Si os dijera: “Tres
elefantes se balanceaban…”, seguro que estaríais cantando la canción, ¿verdad?
Pues venga, que la acabamos: “…sobre la tela de una araña…”
Qué increíble es la
imaginación cuando eras pequeño, cuando una muñeca podía ser astronauta,
veterinaria y profesora al mismo tiempo, sin olvidarme de que podían vivir en
una isla paradisiaca o en lo alto de una montaña sin salir de nuestra vieja
alfombra del dormitorio. Y todo esto lo sabíamos porque ella misma nos lo
contaba, porque era nuestra mejor amiga.
Me encantaría volver a
tener esa imaginación, creer que todo es posible, ¿a vosotros no? Esa sensación
de nervios en el estómago el 5 de enero porque sus majestades mágicas se iban a
colar por el hueco de la lavadora con camellos incluidos (en mi casa, era el
hueco de la lavadora; otros son por la chimenea), o la felicidad que regala un
ratón que intercambia dinero por tus dientes de leche, y tú deseando que se te cayera
otro y sin miedo a ser un desdentado. Ojo, que la puerta del ratoncito Pérez
está en la boca del metro del palacio Buenavista (os confieso un secreto: yo la
busqué en mi último viaje a Madrid y allí estaba; durante un tiempo, fui niña
otra vez).
Walt Disney dijo en una
ocasión: “si puedes soñarlo, puedes hacerlo”. Y eso es lo que nos falta a los
adultos: creer que todo es posible. ¿Por qué no iba a poder aguantar una
majestuosa telaraña a tres elefantes, ¿no? Actualmente, la imaginación se ha
ido reduciendo según aumentan las olas: es inversamente proporcional.
Creo que si el sombrerero
loco saliera del país de las maravillas, nos diría lo mismo que a Alicia: “imaginad
tres cosas imposibles antes de desayunar”. Y yo le sumaría que cada día durante
un mes. Y veréis que al principio cuesta; luego es un reto y, al final, esa
sensación se convierte en un hábito que alimentará a vuestro niño interior –o,
por lo menos, te reirás un montón.
Jezabel Luguera©
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