Matías
Iniciarte fue un hombre hecho a sí mismo; brillante estudiante, no hubo beca
que se le resistiera; honrado político, enseguida abandonó ese ambiente para
dedicarse a lo que desde pequeño había soñado, ser piloto. Aunque la vida, que
es muy cabrona, no se lo concedió exactamente: jamás sería piloto; pero se
convirtió en el jefe de muchísimos como eterno presidente de la compañía de
bandera española. Casado con su novia del pueblo, tuvo una hija, Pilar. Adoraba
a ambas y fueron siempre su absoluta prioridad una vez cumplidas sus
obligaciones con la compañía –para Matías, el trabajo era lo primero–. No faltó
un sólo día a trabajar en toda su carrera, que se alargó por 49 años: desde los
20, aún estudiando Económicas, hasta los 69, cuando abandonó su cargo, un año
antes de que lo tuviera que hacer obligado por una ley absurda que impedía
alargar la función pública más allá de los 70 años.
Con
40 años se convirtió en el presidente más joven de una gran compañía en España.
Respetado en el ámbito empresarial, recibió multitud de proposiciones para
presidir todo tipo de compañías; las rechazó una a una, convirtiéndolo en el
decano de la gran empresa en España. Fue el más grande, y cuando ya se empezaba
a preparar, a un año vista, la que sería su fiesta de jubilación y sus 50 años
en la compañía, evento al que asistirían ministros y para el que ya había
contactos muy avanzados con la Casa Real, Matías Iniciarte dimitió, decisión
irrevocable que le presentaría al mismo presidente del Gobierno, con el que,
como con todos los anteriores, mantenía una magnífica relación. ¿La razón? Motivos
familiares, alegó. Pero ¿qué le había sucedido al gran capitán de los cielos
para tomar tan drástica decisión? Pues paso a contarlo, que lo sé de buena
tinta.
Todo
ocurrió en una mañana de otoño, en la que se despidió de su mujer con un
silencioso beso en la mejilla, dejándola en la cama, postrada con una
faringitis de caballo, sin voz y con unas décimas de fiebre. Su hija Pilar,
sabedora del estado de salud de su madre, no había pasado esa mañana a dejar al
pequeño Matías con su abuela para que lo llevase a la guardería. Matías adoraba
a su nieto y hoy esperaría al chofer de la compañía esos minutos que solía
dedicar al pequeño todas las mañanas.
Juan,
el chófer de toda la vida, llegó puntual, como todas las mañanas. Hablaron del
partido de la noche anterior hasta que una llamada interrumpió la conversación.
–Papá, necesito que recojas a Matías
de la guardería. Me acaba de llama su maestra para decirme que tiene unas
décimas de fiebre, le habrá pegado mamá la faringitis. Estoy embarcada en el
avión, a punto de despegar. Te dejo, que una de tus simpáticas azafatas me está
amenazando.
–¡Pilar, un momento, espera! –Pi, pi,
piiiiiiiiii....
Se
hizo un silencio en el coche. Juan bajó la velocidad mientras veía por el
retrovisor, y por primera vez, cómo un hombre que dirigía una compañía con
quince mil empleados quedaba pensativo y sin respuesta. Matías no sabía ni
siquiera a qué guardería iba su nieto, jamás se había ocupado de un asunto
doméstico, y tampoco entendía por qué en este caso su hija, sabedora de ello,
había considerado que él era la persona adecuada para ello. Su chófer, que
escuchó la reflexión en voz alta, le dijo:
–Don Matías, un niño de una
guardería sólo puede ser retirado por un familiar autorizado, y su nieto va a
la guardería del Monte Carmelo, a pocas manzanas de aquí; en unos minutos
podemos estar allí.
–No digas tonterías, tengo una
reunión a primera hora –y mientras lo decía se arrepintió de sus palabras: su
nieto enfermo o una reunión para decidir qué vino poner en el catering de los aviones, en qué estaría
pensando.
Inmediatamente
llamó a su secretaria y pospuso la reunión, sería apenas media hora.
Al
llegar a la guardería se quedó revisando unos papeles mientras el chófer le
miraba atentamente.
–¿Por qué me miras así? No pierdas
tiempo, baja a por el pequeño Matías y continuemos.
–Señor, ya le he dicho que tiene que
ser usted en persona el que lo recoja. Son las normas.
Así
que don Matías recorrió el patio de una guardería 55 años después, para
dirigirse a la primera persona que encontró.
–Buenas, soy el abuelo de Matías, el
hijo de Pilar Iniciarte. Vengo a recogerlo, parece que está enfermo y han llamado
a mi hija para que lo recoja.
–Efectivamente, tiene unas décimas y
es aconsejable que no esté con el resto de los niños. ¿Ha traído la
autorización?
–¿Qué autorización?
–La que le permite retirar a su
nieto de la guardería –le contestó la maestra con una cálida condescendencia.
–No.
–Pues entonces tengo que comprobar
su identidad llamando a algún familiar autorizado.
–Mi mujer está sin voz en casa, y mi
hija, volando en estos momentos.
Teníais
que haber visto la cara de don Matías, que, absolutamente fuera de su zona de
confort, dijo una frase que nunca había usado y de la que se arrepintió en el
mismo momento de decírsela a la maestra y a las otras dos jóvenes que se habían
acercado:
–¿Pero es que no sabe usted quién
soy?
–No.
–Soy el presidente de Iberia.
–¿Iberia? Vaya, nosotras aquí somos
más de Ryanair, la del loco ese irlandés tan gracioso. Es que tenéis los
billetes muy caros.
En
ese momento, Matías, un hombre inteligente, sintió caerse como Pablo del
caballo. Se dio cuenta de que aunque la mona se vista de seda, mona se queda;
que, delante de aquellas jóvenes maestras, era un simple viejecito al que no
habían visto nunca con su nieto; que eso no tenía sentido. Así que no había
ningún motivo para seguir trabajando: se iría a cuidar de su familia, y la
última gestión que haría como presidente de Iberia sería sacar a su nieto de la
guardería.
Santos
Gutiérrez©
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