Atmósfera asmática, lluvia pertinaz y cambio de itinerario:
adiós, playa de Merón; hola, zoo de
Santillana. Cielo negro, reflejo de las alas de los cuervos; mas Aner, fan de
la fauna, disfrutaba con la estampa de los buitres de cuellos ajirafados,
enroscados y pelones. La explosión de los fuegos artificiales le reventaba los
tímpanos, pero aquel estrepitoso griterío no le afectaba.
Hacia las 13h, se hallaba nuestro trío ante la sección
acristalada de las nutrias –goterones sobre los paraguas, lágrimas sobre las
caras– por apreciar los mamíferos nadadores. Medallas de oro para estos
animales fugaces: vistos y no vistos. Aner, enajenado, con sus manos posadas
sobre el cristal; como por ósmosis, sentía la sedosa piel de la nutria jefa. El
cuidador empatizaba con las rezagadas y les arrojaba pececitos una vez que la sprinter les daba la espalda. El niño, a
pesar de sus ocho añitos, entendió que el festín había acabado y asintió, por
fin, a marcharse. Se percataron de que sus jugos gástricos atizaban el
estómago: era su hora de saciarlo. Aner eructó de placer –¿emitirían sus
amigas las nutrias señales de bienestar?
Pasearon, lentos, hasta el recinto de las iguanas. Cuando los
ojos fueron amoldándose a la claridad de la estancia, visualizaron una, luego
contaron cuatro, después Maren contó diez; estaban mimetizadas en el tronco
desnudo de un manglar. Ampliando el iris como con una imaginaria lupa, Aner fue
agrandando el cómputo hasta veinte. “Yo también me echaría una siesta en una
cama camuflada: marrón-verdosa”–dijo.
Caía un sirimiri, mas los chavales, habituados a él, se quitaron
sus chubasqueros. También, Maren le quitó el protagonismo a Aner: “Vamos a
jugar con las mariposas”. Eran cientos; no, miles; no, millones... Volaban como
locas, en todas las direcciones, no se ajustaban a ninguna norma, hacían lo que
les apetecía: cábalas (se saludaban con sus alas y al instante se despedían),
formaban un cielo tachonado de siluetas frágiles, como sofisticadas. Había que
agitar los brazos para impedir que el polvo de los rubíes, las esmeraldas, los
zafiros... hirieran los ojos. “¡Pobre arco iris de solo siete colores!”. Los
científicos deberían investigar de nuevo y, valiéndose de un microscopio –¿o de
rayos láser?–, corregir los dígitos ante este cielo variopinto. Maren, de diez
años, y Aner se comportaron cual mariposas: corrían, saltaban, perseguían a las
más excelsas, reculaban en su búsqueda, pero las perdían en aquel guirigay.
Andrea, medio asfixiada por aquel hedor, se abstuvo del inhalador en tal
mortífero espacio; y aguantó su suplicio por la felicidad de sus nietos.
“Abuelita, qué cara más atormentada tienes”, y asiendo sus manos a la de la
yaya y a la de Aner, se dirigió a la salida. Allí, bajo un cielo
tormentoso, Andrea aspiró no una, sino dos inhalaciones. Con paso lento, dieron
un paseíto (pues la tormenta se sentía cada vez más cerca) por la arboleda. El
perfume de las lavandas, el de los rosales y el aire artificial inspirado le
devolvieron la vitalidad a Andrea: belleza contra oscuridad inminente...
A pesar de su corta edad cronológica, los nietos decidieron ser
generosos con su abuelita. Entraron en una galería dividida en covachas. Los
monos y las monas jóvenes vivían en la intemperie: era el hábitat perfecto para
sus acrobacias, sus gracias, las imitaciones de los humanos. Las ancianas, al
resguardo. A Andrea le fascinó ver cómo se preparaba una mona: se puso un
vestido rojo de seda, se perfiló las cejas con lápiz negro, se achinó los ojos
con rímel, se pintó los labios de rojo chillón –todo ayudado por un espejito de
su neceser–, se colocó una melena rubia y, por último, se calzó unas
manoletinas rojas (a su edad, debería de padecer artrosis)... Se imaginaba en
un camerino, a punto de que la llamaran. La llamaron cuatro borregos que se
creían cuatro adonis. “Mirad esto: qué adefesio, pero qué fea eres; fea, no:
feísima, una vergüenza de simio...”
Se arrancó la melena. Los lagrimones formaron surcos negros por
la cara; extendió el pintalabios con la palma de su mano derecha; de un tirón,
se despojó de su vestidito. Debajo, a modo de refajo, fueron apareciendo telas
oscuras; luego, otras raídas. Se
presentó tal cual era: un cuerpo tiñoso y una cara que podría presentar cien
años... Se echó sobre un hatajo de mantas pringosas... ”¿Volvería a actuar?”
Andrea ofreció a sus nietos unas servilletas de papel. Ella parecía serena; sin embargo, le carcomía el
hecho de haber contribuido, junto a los cuatro energúmenos, al refrán que ora
así: Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.
Isabel
Bascaran Garechana©
San
Vicente de la Barquera, a 31 de mayo de
2022
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