La
potencia intelectual de un hombre se mide
por
la dosis de humor que es capaz de utilizar.
Friedrich
Nietzsche
Hay tipos de
humor para todos los gustos: verde, negro, absurdo, grotesco, irreverente,
racista, y todo lo que se nos pueda ocurrir. Los chistes enlatados,
prefabricados, pueden estar bien y hacerme reír, pero confieso que me parecen
de poco mérito; no demuestran por parte de quien los cuenta más ingenio que el
de un loro, que se limita a repetir lo que ha oído, aunque exhiba más o menos
gracejo uno que el otro. Pueden suscitar la risa, pero es una risa de poca
calidad, porque no sabes si se trata de una originalidad –rara vez– o un plagio
–lo más común–. Es humor por repetición, carente de ingenio propio.
No creo que Nietzsche se refiriera a los
insufribles cuentachistes (hoy
devenidos en plaga televisiva), sino más bien desde los grandes nombres de la
literatura que sazonan sus obras con sentido del humor hasta el hombre de la
calle que hace lo propio en su día a día.
No obstante,
estos creadores de humor tienen mucho de artesanos: se toman el tiempo que
quieren para elaborar situaciones y darles vueltas y vueltas hasta lograr el
efecto deseado. Mucho más interesante aún me resulta quien tiene la chispa para
crear el humor espontáneamente, sobre la marcha, generalmente cuando otra
persona, mucho menos dotada de ingenio, trata de ponerle en apuros.
Hay ejemplos
muy notorios en nuestro país, como Camilo José Cela, con su famoso: “¡Cómo va a
ser lo mismo estar durmiendo que estar dormido! ¿Le parece a usted lo mismo
estar jodiendo que estar jodido?” O Miguel de Unamuno, cuando, mientras
impartía una esperada conferencia, vio cómo se reían de él porque había
pronunciado el nombre de Shakespeare tal como se leería en español (“Saquespeare”).
Así que les dijo que, en vista de que estaba ante una audiencia tan versada en
la lengua inglesa, no habría inconveniente en que siguiera dando la exposición
en ese idioma. Y se puso a hablarles en un perfecto inglés, con lo que la
inmensa mayoría de los asistentes tuvo que aguantar estoicamente la ansiada conferencia
sin entender una palabra. Estos y tantos otros ejemplos constituyen, para mí,
la forma más elevada del humor, del humor inteligente.
Y de entre
estos grandes creativos de humor, posiblemente a quien más admiro es un
personaje que, pese a resultarme despreciable en otros aspectos, tuvo más que
nadie el don de la inteligencia aguda, rápida y despiadada. Además de un
grandísimo político (un Gulliver frente los actuales liliputienses), además de
premio Nobel de Literatura (¿a cuántos mandatarios actuales conocemos que hayan
aspirado a él?), alardeaba de un magistral ingenio ante quien se le ponía por
delante. Me refiero, ya lo habréis adivinado, a Winston Churchill.
Sirva como
ejemplo la archiconocida historia que, como tantas otras, tuvo lugar en el
Palacio de Westminster. Al terminar una enconada lucha dialéctica con lady
Astor, primera mujer que ocupó un escaño en el parlamento británico, la cual
había tenido que soportar durante el debate las despiadadas y mordaces
locuciones del personaje de marras, en el pasillo y ante un corrillo de
parlamentarios, ella se dirigió a él, visiblemente enfadada:
–Sr. Churchill:
le aseguro que, si fuera su mujer, le pondría veneno en el té.
Ante lo cual,
él, para regocijo de los del corrillo, que aguardaban expectantes, sabiendo que
no les iba a defraudar, le respondió:
–Sra. Astor: si
fuera usted mi esposa, le aseguro que me lo bebería.
Genio creativo,
humor con mayúsculas. Nunca el insulto directo y poco imaginativo; nunca
palabras soeces ni toscos chascarrillos que, más que risa, suelen dar vergüenza
ajena, sino elevarse a una altura intelectual superior y recurrir a un humor no
por educado y erudito menos descarnado, sino todo lo contrario.
Hasta en la barra de un pub inglés,
charlando animadamente de pie con una jarra de cerveza en la mano, no perdió
ocasión de darle la vuelta a la tortilla de quien pretendió ponerle en evidencia.
Un joven, de ideas manifiestamente opuestas, quiso su minuto de gloria pretendiendo
ridiculizar a tan insigne personaje, así que se le acercó con una sonrisa
malévola:
–Sr. Churchill,
lamento tener que decírselo, pero lleva usted la bragueta abierta.
Y claro, como
no iba a ser de otra forma, resultó el burlador burlado:
–No se
preocupe, joven. A mi edad, el pájaro no se va a escapar de la jaula.
A falta de este ingenio, puestos a
escuchar chistes prefabricados, confieso que mis preferidos son los de un
personaje tan universal como nuestro querido Jaimito (Little Johnny en
Inglaterra y Estados Unidos, Totó en Francia, Pierino en Italia, Vovochka en
Rusia y Ucrania, y un larguísimo etcétera; hasta los alemanes, con su
proverbial falta del sentido del humor, tienen también a su Klein Fritzchen,
que ya es decir), porque suelen recurrir a un humor ecuménico que bien podría
haber salido de la boca del niño Churchill. Como este que dejo aquí para
terminar esta sesuda reflexión:
A sus cuatro
años, paseaba Jaimito por el parque de la mano de su padre cuando vio a un
perro montándose a una perra. Le preguntó a su papá que qué hacían. Y este le
respondió que, como se querían mucho, estaban encargando un cachorrito. A los
pocos días, Jaimito se levantó de la cama para hacer pis y, al pasar frente la
habitación de sus padres, vio cómo él estaba tumbado sobre su madre, y le
preguntó qué hacían. El padre le respondió que, como se querían mucho, estaban
encargando un hermanito. Y Jaimito le contestó:
–No, no, papá,
no. Dale la vuelta a mamá, que prefiero un cachorrito.
Pues nada, la
cosa no da para más. Uno no es Churchill.
José-Pedro Cladera Fontenla©
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