EL ENCUENTRO
Él empezó con las visitas a los
concesionarios. Y un día llegó a casa
con los libritos de las casas “Renault, Pegaut, Toyota…” Me explicó con
paciencia las ofertas de cada una.
-Y por una avería, ¿vamos a
cambiar de coche?
- Estuviste a punto de perder la
vida…
Era el 22 de junio. Dejé la casa como los chorros del oro. Coloqué el regalo en el asiento del
copiloto. Deposité la basura en los
distintos contenedores y con los ojos
resplandecientes por la acción del bello día, emprendí ilusionada el viaje. Reposté a unos 150 kms. En la estación “La Pausa”. No me olvidé de ponerme los guantes; no quería inspirar gasolina cada vez que acercara la
cuchara a la boca. Pero al igual que
ocurre ante la entrada a los aeropuertos –en este caso rociado de tabaco-, la ropa se esponja de olor vomitivo; tanto el
aroma de la sopa de pescado, como el de la carne a la plancha te saben
tóxicos. En la barra, pedí un bocata de
tortilla de patatas: este segundo regalo, muy paupérrimo al lado del que
vigilaba el coche, iba a hacer las delicias de las papilas gustativas de mi marido.
El sol se iba nublando a medida que avanzaba
por los cinco túneles que rodean Bilbao.
Tras el peaje, fui acelerando el coche hasta que de golpe, éste dio dos
fuertes tumbos- y volcaron los bártulos del asiento de atrás, y yo quedé a
escasos centímetros del parachoques.
Intenté empujar el coche al arcén, pero había elegido el único penacho
donde romper el embrague. Los camiones
retumbaban tal truenos, la velocidad
parecía despegarnos cual bolsas de basura; el cielo oscureció y yo me vi en la
antesala de la muerte…
…Y
llegó el coche de la “Ertzantza”. Llamó a mi seguro. Pidieron una grúa. Y desde la retaguardia, me protegieron hasta
que llegó el camión.
Y
ya en diciembre, Malcolm alegó que había buenas ofertas para hacerse con un
coche nuevo. Yo me hallaba dispuesta,
pues durante seis meses fue despidiéndome de mi coche A veces, entraba en él y sin pasarle la bayeta, lo
arrancaba. Después, dejé de sacudirle la
arena de la playa, y al aparcarlo le
dirigía un adiós frío. No
obstante, me volvía melosa ante un largo
viaje y sobre todo, al pasar por el punto negro.
Entramos al local, Me fijé en el “AurisHybrid” azul y me gustó. Una señorita nos llamó a su oficina de
butacas de cuero. ¿Por qué no nos dejó
disfrutar de nuestro vehículo? ¡Quizá, nos habíamos equivocado! Edurne
nos habló del coche como si lo hubiera parido ella: Se alimentaba de electricidad y gasolina,
arrancaba sin llave de contacto -bastaba
con tenerla cerca- era automático, una persona sin pierna izquierda o un
Flaminco serían los más idóneos para
conducirlo. Luego, fuimos de paseo en
uno similar. El lugar de las maniobras
no presentaba ningún obstáculo; yo hice
que mi cerebro me obedeciera:
“¡No
hay embrague, no hay embrague…!”y Edurne me felicitó.
Volvimos
el 4 de enero. Firmé la cédula del
coche, los papeles del Seguro y todo lo que hacía falta. Me extrañó que Edurne se pusiera su
plumífero; pero, si el coche está allí mismo…
Pasamos a un pabellón que podía albergar a
cien coches o a veinte grúas. Tanto las
paredes así como el techo y el suelo eran blancos. Una chica pasaba un paño a un coche. Al fondo, había dos ataúdes cubiertos por
lonas blancas. Nuestra acogedora y hábil
vendedora dio un tirón, por un extremo, al toldo, yo así la otra esquina
delantera y lo fui enrollando. El toldo
quedó en el suelo, y corrí al encuentro de nuestra joya ¡Sí, verdaderamente me encontraba ante un
recién acicalado bebé!, ¡Qué ganas sentí de acariciarlo!
Éramos
cuatro personas y el tesoro azul. Ahora,
hacía falta saber: “cómo y por dónde”
saldríamos de aquel recinto tan hermetizado…
San Vicente de la Barquera a, 2016-02-11
Isabel Bascaran ©
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