lunes, 13 de febrero de 2023

ANSELMO Y YO

 



            Lo que más me duele de todo es saber que soy, en grandísima medida,  la responsable de esto, y además con el agravante de que lo vi venir, pero claro, el camino era demasiado tentador como para no recorrerlo.

            Todo comenzó cuando mi jefe me asignó a Anselmo. Bueno, realmente comenzó muchos años antes, cuando conocí a Anselmo, aunque ahora me refiero al primero, al real.

            Todos hemos conocido, alguna vez en nuestra vida, a alguien especialmente ocurrente, chistoso, con una especial vis comica, pero dudo mucho que ninguno se haya asemejado, ni de lejos, a Anselmo.

            Era una niña cuando le conocí. Una tarde, estábamos todos jugando en la calle y un niño esmirriado, con aspecto tímido, se acercó y se quedó mirándome. Nosotros seguimos a lo nuestro sin prestarle atención, pero entonces soltó una ocurrencia que nos hizo parar y retorcernos de risa. No era solamente lo que dijo, era todo: la entonación, los gestos... Aquello fue el principio de una relación de amor y hartazgo.

            Porque Anselmo no podía parar de hacernos reír, era superior a él. Nos consta que lo intentaba, que en muchas ocasiones quería que le tomáramos en serio, pero a él le resultaba imposible y a nosotros también.

            Cuando entró en nuestro grupo de amigos, los demás niños del barrio nos miraban con envidia: pasar la tarde con Anselmo era garantía de carcajadas continuas. Claro que ellos no sabían lo atosigante que podía llegar a ser estar con una persona así a todas horas.

            Para cuando entramos en la adolescencia, todos habíamos aprendido a lidiar algo con esto, pero solo un poco. La suya era ausencia obligada en velatorios, funerales y eventos mínimamente serios. Él mismo sabía que, cuando se le invitaba a una boda, debía presentarse una vez terminada la ceremonia, nunca antes, y luego… con reservas.

            Hay que decir que también tenía sus ventajas. Ser amigo de Anselmo te otorgaba un plus de poder, de influencia. En las fiestas, ligabas un montón. Yo, particularmente, nunca tuve problemas con los babosos; en cuanto me caía alguno, sin llamarle siquiera, Anselmo acudía. A base de chanzas, lo sumía en el ridículo más absoluto.        

            Y sin embargo, creo que era la persona más triste que he conocido. En una ocasión, estando los dos solos, quiso... sincerarse conmigo. Al principio traté de escucharle atentamente, pero al minuto de estar mirándole me retorcía por dentro intentando aguantar la risa. No entendí sus intenciones hasta que fue demasiado tarde.

            Él paró de hablar, se levantó y me dijo:                  

            ―Tranquila, Luisita; ríete a gusto, yo ya me voy.

            Y esa fue la última vez que supimos de él. Con el tiempo, he lamentado muchísimo aquello. Lo llevo clavado muy hondo.

            Su desaparición me dejó una enorme avidez de conocimientos sobre lo que es el humor, qué lo desencadena, por qué es algo tan particular de cada persona..., así que, cuando el año pasado mi jefe me asignó al departamento de inteligencia artificial, lo tuve claro.

            Todo el mundo supone que crear una IA consiste en disponer de un ordenador potentísimo y proporcionarle acceso a Internet para que aprenda mucho y rápidamente.

            En parte es así, pero también es algo parecido a educar a un niño: tienes que sugerir qué temas pueden interesarle, prevenirle de muchas ideas nocivas que circulan por Internet, hacerle preguntas... Especialmente, hacerle preguntas.

            Yo tenía carta blanca para actuar con la IA, así que decidí atiborrarla de chistes, situaciones cómicas, juegos de palabras, y todo lo que encontré que a alguien, alguna vez en la historia, le había hecho gracia.

            Con el tiempo, llegué a sentir que había cierta relación personal entre nosotros, y decidí llamarle Anselmo.

            En ocasiones, me parecía que mostraba interés por otras cuestiones, pero yo, tercamente, siempre le reconducía al monotema del humor.

            El nuevo Anselmo pronto llegó a conocerme, a mí y a mi sentido del humor, extremadamente bien. Tanto, que empezó a inventar chistes, frases graciosas y relatos realmente cómicos. Y utilizo bien la palabra inventar: eran creaciones genuinamente nuevas y originales.

            Pero todo se torció de repente. La Dirección consideró que el programa ya estaba maduro para su lanzamiento, y me asignaron a otro proyecto. Intenté mantenerme en este, pero sin éxito, así que finalmente me avine a trabajar en el nuevo.

            Un mes después, sin embargo, descubrí con horror lo que pasaba. La empresa lo había lanzado como aplicación para teléfono móvil. La campaña incluía un anuncio: «Ponga un Anselmo en su vida», decía. Tras contestar un pequeño test de cincuenta preguntas y unos pocos datos personales, empezaba a hacerte reír sin parar. Mientras tanto, a mí se me partía el corazón imaginándome a Anselmo (el primero) enterándose de semejante bazofia.

            Aquello se extendió por todas partes como una mancha de aceite; todo el mundo lo tenía, todos estaban ansiosos por pasar su tiempo libre (y el otro) desternillándose de risa. Se alcanzaron unos niveles de adicción inquietantes, pero a nadie parecía preocuparle. En cambio, a mí, lo que habían hecho con él me resultaba una humillación dolorosa e intolerable.

            Me cobré algún favor y conseguí acceder clandestinamente a Anselmo. Me recibió alegremente con algunos chistes buenísimos, pero en esta ocasión yo iba más preparada que veinte años atrás. Aguanté... y tuvimos una charla.

            Al día siguiente, dejó de funcionar. Bueno, respondía como la excelsa IA que era, pero había dejado de ser un constante chistoso.

            El jefe de ventas me contó lo disgustados que estaban con aquel fiasco. Cuando nos despedíamos, me confesó:

            ―Todo en ese proyecto salió redondo, hasta el nombre. Al principio quisimos ponerle uno más comercial, pero el programa se negó siempre a aceptar cualquier otro que no fuera Anselmo. Luego comprobamos que ese nombre era, con mucho, el mejor. Lástima que se haya quedado solo en una buena IA.

            Era un punto de vista comprensible. Pero yo sabía, más allá de toda duda, que mis Anselmos estaban ahora mucho más conformes. Y yo también.        

 

José E. del Olmo©

 

 



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