Cuando te oí, caían lisonjeras las
hojas rojas sobre la hoguera.
Cuando te oí, se mezclaron sangre y
sudor bañando mi cuerpo.
Cuando te oí, la angustia dejó paso
a la paz.
Cuando te oí, sentí lo que soy.
No, no pregunto cómo se siente vivir sin
ti,
sin tu melodía en el aliento de la
noche
azotando, perezosa, la hierba entre
las tumbas.
Pregunto: ¿cómo no quererte hasta la
eterna sepultura?
Todo tu proyecto me convierte en
esclava de tu don,
sintiendo en mis muslos, en mis
labios, en mi cuello,
latigazos de tus sonidos envueltos
en notas musicales,
traidores por haberme vencido
perdiendo la razón.
No he perdido el juicio ni los
sentidos,
sólo absorbo tu canto en vaivén
tamizado por el cielo.
Sin olvidar tus pasos ante nadie,
me inclino y detengo mi vida ante tu
navío caprichoso.
¿Y qué, si ni lo bueno ni lo malo se
destruye?
¿Y qué, si los jóvenes y ancianos se
desnudan ante ti?
¿Y qué, si no eres culpable?
¿Y qué, si soy insondable ante Dios?
¡Ah! Veo gemidos deteniendo el ritmo.
Ahora comprendo cómo atraviesas lo
inmaterial,
y puedo ser capaz de sonreírte
llegando a la cima,
volando envuelta en blandos
algodones.
Sé que eres el alma de los hombres.
Sé que eres el alma de las mujeres.
Sé que eres inmortal y admirado, ¡qué
más da si hombre o mujer!
Sé que eres canto de orgullo en el proyecto
de la vida.
Llego casi al final, donde los
cañaverales huelen a miel,
donde el agua baña las raíces del
almendro,
donde se sombrea con cautela la
montaña del ocaso,
donde permaneces cerca de nosotros,
sin abandonarnos.
La hora solitaria en que los sueños
flotan en el espacio vacío,
donde mi cerebro vaguea por los
confines del universo,
adentrándose,
insomne, en dimensiones impensadas.
No
duermo. No quiero. Me arrulla el oboe de Marcello.
Francis Cortés Pahissa©
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