—Hola, abu. He de escribir
sobre el humor negro, y dice papá que tú lo utilizas a menudo. ¿Podrías ayudarme?
—¡Por supuesto! ¡Y te he dicho mil veces que me llames Pepe,
o te llamaré nieto en vez de Tito!
—Disculpa, ab… Uy, quise decir Pepe. ¿Con humor negro se
pueden escribir poemas alegres?
—Claro, lo hago cada día.
—Entonces, ¿por qué solo editas los tristes?
—Porque se venden mejor.
—¿Lloras al escribirlos?
—Algunas veces.
—¿Qué tal te llevas con la esperanza?
—¿Acaso no ves que todavía respiro aunque sea con la botella
de oxígeno?
—Dice la abuela que eso te pasa por fumar como una nuétaba. Por cierto, ¿qué animal es?
—¡Vaya con tu abuela! La nuétaba
es de la familia de las lechuzas. Verás, en la cárcel pasé tantas ganas de
fumar que, aún libre, no se me quitaron.
—¡Bonita disculpa! ¿Qué piensas de las fronteras?
—Que no las hay. Mira, viví dos posguerras, una guerra, la
cárcel y una dictadura, y creo que la única frontera está entre vivir y morir y,
de momento, vivo.
—¡Uy, si no cambio de tema, me va a
contar sus batallitas! ¡Ah, ya sé!, le preguntaré sobre su forma de escribir;
total, no ha sacado a relucir ese humor negro que decía papá.
Pepe, nunca te escuché decir “sí”; tampoco lo he leído en tus poemas.
—Chaval, esas dos letras no las uso ni dentro de palabras donde
conserven ese orden. La última vez que las dije, me costó años de cárcel.
—¿Y cómo dices “sí”?
—Con un gesto.
—¿Y cuando escribes?
—Simplemente, lo hago con otras palabras: afirmo que, lo confirmo…
Tito, te estás poniendo cargante, y te voy a mandar al carajo.
—Venga, hombre, que sólo es por curiosidad. ¿Y cómo dices “siete”?
—Seis más uno, u ocho menos uno. Y con las cifras que
contengan ese número, lo mismo.
—¿Y “sílaba”?
—No la escribo ni la mento.
—Perdona que insista. ¿Y “sinónimo”?
—¡Eres más pesado que un ataúd llevado a mano alzada! Digo:
palabra equivalente de...
—Cuando te casaste, tendrías que decir sí, porque, no me
creo que lleves así toda la vida.
—Estaba afónico y no tuve que aplicar mi norma.
—He observado cómo te comportas, y me da la sensación de que
eres rarito.
—¡Ahora resulta que eres antropólogo social!, ¡y yo con
estos pelos!
—¡Pepe, si valen las puyas, yo también lo haré: ¡y tú hablas
de pelos, pero tienes la cabeza como una bola de billar! Lo digo porque en la
cantina te apartas de los demás, y en casa, de nosotros.
—Sólo lo imaginas, que no somos siameses. Intento coexistir
cuando escribo.
—¡Te he pillado! Has dicho la palabra “sí” en coesistir!
—Coexistir se escribe con equis, ¡y quítate la boñiga de los
ojos, Tito, que te impide ver las normas ortográficas!
—Abu, si no te
importa, ¿podemos seguir pasado mañana?
—¡¡Qué te dirijas a mí como Pepe!! —Este chaval no se entera de nada, qué castigo... Vale, ‘nieto’, quedamos,
a no ser que tenga que acudir al entierro.
—¿Qué entierro?
—¡El mío!
—¡Ahhh! Pues dame un beso de despedida, por si acaso…
©Ángeles
Sánchez Gandarillas
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