sábado, 25 de junio de 2022

CIELO SORPRENDENTE

 


 

Atmósfera asmática, lluvia pertinaz y cambio de itinerario: adiós, playa de Merón;  hola, zoo de Santillana. Cielo negro, reflejo de las alas de los cuervos; mas Aner, fan de la fauna, disfrutaba con la estampa de los buitres de cuellos ajirafados, enroscados y pelones. La explosión de los fuegos artificiales le reventaba los tímpanos, pero aquel estrepitoso griterío no le afectaba.

Hacia las 13h, se hallaba nuestro trío ante la sección acristalada de las nutrias –goterones sobre los paraguas, lágrimas sobre las caras– por apreciar los mamíferos nadadores. Medallas de oro para estos animales fugaces: vistos y no vistos. Aner, enajenado, con sus manos posadas sobre el cristal; como por ósmosis, sentía la sedosa piel de la nutria jefa. El cuidador empatizaba con las rezagadas y les arrojaba pececitos una vez que la sprinter les daba la espalda. El niño, a pesar de sus ocho añitos, entendió que el festín había acabado y asintió, por fin, a marcharse. Se percataron de que sus jugos gástricos atizaban el estómago: era su hora de saciarlo. Aner eructó de placer –¿emitirían sus amigas las nutrias señales de bienestar?

Pasearon, lentos, hasta el recinto de las iguanas. Cuando los ojos fueron amoldándose a la claridad de la estancia, visualizaron una, luego contaron cuatro, después Maren contó diez; estaban mimetizadas en el tronco desnudo de un manglar. Ampliando el iris como con una imaginaria lupa, Aner fue agrandando el cómputo hasta veinte. “Yo también me echaría una siesta en una cama camuflada: marrón-verdosa”–dijo.

Caía un sirimiri, mas los chavales, habituados a él, se quitaron sus chubasqueros. También, Maren le quitó el protagonismo a Aner: “Vamos a jugar con las mariposas”. Eran cientos; no, miles; no, millones... Volaban como locas, en todas las direcciones, no se ajustaban a ninguna norma, hacían lo que les apetecía: cábalas (se saludaban con sus alas y al instante se despedían), formaban un cielo tachonado de siluetas frágiles, como sofisticadas. Había que agitar los brazos para impedir que el polvo de los rubíes, las esmeraldas, los zafiros... hirieran los ojos. “¡Pobre arco iris de solo siete colores!”. Los científicos deberían investigar de nuevo y, valiéndose de un microscopio –¿o de rayos láser?–, corregir los dígitos ante este cielo variopinto. Maren, de diez años, y Aner se comportaron cual mariposas: corrían, saltaban, perseguían a las más excelsas, reculaban en su búsqueda, pero las perdían en aquel guirigay. Andrea, medio asfixiada por aquel hedor, se abstuvo del inhalador en tal mortífero espacio; y aguantó su suplicio por la felicidad de sus nietos. “Abuelita, qué cara más atormentada tienes”, y asiendo sus manos a la de la yaya y a la de Aner, se dirigió a la salida. Allí, bajo un cielo tormentoso, Andrea aspiró no una, sino dos inhalaciones. Con paso lento, dieron un paseíto (pues la tormenta se sentía cada vez más cerca) por la arboleda. El perfume de las lavandas, el de los rosales y el aire artificial inspirado le devolvieron la vitalidad a Andrea: belleza contra oscuridad inminente...

A pesar de su corta edad cronológica, los nietos decidieron ser generosos con su abuelita. Entraron en una galería dividida en covachas. Los monos y las monas jóvenes vivían en la intemperie: era el hábitat perfecto para sus acrobacias, sus gracias, las imitaciones de los humanos. Las ancianas, al resguardo. A Andrea le fascinó ver cómo se preparaba una mona: se puso un vestido rojo de seda, se perfiló las cejas con lápiz negro, se achinó los ojos con rímel, se pintó los labios de rojo chillón –todo ayudado por un espejito de su neceser–, se colocó una melena rubia y, por último, se calzó unas manoletinas rojas (a su edad, debería de padecer artrosis)... Se imaginaba en un camerino, a punto de que la llamaran. La llamaron cuatro borregos que se creían cuatro adonis. “Mirad esto: qué adefesio, pero qué fea eres; fea, no: feísima, una vergüenza de simio...”

Se arrancó la melena. Los lagrimones formaron surcos negros por la cara; extendió el pintalabios con la palma de su mano derecha; de un tirón, se despojó de su vestidito. Debajo, a modo de refajo, fueron apareciendo telas oscuras; luego, otras raídas.  Se presentó tal cual era: un cuerpo tiñoso y una cara que podría presentar cien años... Se echó sobre un hatajo de mantas pringosas... ”¿Volvería a actuar?”

Andrea ofreció a sus nietos unas servilletas de papel. Ella  parecía serena; sin embargo, le carcomía el hecho de haber contribuido, junto a los cuatro energúmenos, al refrán que ora así: Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

 

                                              Isabel Bascaran Garechana©

                                              San Vicente de la Barquera,  a 31 de mayo de 2022

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