ADIÓS, MI TESORO
Al
principio, los árboles cercanos como: la frondosa encina, el esbelto fresno, el
anciano nogal se reían de él. Se reían
como nos reímos de un tambaleante bebé que se empecina en el arduo esfuerzo de
mantenerse erguido. No le tendían una
mano, “¿Para qué si va a caerse de un
momento a otro?”y se doblaban de mofa.
Veían a sus cuidadores que se afanaban en mantenerlo como una tienda de
camping: pero acudía el viento y arrancaba las pinzas-anclaje. Volvían a enderezarlo…lo regaban…lo
abonaban…hasta que un entendido les exhortó a que lo dejaran a su aire; el arbolito encontraría su equilibrio
succionando la vida desde sus raíces.
Hacia
los dos años, que el arbolito enseñó sus ramas nuevas repletas de
hojas-aguja. Y llegó el otoño, y solo la
frondosa encina y él quedaron
vestidos. La savia, suavemente, los
vigorizaba.
Al
llegar la primavera, mientras el fresno y el nogal se iban acicalando,
mantuvieron sus ramas en silencio pues fueron percatándose de la relación
surgida entre los dos actores perennes.
La encina había adoptado al árbol y lo llamaba “cedro” El fresno y el nogal quisieron palpar las
hojas-aguja y jugar a costureritas, pero
el “cedro” seguía la llamada de sus sentidos e iba creciendo en un geotropismo
negativo; quería ser tan alto como la
luna y superó al jazmín, a la camelia, a
la buganvilla; aunque admitía que su verde no podía competir con: el blanco, el
rojo y el rosa; respectivos,a lo sumo
los complementaría… ¡Y era feliz! El
rosal silvestre hizo un tándem con el jazmín
y se pegó a una de la ramas del cedro, después se enrollaron al terso
tronco, no sé si por hacerse notar o por
estrangularlo.
El cedro alcanzó la altura de la encina; sus brazos nunca se
encontrarían para un abrazo real, pero se tuteaban, se contaban las cuitas de
los enamorados cuervos, de las inmigrantes golondrinas, de los cantarines
mirlos. Sus respectivas hojas se besaban
por la brisa y rodaban cuesta abajo por La Solana. El cedro aprendía a ser paciente y a valorar
a todos sus convecinos.
El jardín no mostraba síntomas de enfermedad: parecía “El jardín del
Edén” Al ras de suelo, florecían las dalias azules, las margaritas africanas,
las azaleas fucsias y en ellas libaban las abejas zumbantes y trabajadoras.
El dueño empezó a sentir temor al tronco del cedro; en diez años había
adquirido una circunferencia de
cincuenta centímetros. Si tan
grueso era, ¿cómo serían sus raíces? ¿ A
dónde se extenderían para beber el alimento?
Sí, tiempo tuvieron para saludarse, el cedro inclinó su cabeza hacia
todos sus amigos y lanzó un beso virtual a su madre adoptiva…Y La Solana se
esmeró en su aroma y su actividad.
El dueño colocó la escalera extensible sobre el tronco y comenzó a
hacerle cosquillas en las ramas más altas, las cosquillas se tornaron rasguños, y luego, las heridas fueron tan
profundas que el lamento cayó junto un
cuarto del cedro. El temerario dueño
serró otros tres metros del valioso tronco que fue a precipitarse con un
pavoroso estruendo a los pies de la hortensia.
Salió la esposa triste y llorosa.
Despertó la flora de la siesta y sollozaron ante el fresno
decapitado. Todavía, la mayoría, podría
llamarlo así, pero solo la amiga del
alma pudo ver el vil asesinato.
El árbol perdió su nombre, su semblanza,
su imponente porte. Ahora parece un
tótem al que adoran sus hermanos. Ya
nada se retuerce en su tronco, los pajarillos no tienen ramas dónde posarse. Un
halcón cubre el atropello de la sierra.
Pronto, llegará la motosierra y le podará
de cuajo. La parte más difícil de
digerir será el aparato locomotor.
Quizá, no tendrá articulaciones, pero las raíces serán largas,
multidireccionales. ¿Habrá alguna que
haya llegado hasta los cimientos de la casa?
Las
plantas de temporada morirán y con ellas su memoria. Los
perennes arbustos comentarán a sus futuras flores la historia del
ilustre vecino. El fresno y el nogal
dormirán su invernal sueño. Y quedará la
madre encina sin osarse a decir: adiós.
San
Vicente de la Barquera, a 5 de junio de 2016
Isabel Bascaran ©
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