martes, 1 de noviembre de 2016

ADIOS

ADIÓS
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            Se llamaba Enrique, y era mi amigo desde hace sesenta y siete  años. Prácticamente toda una vida. Condado Cano eran sus apellidos.  Castellano.  De Alcocer, un pueblo de Guadalajara.  Convivimos  intensamente un par de años. Después nos separamos de repente. Cada uno por un lado, y nunca más nos volvimos a encontrar.  Pero la amistad perduró. Aquellos dos años fueron  suficientes para que  se petrificara, y  quedó  intacta,  con una solidez increíble dentro de nuestros sentimientos.  Todos los años nos telefoneábamos dos o tres  veces para ponernos al día de la marcha de nuestras vidas. Así, hasta que hace muy pocos días, una voz de mujer, me informó de que Enrique ya no estaba en este mundo. Por unos instantes me quedé con el teléfono en la mano, sin hallar una palabra para su viuda. Al fin, le dije algo que no recuerdo, y colgué. Adiós, Enrique. Adiós, amigo.

            Y las imágenes de los recuerdos se empezaron a suceder unas tras otras… Verás: Nos conocimos en la Base Aérea de Tauima, en lo que entonces se llamaba “Protectorado Español”, dentro de Marruecos. A la Base, se la conocía además con el nombre de Aeródromo de  Villa Nador, y  extendía su pista de aterrizaje en la  gran llanura  que hay junto a Mar Chica, no muy lejos de aquel Monte Gurugú, que tan tristes recuerdos dejó   su desastrosa  batalla  en el Barranco del Lobo.

 En la época de que te hablo, la Base Aérea hacía también las veces de Aeropuerto de Melilla, y recibía dos vuelos diarios de Iberia: Uno de Madrid, y el otro que hacía de puente aéreo con Málaga.

            Por lo demás, allí  solo había cuatro bombarderos, tres “Júnkeres” alemanes, y un “Pedro”, que de vez en cuando volaban a Madrid, (según decían las malas lenguas, cargados de tabaco y medias de cristal de contrabando), y una docena de avionetas donde los pilotos de complemento hacían sus horas reglamentarias de vuelo.

            Como es lógico, la Base tenía su Observatorio Meteorológico, y yo fui el primer recluta de los recién llegados, que tras el período de instrucción, fue  destinado al mismo. Para entonces yo había hecho amistad con Ángel Alonso Alarcón, (Triple A), un melillense alto y bien plantado, que en un principio califiqué de chuleta; más tarde le añadí los apelativos de cara dura y  pasota, hasta que un día, por razones que no vienen a cuento, descubrí que bajo su aspecto de frivolidad, escondía un corazón de oro. Y me atreví a recomendarle a  mis superiores del Observatorio, como el segundo recluta a sustituir a quienes dentro de un par de meses se licenciarían. Tenía una novia en Tetuán, y con frecuencia aseguraba que en cuanto ganara lo suficiente para comprar una cama, una mesa y dos sillas, se casaba.

            Los demás, uno tras otro hasta completar el total de siete que habíamos de componer la plantilla, fueron cayendo como insectos que se pegan al atrapamoscas que cuelga de un techo:Antonio Trillo Castañón, de Mieres, Asturias, con un tic nervioso que le hacía sacudir la cabeza fuerte y brevemente, como  si quisiera espantar una mosca posada en una oreja, y que un día nos asustó a todos al grito de júbilo que dio mientras leía la carta que acababa de recibir  de su novia: ”La mi rapaza ¡por fín, cortóse les coletes!”

            Manuel Luque Estévez, de Málaga. Barbilampiño, de ojos azules, tristes y suplicantes, con una novia llamada Carmela, a la que escribió  setecientas treinta cartas, (una cada día de los dos años que  permanecimos allí), larguísimas, y en estilo dialogal: -(“Yo le dije”. Punto y aparte. –“Él me contestó:”),  y que nosotros le cogíamos de la taquilla con una llave falsa, para leerlas y luego tomarle el pelo repitiendo alguna de sus frases. Fue el primero en faltar de los siete. Murió con cincuenta y pocos años en su Málaga natal.

            Carlos Bermúdez Ledo, de Mondoñedo, Lugo. Ex seminarista; inteligente y socarrón, que  tranquilizaba mi conciencia cuando yo le comentaba que sentía remordimientos por los bocadillos que le robábamos a Víctor, el  viejo cantinero que tenía su “negocio” junto a la entrada principal de la Base: “Tranquilo, hombre. Esto lo ve Dios, y se harta de reír. De sobra sabe Él que no es más que otra travesura de soldados”. Y como había sido seminarista,  a mí casi me servía de confesión, y se me relajaban los pesares. Después de una vida laboral en Barcelona, murió en su pueblo nada más jubilarse.

            Francisco Jiménez Manso, de Quintanilla de las Torres, Palencia. Tan menguado de estatura, que debió dar la talla por medio centímetro.  Pero de  pecho saliente, cabeza empinada y cuello estirado como le estiran a casi  todos los chiquitines; con un gran mostacho para que se le viera como una matrícula, y un vozarrón de gigante que parecía salirle de la planta de los pies y explayarse en un amplificador que tuviera en la garganta. Jamás se equivocaba: Tanto era así, que una vez discutiendo sobre el significado de una palabra, aseguró que el diccionario al que acudimos estaba equivocado, antes de reconocer su error…

            Enrique. De Alcocer, Guadalajara. Gañán. Por lo  que él mismo contaba,  mozo de labranza que añoraba las tertulias nocturnas que los jornaleros hacían ante las portaladas de la Casa Grande para la que trabajaban, y a las que de vez en cuando acudía la anciana y soltera hermana de la señora, aconsejando con grandes aspavientos a las muchachas de servicio: “Casaros, hijas, casaros. Que si yo volviera a nacer, me casaría aunque fuera con un barrendero…”

            Dos años conviviendo los siete sin una discusión. Juntos aprendimos bajo las explicaciones de los tenientes Naya y Cereceda  los nombres de los distintos tipos de nubes. A interpretar los gráficos del anemocinemógrafo, y de las horas que lucía el sol en un día. Trazar mapas isobáricos. Hacer sondeos  para conocer dirección y velocidad del viento a distintas alturas. Barómetro, termómetros, pluviómetros… Pero lo verdaderamente importante fue que, mientras hubiera una peseta en el bolsillo de uno, a nadie le faltarían media docena de cigarrillos para hacer más llevaderas las  solitarias e interminables noches de servicio. Mientras hubiera una peseta en el bolsillo de otro, había un bocadillo de la cantina para que el primero que sintiera hambre. Y cuando  cualquiera recibía un paquete de su familia, fue como si tocaran fajina floreada, y todos juntos  participábamos del banquete inesperado… De los siete, quedamos cuatro que nos seguiremos llamando por teléfono, hasta que…


Jesús González ©

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