martes, 18 de enero de 2022

VERDE Y BLANCO

 


 

            La tenía  olvidada. De pronto, necesité tenerla en mis manos, ¿pero dónde estaba? Saqué la cartera negra del bolso negro. ¡Nada en los compartimentos de las tarjetas! Me apresuré a desnudar la bolsa de viaje. Clasifiqué  el contenido en varios montones: medias, panties y pinkies; fulares, biquinis, sujetadores y bragas; camisones y salto de cama; vestidos playeros y de vestir; un par de rebequitas; neceser; joyero; silenciosas, deportivas y botines; toallas  de playa. Mis ojos se deslizaban en el vacío marrón. Un suave perfume saludó a mi pituitaria: era el aroma de un cuero genuino.  Deslicé mi mano derecha, temblorosa, sobre el fondo. Tanteé de nuevo la base, centímetro a centímetro. Algo frenó mi avance: allí estaba mi cartera, intacta. La abrí, pero no la vi; mis ojos estaban empapados de vaho y cosquilleo. Parpadeé, frenética, y acaricié los ojos hasta que me tranquilicé. Visualicé una línea verde de un tercio de centímetro. Después, vi una zona blanca. Con todo el mimo, la saqué: el logo, impreso sobre un triángulo isósceles, verde, decía “El Corte Inglés” –los caracteres, en blanco.

             21 de diciembre, martes, las 13 horas: mi hija estaba esperándome. En la planta baja, compramos mi regalo: un libro que todavía sigue envuelto en papel navideño.  Sólo se estropeó un hilo de una prodigiosa telaraña. Ascendimos al segundo piso por medio de las escaleras mecánicas. De él, por el puente pasadizo, pasamos al segundo (y tiro porque me toca), de equipamiento deportivo. Elegimos tres sudaderas, a cada cual más chic. Esta vez, nos atendieron dos dependientas. Era día de labor y, además, se acercaba la hora de comer,  lo que no me dio ni un suspiro para extraer la tarjeta: oí sus quejidos, la urdimbre se había quebrado en varias zonas. Como si no fuera conmigo, nos desplazamos a la zona de las deportivas, soplaba el viento a nuestro favor: zapatillas negras, de la marca Nike, número 44.5, ¡otro escobazo a la tarjeta! En la zona propiamente deportiva, más bien de montaña, nos llenamos de plumíferos térmicos e impermeables. Mi hija hizo de modelo: todo le quedaba como un guante. Optamos por pantalones negros y parkas rojas, negras y verdes. Sarah, con las compras anteriores en las manos, y yo, con el aspecto de la pelambrera de un oso, nos dirigimos a la correspondiente caja registradora. Los ayes estridentes de la tarjeta hicieron visibles las entrañas casi carcomidas de la araña. “AYYYYY, qué dolor; HUYYYYY, qué aliviador descanso...”

            De vuelta al edificio principal.  En el mismo piso, nos estaba esperando un ángel.  Tenía los sobres, las cajas, los adornos preparados. Introducía el regalo, lo cerraba y lo ornaba  con el “Feliz Navidad.” Así: uno, dos, tres..., hasta ocho presentes.

            La última exposición de la tarjeta a la intemperie fue para que nos ofreciera un tentempié: dos pintxos de tortilla de patata y dos cervezas, sin alcohol, artesanas... Gélidos estertores de la tarjeta-arácnido.

             El taxista se asombró ante dos Mamás-Noel..., mas vimos su sonrisa cuando vislumbró la cartera panzuda de Sarah. 

      

                                                                    Isabel Bascaran©

                                                                    San Vicente de la Barquera, 11 de enero de 2022

 

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