martes, 28 de junio de 2022

IBERIA

 

 


Matías Iniciarte fue un hombre hecho a sí mismo; brillante estudiante, no hubo beca que se le resistiera; honrado político, enseguida abandonó ese ambiente para dedicarse a lo que desde pequeño había soñado, ser piloto. Aunque la vida, que es muy cabrona, no se lo concedió exactamente: jamás sería piloto; pero se convirtió en el jefe de muchísimos como eterno presidente de la compañía de bandera española. Casado con su novia del pueblo, tuvo una hija, Pilar. Adoraba a ambas y fueron siempre su absoluta prioridad una vez cumplidas sus obligaciones con la compañía –para Matías, el trabajo era lo primero–. No faltó un sólo día a trabajar en toda su carrera, que se alargó por 49 años: desde los 20, aún estudiando Económicas, hasta los 69, cuando abandonó su cargo, un año antes de que lo tuviera que hacer obligado por una ley absurda que impedía alargar la función pública más allá de los 70 años.  

Con 40 años se convirtió en el presidente más joven de una gran compañía en España. Respetado en el ámbito empresarial, recibió multitud de proposiciones para presidir todo tipo de compañías; las rechazó una a una, convirtiéndolo en el decano de la gran empresa en España. Fue el más grande, y cuando ya se empezaba a preparar, a un año vista, la que sería su fiesta de jubilación y sus 50 años en la compañía, evento al que asistirían ministros y para el que ya había contactos muy avanzados con la Casa Real, Matías Iniciarte dimitió, decisión irrevocable que le presentaría al mismo presidente del Gobierno, con el que, como con todos los anteriores, mantenía una magnífica relación. ¿La razón? Motivos familiares, alegó. Pero ¿qué le había sucedido al gran capitán de los cielos para tomar tan drástica decisión? Pues paso a contarlo, que lo sé de buena tinta.

Todo ocurrió en una mañana de otoño, en la que se despidió de su mujer con un silencioso beso en la mejilla, dejándola en la cama, postrada con una faringitis de caballo, sin voz y con unas décimas de fiebre. Su hija Pilar, sabedora del estado de salud de su madre, no había pasado esa mañana a dejar al pequeño Matías con su abuela para que lo llevase a la guardería. Matías adoraba a su nieto y hoy esperaría al chofer de la compañía esos minutos que solía dedicar al pequeño todas las mañanas.

Juan, el chófer de toda la vida, llegó puntual, como todas las mañanas. Hablaron del partido de la noche anterior hasta que una llamada interrumpió la conversación.

            –Papá, necesito que recojas a Matías de la guardería. Me acaba de llama su maestra para decirme que tiene unas décimas de fiebre, le habrá pegado mamá la faringitis. Estoy embarcada en el avión, a punto de despegar. Te dejo, que una de tus simpáticas azafatas me está amenazando.

            –¡Pilar, un momento, espera! –Pi, pi, piiiiiiiiii....

Se hizo un silencio en el coche. Juan bajó la velocidad mientras veía por el retrovisor, y por primera vez, cómo un hombre que dirigía una compañía con quince mil empleados quedaba pensativo y sin respuesta. Matías no sabía ni siquiera a qué guardería iba su nieto, jamás se había ocupado de un asunto doméstico, y tampoco entendía por qué en este caso su hija, sabedora de ello, había considerado que él era la persona adecuada para ello. Su chófer, que escuchó la reflexión en voz alta, le dijo:

            –Don Matías, un niño de una guardería sólo puede ser retirado por un familiar autorizado, y su nieto va a la guardería del Monte Carmelo, a pocas manzanas de aquí; en unos minutos podemos estar allí.

            –No digas tonterías, tengo una reunión a primera hora –y mientras lo decía se arrepintió de sus palabras: su nieto enfermo o una reunión para decidir qué vino poner en el catering de los aviones, en qué estaría pensando.

Inmediatamente llamó a su secretaria y pospuso la reunión, sería apenas media hora.

Al llegar a la guardería se quedó revisando unos papeles mientras el chófer le miraba atentamente.

            –¿Por qué me miras así? No pierdas tiempo, baja a por el pequeño Matías y continuemos.

            –Señor, ya le he dicho que tiene que ser usted en persona el que lo recoja. Son las normas.

Así que don Matías recorrió el patio de una guardería 55 años después, para dirigirse a la primera persona que encontró.

            –Buenas, soy el abuelo de Matías, el hijo de Pilar Iniciarte. Vengo a recogerlo, parece que está enfermo y han llamado a mi hija para que lo recoja.

            –Efectivamente, tiene unas décimas y es aconsejable que no esté con el resto de los niños. ¿Ha traído la autorización?

            –¿Qué autorización?

            –La que le permite retirar a su nieto de la guardería –le contestó la maestra con una cálida condescendencia.

            –No.

            –Pues entonces tengo que comprobar su identidad llamando a algún familiar autorizado.

            –Mi mujer está sin voz en casa, y mi hija, volando en estos momentos.

Teníais que haber visto la cara de don Matías, que, absolutamente fuera de su zona de confort, dijo una frase que nunca había usado y de la que se arrepintió en el mismo momento de decírsela a la maestra y a las otras dos jóvenes que se habían acercado:

            –¿Pero es que no sabe usted quién soy?

            –No.

            –Soy el presidente de Iberia.

            –¿Iberia? Vaya, nosotras aquí somos más de Ryanair, la del loco ese irlandés tan gracioso. Es que tenéis los billetes muy caros.

En ese momento, Matías, un hombre inteligente, sintió caerse como Pablo del caballo. Se dio cuenta de que aunque la mona se vista de seda, mona se queda; que, delante de aquellas jóvenes maestras, era un simple viejecito al que no habían visto nunca con su nieto; que eso no tenía sentido. Así que no había ningún motivo para seguir trabajando: se iría a cuidar de su familia, y la última gestión que haría como presidente de Iberia sería sacar a su nieto de la guardería.

 

Santos Gutiérrez©

No hay comentarios: