Querida
madre:
Espero que, al recibo de la
presente, se encuentre usted bien de salud. Yo no puedo decir lo mismo de mí,
como verá líneas abajo.
Son las cinco de la madrugada. Tengo
muchos problemas para dormir y estas últimas horas han sido muy agitadas, así
que he pensado que me ayudaría compartir con usted mis desvelos, que madre sólo
hay una y Dios la acoja en su seno, amén.
Perdone mi mala letra; es que escribo
de pie, por razones que luego entenderá. Hace una noche espléndida de verano. Oigo
el cri-cri-cri de los grillos que tratan de atraer a las hembras, que se hacen
de rogar, como está mandado. Escribo con las cuartillas sobre el alféizar de la
ventana, a la luz de una vela, para no encender la lámpara, no se vaya a
despertar la Encarna.
Nos
acostamos anoche sobre las once, como siempre. A los dos minutos, ella estaba
ya roncando; a la media hora, yo seguía con los ojos en blanco. Había probado el
remedio de siempre, pero me cansé cuando iba por la oveja ochocientos –creo que
las ovejas me tienen tomada la fila–. Me levanté, bajé al cuarto de estar y
puse un disco en el gramófono. Alguien me comentó una vez que un tal Bach va
muy bien para eso de dormirse, así que, cuando fui a la ciudad, compré un disco
de La voz de su amo del mencionado
fulano y ya lo he escuchado unas cuantas veces, aunque sólo me ha servido para
ponerme peor de los nervios; pero por probar una más… Nada, ¡qué cosa más
espantosa, madre! Así que decidí dejarme de moderneces
y probar con música buena, que de esa tengo mucha y que, si no me duerme, al
menos me gusta. Puse Mi novio tiene un
velero, de Marifé de Triana. ¡Ay, la Marifé, eso es demasiao! He puesto el disco tanto, tanto, que está rayado, por la
parte donde va el barco por la bahía; pero levanto un poco la aguja, la vuelvo
a bajar y ya sigue bien hasta el final. Cuando me cansé de oír a la Marifé, me
volví a la cama. La Encarna seguía roncando. Y yo, nada, que no, que no me
dormía. Los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad, así que veía
bastante bien. Ella dormía sobre un costado y sus formas se recortaban bien
bajo la sábana. Tiene buenas formas, la Encarna. Sí, sí, esas caderas… Y me dije
que ¡qué diantres!, que a lo mejor me venía bien para el insomnio darle un
meneo, así que hice un escarceo para tantear el terreno. Soltó un improperio
que no entendí muy bien y, como para asegurarse de que el mensaje llegara a su
destino, si no por un medio sí por otro, me largó una coz –¡huy, perdón, madre!:
un puntapié– en toda la espinilla, lo cual dejaba pocas dudas sobre su mala disposición
a ayudarme con lo del insomnio.
Dos de la madrugada. Con la pierna
dolorida, me asomé al balcón a fumar un pitillo. Frente a mí, al otro lado del
muro que separa nuestros jardines, vi encendida la luz de mi vecina Filomena,
que también padece de insomnio, la pobre. El resto era todo oscuridad, debíamos
de ser las dos únicas personas despiertas en el pueblo. Filomena estaba
recortada en su ventana y me vio encender el cigarrillo. Me saludó con un gesto,
y yo la saludé igualmente. Y entonces me enseñó los diez dedos con las manos
bien abiertas, que es la señal que nos hacemos si queremos reunirnos en diez
minutos, y yo encendí una cerilla para que me viera bien y asentí –¡qué iba a
hacer! Si además de ayudarme a mí, puedo ayudar al prójimo…–. Nunca nos encontramos
fuera de casa, por si nos ve salir el sereno, que no para de dar vueltas, o
algún vecino, así que nuestro lugar de reunión es bajo un enorme sauce llorón
que hay en su jardín, cuyas ramas colgantes llegan hasta el suelo y
proporcionan un escondite muy agradecido.
Manos a la obra. Primero, hay que
saltar el muro, para lo cual tengo ya mucha práctica. Me aúpo hasta la cintura;
una vez así, pivotando sobre el ombligo, hago un giro de media vuelta, de forma
que las piernas me quedan del otro lado, y ya no tengo más que dejarme caer.
Coser y cantar. Ella estaba ya esperándome bajo el sauce. Todo iba la mar de
bien y ya ni nos acordábamos de lo del insomnio, que es de lo que se trata, hasta
que apareció el marido de Filomena con la escopeta de caza, dando unas voces
terribles. Ni que decir tiene que salí como una exhalación, me aupé al muro y,
cuando de cintura para arriba estaba en mi jardín mientras que de cintura para abajo
estaba aún en el suyo, sonó un disparo y sentí como si me hubiera sentado sobre
las brasas del asador. ¡Madre mía, qué dolor! El enfermero de Urgencias me sacó
cuarenta y siete perdigones del culo y no sé cuántos más de las piernas.
Parezco un colador, ¿comprende ahora por qué le escribo de pie? Y la Esperanza,
sin enterarse de nada; casi me matan y ella, roncando. ¿Y cómo le cuento yo mi
lamentable estado cuando se despierte?
La
razón por la que le cuento esto, madre, es por si aún tiene libre la habitación
de invitados, porque la Encarna es muy poco comprensiva y quizás tenga yo que
salir de aquí a toda prisa antes de que los males vayan aún a peor.
No
me juzgue mal, es que esto del insomnio es muy difícil de llevar. Además, estoy
deseando verla a usted de nuevo, de verdad, después de tanto tiempo. Sea buena
y acójame de nuevo, ¿vale? No sé qué haría sin mi madrecita.
Bueno,
pues nada. Confío en su comprensión. Y ya sin otro particular, quedo de usted, afectuosamente,
con besos y abrazos,
Catalina.
José-Pedro Cladera Fontenla©
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