Las alas no dejan de moverse con la hambruna.
No se puede pasar hambre, o la
bestia despertará.
The New York Times y The Street
Journal destacaban en portada el horripilante crimen acontecido la pasada
noche. La mayor parte de la prensa estadounidense se hacía eco esta mañana del
cadáver de un hombre encontrado en East River, un estrecho de agua del océano
Atlántico en Long Island, en la ciudad de Nueva York.
A las tres de la madrugada, la guardia costera había atisbado un bulto flotando. Enseguida se percataron de que se trataba de un ser humano. El cuerpo estaba semisumergido en el agua, boca abajo. El agente que le dio la vuelta, un joven recién salido de la academia, no pudo evitar vomitar. Un enorme agujero se abría en el cráneo de la víctima y le habían extraído el cerebro. Cuando llegó el médico forense, sacado a toda prisa de su plácido sueño, tras examinar el cuerpo y aunque no hubiera realizado la autopsia, dijo que estaba claro que no quedaba nada de la masa encefálica. Un trozo del lóbulo occipital y algunos pequeños restos de hueso se mantenían pegados al pelo.
Eran las 08.00 AM cuando llegué a mi
puesto de trabajo en la compañía de seguros de la Quinta Avenida de Nueva York.
Todo estaba revolucionado. No hizo falta preguntar, ya que enseguida me
informaron atropelladamente de los pormenores del macabro asesinato. Salí
disparada al baño, con unas ganas terribles de deshacerme de los donuts y el
líquido negro del Starbucks recién ingerido.
Durante el día no pude probar
bocado, y al llegar a casa, por la noche, me sentía fatigada. Me miré al espejo
y no me reconocí. Estaba terriblemente demacrada y hambrienta.
Cuando desperté al día siguiente,
era una persona nueva, renovada. Había descansado como si me hubiesen estado
balanceando en una cuna bajo un cielo salpicado de volátiles estrellas. Observé
mi aspecto, más juvenil que nunca. Me vestí y me olvidé del día anterior, que
recordaba como el golpeteo de unos afilados cuchillos chocando entre sí.
Camino al trabajo, me paré en el kiosco de Kevin y compré la prensa sensacionalista. La locura estaba desatada: el lanzamiento del perfume unisex Hierba. La sublime marca francesa Etiencelle hablaba acerca del revolucionario ingrediente jamás antes empleado en un perfume, advirtiendo que hacía aflorar sentimientos profundos de los que luego no quedaba traza. Alertaba sobre el cambio que podía realizarse en cada persona: ¿riesgo?, ¿peligro?, ¿seducción? En letras doradas y talladas en el reluciente cristal esmeralda del frasco, estas palabras prevenían acerca del atrevimiento o de las consecuencias de que la piel absorbiera las notas florales del mítico y ancestral perfume, rescatado de alquimistas de siglos pasados.
La Navidad aguardaba a la vuelta de
la esquina. Hierba llevaba ya un mes en el mercado y aún así no paraba
de ser noticia. Estaba prácticamente agotado. Lo había olido varias veces en
alguna persona allegada o al cruzarme con alguien en la calle, o en una
cafetería, y al instante me infundía una euforia semejante a un racimo de uvas
explotándome en la boca.
Al cabo de cuatro días sucedió lo inimaginable. Los periódicos ya no lo ocultaban: “Es un asesino en serie, y ha vuelto a actuar”. Esta vez, una mujer había sido hallada muerta en su piso de un edificio ruinoso del Bronx. La puerta estaba cerrada con llave, y solo la ventana de la habitación, en un noveno piso, permanecía abierta. La cavidad del cráneo de la mujer estaba vacía, ni rastro del cerebro.
Cuando llegué al trabajo, me
encontré nuevamente con un gran alboroto. Hablé con mi íntimo amigo y me transmitió
que nadie se explicaba qué clase de depredador andaba suelto y además podía
volar, ya que la puerta estaba cerrada, y la ventaba abierta era la única forma
posible de acceder al piso y escapar de él.
–Uno de nosotros podría ser el próximo
–me advirtió.
Sentí que las piernas me fallaban, y
no por el hecho en sí del macabro crimen, sino por lo que acababa de oler.
Aquel perfume… Alguien llevaba Hierba. Salí despavorida y me encerré en
una sala llena de polvorientos y antiguos expedientes.
Lo siguiente que recuerdo es estar
ya en casa con una terrible jaqueca. Tenía muchísima hambre. Me fui al baño, me
miré al espejo y la vista se me nubló un instante. Llamé a mi novio para
pedirle que pasara la noche conmigo. Sentía pánico y no quería estar sola.
Descongelaría una lasaña y descorcharía una botella de un buen vino.
Al chico le falto tiempo para llamar
a la puerta. Para Jimmy, yo era la mujer más bella, dulce y enigmática que
jamás había conocido. Cuando le abrí, un primario y embriagador olor llenó el hall en segundos. El perfume Hierba
se extendió y me alcanzó como una bofetada.
Le dije que se acomodara, ya que
necesitaba irme un momento al baño. Me encerré y clavé la mirada en el espejo.
No se me nubló la vista como las otras veces. Mis ojos ya no eran azules.
Estaban inyectados en sangre. Se oyeron unos suaves crujidos al tiempo que se
me rompían parte de los omóplatos. Unas grandes alas brotaban a mi espalda,
dotadas de una espesa y babosa membrana acabada en puntiagudos pinchos. La boca
se me ensanchó sobremanera y unos prominentes dientes, afilados como cuchillos,
ocuparon parte de la cara. Mis manos hacían un ruido siniestro mientras de las
uñas surgían unas garras fuertemente curvadas, enormes y negras. Olía todo a
podrido, a descomposición.
Hacía dos años que salía con Jimmy y
siempre lo tuve por un hombre inteligente. Lo que nunca sospeché es que tuviera…
tanto cerebro. Con un reguero de sangre rezumando por la comisura de mis
labios, y relamiéndome los restos de masa encefálica que aún tenía entre los
dientes, abrí la ventana: aún no había acabado, tenía más hambre.
Francis
Cortés Pahissa©
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