sábado, 25 de junio de 2022

EL VIEJO Y EL BAR

 

 


            La noche era fría y húmeda, y la espesa niebla difuminaba una luz amarillenta, tenue e incierta, que provenía de algunas farolas demasiado espaciadas. Mis botas de agua chapoteaban por los charcos del camino mal empedrado. La taberna del puerto estaba llena cuando entré. Olía a vino y el aire estaba saturado por una nube de humo alimentada por docenas de marineros que fumaban sus pipas mientras hablaban animadamente, sentados los más en torno a recias mesas de madera y otros reunidos de pie en pequeños grupos. Me miraron con cierta curiosidad, pues con toda certeza la mía era la única cara desconocida para ellos. No eran corrientes los forasteros en aquel pequeño pueblo costero al final de una carretera sin asfaltar y que no conducía a ningún otro lugar, y menos que aparecieran en una noche como aquélla. Un par de parroquianos me sonrieron e hicieron un gesto de saludo con sus jarras de vino, y volvieron a lo suyo, ignorándome.

Estaba cansado y traté de encontrar algún sitio para sentarme. No había mucho donde elegir: el único taburete libre estaba junto a un viejo que bebía solo en un rincón, así que pedí una jarra de vino y me dirigí allí, le pregunté si le importaba que me sentara con él, ya que no había otro sitio, y me indicó con un gesto que adelante.

            Jaime era un marinero de toda la vida, retirado ya desde hacía mucho tiempo. De los lados de su negra gorra con visera, que llevaba ligeramente ladeada y que debía de tener casi tantos años como él, se descolgaba una cabellera canosa que le llegaba hasta los hombros, aún fornidos. La larga barba y el tupido bigote no conseguían ocultar los surcos profundos de su piel, donde llevaba codificados sus muchos años de durísimo trabajo bajo el azote de los vientos y los rigores de la mar. Pese a ello, bajo sus gruesas cejas, sus ojos, negros como el azabache, reflejaban una frescura y una viveza que parecían más propias de tiempos para él pasados. Su pipa despedía un olor a tabaco seco pero ligeramente aromático que me resultaba agradable. No tardamos en encontrarnos charlando, y resultó tener una conversación fácil y amena.

            Hacía treinta años que no había estado en una ciudad, me contó, ni ganas tenía de hacerlo. No le gustaba la gente de las ciudades, decía, porque sólo se preocupaban por las modas, y él pensaba que éstas eran cosa de tontos. Todos querían ir “monos”, le parecía a él, y se ponían ropas y calzados incómodos, apretados, y los llevaban siempre muy limpios, y se los cambiaban cada dos por tres porque un año los pantalones se llevaban muy largos, al siguiente no les servían porque se llevaban muy ceñidos, al otro acampanados, y así con todo. Y sentenciaba que a esos monos les pasaba lo que a las del otro sexo: que aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

            Se rió solo de su propia ocurrencia y me preguntó si quería que me contara la moda más ridícula que había conocido en su vida. Pues sí, me interesaba, así que fui a por dos jarras más de vino y le invité a una para que me lo contara. La moda más estúpida que había visto en su vida fue la de las corridas de toros para el turismo nórdico en los años cincuenta. En España estábamos todos acostumbrados, me dijo, pero en los países escandinavos ni se conocían, ni siquiera habían oído hablar de ellas y ni falta que les hacía. Pero hete aquí que un buen día alguien descubrió el filón de oro y, además de ofrecer en el paquete turístico las consabidas playas, el sol, las paellas y los buenos vinos, empezó a incluir también una corrida de toros. Ah, aquello era algo nuevo, exclusivo, salvaje, mágico, atractivo como ningún otro espectáculo para las rubias y asépticas arias septentrionales, que quedaban hechizadas desde los primeros compases. En Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca, donde jamás habían asistido a una corrida de toros, los precios de las vacaciones a España se dispararon desde que fueron incluidas en los paquetes turísticos. Las mujeres regresaban a sus países enamoradas, con un cartel de la efemérides bajo el brazo y contando los días hasta las próximas vacaciones para repetir. Una moda que se propagó como la pólvora por aquellas latitudes frías y faltas de las emociones fuertes que les proporcionaban nuestras primarias y brutales corridas de toros.

            Recargó la pipa con parsimonia, aplicó a ella el fuego de una cerilla y observó cómo el tabaco se hinchaba. Dejó que la superficie ardiente se apagara y la apretó lentamente con un pulgar para que volviera al nivel que tenía antes de expandirse. Encendió otra cerilla y volvió a aplicar el fuego en forma circular, sin prisa, encima del tabaco mientras realizaba cortas inspiraciones a la pipa, exhalaba pequeñas nubes de humo aromático y se reía entre dientes y sacudía la cabeza como diciendo: ¡pero qué tontas! Bebió un largo trago de vino y me dijo:

            –¿Quieres saber cómo acabó la puñetera moda esa?

            –Estoy impaciente por saberlo. Suéltalo ya.

            –Pues mira: Un día caluroso de verano, de repente y sin que nadie pudiera preverlo, se murió de un infarto por sobrecarga de trabajo don Anacleto Toros Heredia. A partir de entonces, el turismo escandinavo cayó en picado y no se recuperó jamás. Modas…

             

José-Pedro Cladera Fontenla©

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