Mi vida transcurría como la mar en
calma, y disfrutaba como las olas, dibujando filigranas en la arena. Vida y mar
me llevaban de sus manos sedosas.
Un pedrusco irrumpió de golpe. Mi mente se trastabilló en su avance: la composición escrita. Se convirtió en mi talón de Aquiles. Suspendííí... y volví a suspender... Perdí aplomo: nada me confortaba. Mi mente entró en un claroscuro, entró en un sinsentido. Empecé a olvidar lo que había enseñado el día anterior: se esfumaba la memoria reciente; comencé a llevar un diario recordatorio. Y lo peor: comencé a desconfiar de mis compañeros, dejé de solicitar un SOS. Pasaron a ser mis inquisidores más atroces.
Dos años de gestiones, un archivador
repleto de fotocopias: certificados,
instancias, diagnósticos médicos, informes psiquiátricos... El tumor
cerebral se somatizó; la memoria, en su totalidad,
se esfumó. Si salía a hacer un simple encargo, me olvidaba de si había
abonado el importe... Ni en la calle donde vivía reconocía ningún rostro amigo;
por lo que me disfracé con una sonriente careta. Al llegar a casa –ya que no
era un hogar–, me desnudaba del disfraz.
Por fin, me otorgaron la inhabilitación absoluta.
Durante un par de meses, mi mente me concedió una tregua. Me
vestía de domingo, tomaba un mosto sentado bajo un parasol en una terraza
elegante de la calle Gasteiz, henchido de la vitamina D. Veía a los excompañeros que se apresuraban a comer a
la una, para en menos de dos horas retomar el fatigoso trabajo. En este corto
tiempo de sensatez, escribí tres misivas de agradecimiento a mi mujer Arantza,
a mi hija Itxaso (mar) y
a mi hijo Gaizka (desgracia).
Pero, de golpe, se ocultó el sol.
Volvieron las fauces carnívoras, las neuronas mortecinas y el chándal
deportivo. Y retomé las visitas a los especialistas, a mi remendador pastillero
y a la súbita salvación: la práctica diaria del ejercicio físico. Cada mañana,
temprano, aunque hiciera un frío siberiano, caminaba unas cinco horas: ida y
vuelta de la colegiata de San Prudencio. Por la tarde, después de hojear el
periódico (no me centraba en el contenido), volaba al centro cívico Lakua.
¿Sería esto una premonición? Rayos de brillantez... Me atraían, como a los
simios, las alturas, la escalera horizontal, las espalderas, la cuerda vertical
y, sobre todo, el rocódromo. Así, día tras día, como el perro fiel a su amo.
Sí, tenía un animador: el cancerbero. El aire soplaba a mi favor: el monitor,
por motivos personales, me adjudicó las llaves. Acudía media hora antes al
gimnasio y, sin colchonetas ni arneses, arriesgaba mi vida, dejándome caer
desde la máxima altura. Llegaba a casa magullado. Temí que pasaría poco tiempo
antes de que mi compañera Arantza (espina) llamara al coordinador y éste
retomara su trabajo. Enuncié un problema matemático: Cómo romper el eslabón.
Si de una altura de cinco metros
resultaba convulso, inconsciente y con varias falanges rotas, ¿qué sucedería si
saltaba al cemento, transitado por una oleada de vehículos, desde el puente que había elegido, a unos cincuenta
metros de altura?... Pues que, en un
nanosegundo, me vería volando libre... hacia mi ansiado destino.
Isabel Bascaran©
San
Vicente de la Barquera, a 8 de marzo de 2022
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