La tenía olvidada. De pronto, necesité tenerla en mis
manos, ¿pero dónde estaba? Saqué la cartera negra del bolso negro. ¡Nada en los
compartimentos de las tarjetas! Me apresuré a desnudar la bolsa de viaje.
Clasifiqué el contenido en varios
montones: medias, panties y pinkies; fulares, biquinis, sujetadores y bragas;
camisones y salto de cama; vestidos playeros y de vestir; un par de rebequitas;
neceser; joyero; silenciosas, deportivas y botines; toallas de playa. Mis ojos se deslizaban en el vacío
marrón. Un suave perfume saludó a mi pituitaria: era el aroma de un cuero
genuino. Deslicé mi mano derecha,
temblorosa, sobre el fondo. Tanteé de nuevo la base, centímetro a centímetro. Algo
frenó mi avance: allí estaba mi cartera, intacta. La abrí, pero no la vi; mis
ojos estaban empapados de vaho y cosquilleo. Parpadeé, frenética, y acaricié
los ojos hasta que me tranquilicé. Visualicé una línea verde de un tercio de
centímetro. Después, vi una zona blanca. Con todo el mimo, la saqué: el logo,
impreso sobre un triángulo isósceles, verde, decía “El Corte Inglés” –los
caracteres, en blanco.
De vuelta al edificio
principal. En el mismo piso, nos estaba
esperando un ángel. Tenía los sobres,
las cajas, los adornos preparados. Introducía el regalo, lo cerraba y lo
ornaba con el “Feliz Navidad.” Así: uno,
dos, tres..., hasta ocho presentes.
La última exposición de la tarjeta a
la intemperie fue para que nos ofreciera un tentempié: dos pintxos de
tortilla de patata y dos cervezas, sin alcohol, artesanas... Gélidos estertores
de la tarjeta-arácnido.
Isabel Bascaran©
San Vicente de la Barquera, 11 de enero de 2022
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