban a su cargo. Matriculado en periodismo, en historia y en filosofía, y todas las dejó el primer año. Hablaba inglés y francés gracias a que había estudiado en instituciones extranjeras durante su infancia. Con talento para la música, pero un zángano incapaz de seguir una disciplina ni en lo que más le gustaba, que era componer canciones. En conclusión, su máxima era vivir por la patilla y, si se las hubiese dejado, las arrastraría por el suelo

Era el 24 de enero de 1977 y Ceferino se apostaba en el balcón de su casa, frente al hotel Palace, del piso heredado de su familia. Desde allí, detectaba cuándo había algún evento glamuroso donde hubiese buen condumio, normalmente bodas; entonces se acicalaba en su uniforme de gala, todo comprado por sus padres para la boda de su hermana, y se dirigía hacia la puerta del hotel como un invitado más. Aquel día no estaba Tomás, que era el conserje habitual y con quien tenía un acuerdo de libre acceso. En su lugar, había un armario de dos metros con gafas de sol negras. Como Ceferino tenía tanto hocico, con un simple gesto de cabeza y una mirada afable, le abrieron la catenaria al instante.

Dentro del hotel, la táctica era ir a los baños para enterarse de los nombres de los novios. Se encerró en un retrete y escuchó conversaciones testosterónicas, inusuales en estos eventos, de ostias a uno y ostias a otro. Desde luego, los asistentes a aquella boda tenían una flema considerable. Se enteró de que un tal Romualdo no asistiría y que pondrían a algún otro camarada en su asiento. Le enterneció aquello de que se llamasen camaradas entre ellos. Salió del catre y había un par de trajeados atusándose el pelo. Ceferino se acercó al espejo, sacó un tubo de gomina Patrico y les invitó a que hiciesen uso de ella. “Gracias, camarada”, respondieron. Aquello de tanto camarada le empezaba a inquietar.

Una vez en el hall principal, se percató de que casi todos eran hombres; poca gachí había por allí y las que habían eran demasiado estiradas. Cuando entraron al comedor y se quitaron los abrigos, pudo distinguir que muchos de ellos vestían camisas azules, además de una pancarta gigante coronando la mesa presidencial. ¡Cago en todo!, pensó. Estaba metido en un congreso de la Triple A, facción “fachinerosa” donde confluían Guerrilleros de Cristo Rey, activistas de la guardia de Franco y simpatizantes de Fuerza Nueva. Pero el cóctel de gambas y el pollo a la naranja del menú eran demasiado apetitosos para echar marcha atrás. Y qué narices, Ceferino había toreado en plazas más peligrosas. Se acercó hasta la mesa donde identificó que estaba el rótulo de Romualdo, el ausente. Se presentó como Ceferino Ordóñez de Villaescusa, conde de Exeter, que era un título de un antepasado suyo denostado, y se ganó la confianza de los cuatro cachorros en el primer brindis. Devoraron las gambas y el pollo entre bravuconadas sobre mujeres y peleas. Y en el último trago, soltaron el clásico “no hay huevos”. Ceferino, que había ingerido bien de vino durante la comida y brandy en el postre, dijo: “¡Cómo que no hay cojones! Vamos todos a la calle”.

Se enfundaron en sus loden y guantes negros envalentondose hacia la calle Cervantes para llegar hasta Antón Martín. Iban lanzando consignas tipo “¿Quién es la ley?”, “¡Cristo Rey es la ley, guerrilleros al poder!”, mientras la gente, atemorizada, se apartaba a su paso. Cuando llegaron al portal de Atocha, se ajustaron los puños americanos y le dieron una fusta a Ceferino al son de: “¡Vamos a meterles una buena tunda a esos rojos de mierda!”

Llamó a la puerta y abrió una anciana de unos 80 o 90 años, vestida de riguroso negro, con botas tipo soldado. Al fondo, distinguió más ancianas, todas de negro, rodeadas de velas y sollozando como plañideras. La vieja le miró de arriba abajo, detuvo un rato el ademán en la fusta y, sonriendo, le dijo: “¿Y a usted, quién le ha dado vela en este entierro? Pasad, chavales, que os estábamos esperando”.

 

EPÍLOGO

Una vez dentro, aparecieron cuatro maromos, todavía más descomunales que “el puerta” del Palace, dos de ellos, africanos. Estaban celebrando el 50 aniversario del GAFEBF “Grupo Activista Femenino Español por el Bondage y el Fetichismo”, donde todas eran de la tercera edad, menos los accidentales invitados y los maromos.

De los cinco cachorros, a tres los sodomizaron voluntariamente, y disfrutaron; Ceferino y el restante fueron obligados, y lo pasaron muy mal.

En el piso de abajo, hubo un tiroteo, donde unos pistoleros asesinaron a unos abogados; pero debido a los gritos, gemidos y fustazos de la bacanal, aquello pareció parte de la ambientación.

Hasta el portal llegaron cinco putos contratados por una vecina, cuya consigna era: “¿Y a usted, quién le ha dado vela en este entierro?”, pero no pudieron acceder por la cantidad de policías y ambulancias que había.

Nuestro caradura se prendó de la anciana más rica de todas. Le proporcionó placer a cara perro hasta su muerte, cinco años después, y ésta no le dejó ni una perra en su testamento.

Tras la decepción con la anciana, Ceferino, por fin, compuso con éxito arrollador una única canción, con la que intentó vivir el resto de sus días. Ésta decía:

 

Me arrollaste, me obligaste,

Lo más profundo de mi ser.

¿Ya usted, quién le ha dado vela en este entierro?

No lo hagas, por favor.

Tralaratralará, qué gustito, tralará.

Tralaratralará, cada vez me gusta más…

 

Óscar Nuño©

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