Mi
abuelo paterno no sabía leer ni escribir, pero fue el hombre más alegre y vital
que conocí. Hablaba un panocho cerrado y recuerdo que cantaba, a cada rato. Era
minero, en La Unión, y tenía una memoria prodigiosa; en el pueblo decían que
sabía más de un millón de canciones y cuentos. Su mujer, mi abuela Paca, estaba
sorda como una tapia, pero cuando le veía cantar lloraba como una Magdalena y
gritaba:
–Pijo, ¿le a oío? ¡Acho, qué arte ma grande!
Le
acercaba agua fresca y, mientras le secaba el sudor de la cara mezclado con
polvo de la mina, le decía al resto del bar –esta escena siempre la recuerdo en
el bar–:
–¿No tenéis casa, desgraciaos? Dejad a mi Angelito, que me
tiene que cantar unas cosas al oío a mi sola.
Como
estaba sorda, no escuchaba al resto de los mineros llamarla “sargento”, “bruja”
y otras lindezas mientras sacaba a mi abuelo del bar; y no sólo los mineros,
Candela, la tabernera, también farfullaba, porque sabía que, sin el Ángel
cantando, todos aquellos mineros se iban poco o poco para casa. A veces, no tan
poco a poco, como cuando alguna mujer sacaba a escobazos al marido borracho
mientras la buena de Candela ponía paz.
–Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro? –le
decían.
–Pues que si lo mata a escobazos, no cobro los vinos,
señora –respondía Candela.
Yo
tendría unos ochos años y me daban muchísima vergüenza aquellas situaciones que
se repetían casi todas las tardes del verano. A día de hoy, tampoco entiendo
muy bien cómo es posible que mis abuelos sólo tuvieran un hijo, porque sí que
era verdad que el cante continuaba en su dormitorio mientras yo veía la tele,
que mi padre había traído de un lejano puerto de Oriente.
Sí,
mi padre era marino mercante y, las pocas veces que pasaba por casa, traía
algún regalo que nadie tenía en el pueblo; y mi abuela sólo vivía para saber lo
que había costado y regañarlo por ello, pero mi padre, cada vez que le
preguntaba, le contestaba:
–Regalao,
madre, regalao.
–Desgraciao,
una miaja de respeto por tu madre, y apáñate con alguna zagala del pueblo que
haga de madre para esta criatura.
Olvidé
contaros que mi madre murió siendo yo muy chico –parece ser que de un infarto o
algo así, mis abuelos nunca hablaban de ello– y mi abuela, que me quería a su
manera, siempre me decía que, mientras ella viviera, no me faltaría de nada. Y
así fue, aunque en el 52, en una zona pobre del sur de España, la diferencia
entre nada y lo indispensable no era muy grande, la verdad.
Pero
de quien os quiero hablar es de Ángel, de mi abuelo, ese hombre de memoria
prodigiosa querido por todo el pueblo. Pobre, pero con una alegría contagiosa; jamás lo vi enfadado
o preocupado. A veces, pensativo, al fresco de la noche, en esas noches de
calor en las que no se podía dormir, me sentaba en su regazo y me contaba
historias de la mina, y todas las terminaba igual:
–Tú estudia, mi niño, que la mina es muy puta. Mira tu
padre, con cuatro letras y embarcao ganando un buen jornal de marinero. Tú, pa
los curas, que estudiao llegas a capitán.
La
historia que más me gustaba era la del burro Mariano. En realidad, era una
mula, pero la llamaban Mariano, como el dueño de la mina, y una vez la pobre se
cayó a un pozo profundo, de unas veinte brazas. La llevaba del ramal un
aprendiz y no la frenó a tiempo y cayó uncida y todo, con el carro cargado. La
dieron por muerta, pero mi abuelo se empeñó en bajar atado a ver si había
muerto y, al llegar a ella, resulta que borrica y carruaje se habían quedado
atorados en el agujero del pozo, a pocos metros de la boca. La ató, soltó el
carruaje y, entre veinte mineros, fueron a subirla a la galería, con una pata
rota y algunos rasguños. Como coja no servía, los mineros se la querían comer,
pero mi abuelo, que la había visto crecer, se negó y dijo que, si la mataban,
no volvía a cantar en el bar, y el capataz, que sabía que las penas de la mina
salían por la garganta de Ángel, indultó a Mariano. Así que mi abuelo se la
llevó y, aunque mi abuela estuvo sin hablarle varios días, Mariano se murió de
vieja en el bancal junto a la casa, muchos años después. Recuerdo que, cojeando
y todo, acompañaba a mi abuelo algunas veces hasta el apeadero del tren a
Cartagena, y allí, atada, lo esperaba hasta la vuelta, y volvían juntos a casa
con las compras. En La Unión, era muy popular y la llamaban el "milagro de
Mariano".
Y
así pasó mi infancia, y mi juventud, entre gente humilde, cantaores, mineros y
curas, que me aceptaron gracias al buen dinero que mandaba mi padre en giros
postales desde todos los puertos del mundo. Puertos que, algunos años después, recorrí
yo también, como capitán de barco, y en los que siempre añoraba a mi abuelo Ángel,
que vivió lo suficiente para llorar, por primera vez en su vida, el día que, en
la fiesta del pueblo, fui a verlo cantar vestido de oficial de la mercante.
Santos
Gutiérrez©
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