"Pozo Blanco" había
pasado desde el bisabuelo Juanuco, al
abuelo Saturnino, luego al hijo de éste
Higinio y posteriormente a Paquito.
Durante sus largos setenta años pasó de ser un bar moderno a una
reliquia vecinal.
Cada año, era
encalado para darle prestancia y evitar que el sol lo agrietase. El interior, también era acicalado: las
paredes recibían dos manos de pintura azul;
las deterioradas cerámicas eran sustituidas por otras, manteniendo
siempre el ambiente taurino. La media
docena de mesas con la veintena de sillas de formica fueron formando un mosaico
multicolor, desde el azul añil original, al verde botella, al amarillo
celestial…al rojo sangre. La adquisición
más valiosa fue la cafetera de acero inoxidable.
Fue durante el
gobierno de Higinio, el padre de Paquito, cuando se amplió el bar. En el ala Este, levantaron un miradorcito
cubierto de frondosos naranjos y bordeado de buganvillas perennes. Sobre el mullido césped colocaron unas
hermosas mesas y sillas de nogal. Los manteles de hule, de cuadros rojiblancos le daban al adosado un toque de coquetería.
Henchida de
satisfacción, la familia se afanó aún
más en satisfacer a cada uno de los que acudían al local. Cada día, Merceditas escribía con letra
caligráfica el menú y lo colgaba de la cerámica de bienvenida. Y así, poco a poco, la familia era más
próspera. A la noche, cuando todo
relucía como los chorros del oro, y el
aroma de azahar rezumaba por doquier, Higinio y Merceditas abrían el libro de
contabilidad y anotaban en el Haber, en azul, lo ganado durante el día, y en el Debe, en rojo
peligro, lo que habían ingresado al
comerciante Tomasón. Y viendo la panza
gorda del Debe, se acostaban con los corazones algo inertes.
Por la mañana,
Higinio se levantaba esperanzado e infundía su confianza en Merceditas y María
Mercedes. Los primeros que llegaban a
desayunar eran los turistas que después de sufrir cientos de kilómetros, daban
buena cuenta de las tostadas bañadas en aceite de oliva virgen y tomaban
humeantes y estimulantes vasos de café o colacao. Al mediodía,
se acercaban los jornaleros de la hacienda de la duquesa, así como los
trabajadores de las fábricas de cerámicas y Terracota. Higinio apuntaba en el cuaderno “B”, con detalle,
los nombres o seudónimos de la clientela que liquidaba la deuda a últimos de
mes, el mismo día en que cobraban el sueldo.
Desde que hubo ampliado el restaurante,
llegaba gente más endomingada e
incluso hacían reservas para algún que otro evento familiar. A la tarde noche, el local se llenaba de
voces –de mal presagio algunas- eran
cuadrillas con sus toreros aficionados,
rejoneadores novatos…que se llenaban las entrañas mientras sus bolsillos
estaban agujereados. Una noche,
como pago de lo degustado Higinio recibió un cartel enrollado. Mientras trabajaban en el libro de
Contabilidad, desenrollaron el cartel –papel de pago. No sabían qué precio asignarle, llamaron a María Mercedes y ésta conocedora de los diestros que tomaban
parte el dichoso día, anotó en el Haber una cantidad desorbitada.
Cerca del tablero del
menú, Higinio colocó el cartel de la
corrida.
Cada vez, más
comensales solicitaban las mesas cercanas al cartel. Según se acercaba el día de la corrida, la clientela exigía sentarse cerca del
atractivo anuncio y estoicamente dejaba
pasar su turno y esperar.
Higinio llevado por la curiosidad se plantó ante el imán de
sus parroquianos:
PLAZA DE TOROS
DE
POZO BLANCO, CÓRDOBA
Miércoles, 26 de setiembre
6, BRAVOS TOROS, 6
(en el centro, mostraba un hermoso astado )
LIDIADOS POR TRES FAMOSOS MAESTROS
FRANCISCO RIVERA “PAQUIRRI”
JOSÉ CUBERO “EL YIYO”
y
VICENTE RUIZ “EL SORO”
La clientela fue
aumentando hasta tal punto que Higinio precisó de la ayuda incalificable
de Paquito. Y así, el cuaderno de
contabilidad volvió a teñirse de azul ¡Iba a resultar factible
la cantidad que María Mercedes le había asignado al
cartel!
Todas las mañanas, antes de encender la cafetera inoxidable,
Higinio con un paño húmedo limpiaba las manchitas negras de las moscas. ¡Cómo osaban enturbiar la vida de los espadas!
Agosto se presentó,
a la vez, dragónico y agónico. El aire
era fuego que resquemaba el césped, levantaba las láminas de formica de las
mesas, resquebrajaba las cerámicas de banderilleros… Higinio cada vez
necesitaba más de Paquito y de personal especializado A veces,
precisaban ayuda de la capital para hacer acopio de baldosas y
baldosines apropiados. Una mañana del
mes de setiembre, Higinio no hizo caso al despertador. La fiebre lo tenía postrado en la cama. Merceditas, cada vez que disponía de un minuto ascendía por la
escalera y le suavizaba la fiebre con paños frescos. El médico le diagnosticó tuberculosis: expulsaba bilis y sangre;
apenas hablaba.
El 25 de
septiembre - le iban a llevar al
hospital- pero Higinio tuvo una
repentina mejoría. Después de analizar
la contabilidad de las últimas semanas, suplicó a su familia, que jamás se
desprendieran del afortunado cartel, ya que presentía que en un futuro muy
próximo, la gente acudiría como en
hordas…
El 26 de setiembre,
por orden de Higinio se cerró el bar y la familia fue exhortada a acudir a la
feria.
Salió “Avispado” y
en el tercio de varas –antes de las banderillas- El
astado empitonó a “Paquirri” Voces de estupor se oyeron en el ruedo; se apaciguaron, en parte, viendo
que el matador conversaba con el doctor, con semblante tranquilo y voz
imperiosa. “No es nada” –decía.
Merceditas tiraba de la mano de su madre y su tío Paquito con un ojo aún en el
Espada; avanzaba, el trío, ante su enfermo.
Al abrir la puerta, Higinio les recibió
con su cara serena. Había una similitud
entre los dos encamilllados. Y el rojo sangre teñia los lienzos, y se empañaban
los rostros de dolor y de tragedia.
San Vicente
de la Barquera, a 31 de marzo de 2015
Isabel
Bascaran ©
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