ADIÓS
Se
llamaba Enrique, y era mi amigo desde hace sesenta y siete años. Prácticamente toda una vida. Condado
Cano eran sus apellidos.
Castellano. De Alcocer, un pueblo
de Guadalajara. Convivimos intensamente un par de años. Después nos
separamos de repente. Cada uno por un lado, y nunca más nos volvimos a
encontrar. Pero la amistad perduró.
Aquellos dos años fueron suficientes
para que se petrificara, y quedó
intacta, con una solidez
increíble dentro de nuestros sentimientos.
Todos los años nos telefoneábamos dos o tres veces para ponernos al día de la marcha de
nuestras vidas. Así, hasta que hace muy pocos días, una voz de mujer, me
informó de que Enrique ya no estaba en este mundo. Por unos instantes me quedé
con el teléfono en la mano, sin hallar una palabra para su viuda. Al fin, le
dije algo que no recuerdo, y colgué. Adiós, Enrique. Adiós, amigo.
Y las imágenes de los recuerdos se empezaron a suceder
unas tras otras… Verás: Nos conocimos en la Base Aérea de Tauima, en lo que
entonces se llamaba “Protectorado Español”, dentro de Marruecos. A la Base, se
la conocía además con el nombre de Aeródromo de
Villa Nador, y extendía su pista
de aterrizaje en la gran llanura que hay junto a Mar Chica, no muy lejos de
aquel Monte Gurugú, que tan tristes recuerdos dejó su desastrosa batalla
en el Barranco del Lobo.
En la época de que te hablo, la Base Aérea
hacía también las veces de Aeropuerto de Melilla, y recibía dos vuelos diarios
de Iberia: Uno de Madrid, y el otro que hacía de puente aéreo con Málaga.
Por lo demás, allí
solo había cuatro bombarderos, tres “Júnkeres” alemanes, y un “Pedro”,
que de vez en cuando volaban a Madrid, (según decían las malas lenguas,
cargados de tabaco y medias de cristal de contrabando), y una docena de
avionetas donde los pilotos de complemento hacían sus horas reglamentarias de
vuelo.
Como es lógico, la Base tenía su Observatorio
Meteorológico, y yo fui el primer recluta de los recién llegados, que tras el
período de instrucción, fue destinado al
mismo. Para entonces yo había hecho amistad con Ángel Alonso Alarcón, (Triple
A), un melillense alto y bien plantado, que en un principio califiqué de
chuleta; más tarde le añadí los apelativos de cara dura y pasota, hasta que un día, por razones que no
vienen a cuento, descubrí que bajo su aspecto de frivolidad, escondía un
corazón de oro. Y me atreví a recomendarle a
mis superiores del Observatorio, como el segundo recluta a sustituir a
quienes dentro de un par de meses se licenciarían. Tenía una novia en Tetuán, y
con frecuencia aseguraba que en cuanto ganara lo suficiente para comprar una
cama, una mesa y dos sillas, se casaba.
Los demás, uno tras otro hasta completar el total de
siete que habíamos de componer la plantilla, fueron cayendo como insectos que
se pegan al atrapamoscas que cuelga de un techo:Antonio Trillo Castañón, de
Mieres, Asturias, con un tic nervioso que le hacía sacudir la cabeza fuerte y
brevemente, como si quisiera espantar
una mosca posada en una oreja, y que un día nos asustó a todos al grito de
júbilo que dio mientras leía la carta que acababa de recibir de su novia: ”La mi rapaza ¡por fín, cortóse
les coletes!”
Manuel Luque Estévez, de Málaga. Barbilampiño, de ojos
azules, tristes y suplicantes, con una novia llamada Carmela, a la que
escribió setecientas treinta cartas,
(una cada día de los dos años que
permanecimos allí), larguísimas, y en estilo dialogal: -(“Yo le dije”.
Punto y aparte. –“Él me contestó:”), y
que nosotros le cogíamos de la taquilla con una llave falsa, para leerlas y
luego tomarle el pelo repitiendo alguna de sus frases. Fue el primero en faltar
de los siete. Murió con cincuenta y pocos años en su Málaga natal.
Carlos Bermúdez Ledo, de Mondoñedo, Lugo. Ex seminarista;
inteligente y socarrón, que
tranquilizaba mi conciencia cuando yo le comentaba que sentía
remordimientos por los bocadillos que le robábamos a Víctor, el viejo cantinero que tenía su “negocio” junto
a la entrada principal de la Base: “Tranquilo, hombre. Esto lo ve Dios, y se
harta de reír. De sobra sabe Él que no es más que otra travesura de soldados”.
Y como había sido seminarista, a mí casi
me servía de confesión, y se me relajaban los pesares. Después de una vida
laboral en Barcelona, murió en su pueblo nada más jubilarse.
Francisco Jiménez Manso, de Quintanilla de las Torres,
Palencia. Tan menguado de estatura, que debió dar la talla por medio
centímetro. Pero de pecho saliente, cabeza empinada y cuello
estirado como le estiran a casi todos
los chiquitines; con un gran mostacho para que se le viera como una matrícula,
y un vozarrón de gigante que parecía salirle de la planta de los pies y
explayarse en un amplificador que tuviera en la garganta. Jamás se equivocaba:
Tanto era así, que una vez discutiendo sobre el significado de una palabra,
aseguró que el diccionario al que acudimos estaba equivocado, antes de
reconocer su error…
Enrique. De Alcocer, Guadalajara. Gañán. Por lo que él mismo contaba, mozo de labranza que añoraba las tertulias
nocturnas que los jornaleros hacían ante las portaladas de la Casa Grande para
la que trabajaban, y a las que de vez en cuando acudía la anciana y soltera
hermana de la señora, aconsejando con grandes aspavientos a las muchachas de
servicio: “Casaros, hijas, casaros. Que si yo volviera a nacer, me casaría
aunque fuera con un barrendero…”
Dos años conviviendo los siete sin una discusión. Juntos
aprendimos bajo las explicaciones de los tenientes Naya y Cereceda los nombres de los distintos tipos de nubes.
A interpretar los gráficos del anemocinemógrafo, y de las horas que lucía el
sol en un día. Trazar mapas isobáricos. Hacer sondeos para conocer dirección y velocidad del viento
a distintas alturas. Barómetro, termómetros, pluviómetros… Pero lo
verdaderamente importante fue que, mientras hubiera una peseta en el bolsillo
de uno, a nadie le faltarían media docena de cigarrillos para hacer más
llevaderas las solitarias e
interminables noches de servicio. Mientras hubiera una peseta en el bolsillo de
otro, había un bocadillo de la cantina para que el primero que sintiera hambre.
Y cuando cualquiera recibía un paquete
de su familia, fue como si tocaran fajina floreada, y todos juntos participábamos del banquete inesperado… De
los siete, quedamos cuatro que nos seguiremos llamando por teléfono, hasta que…
Jesús González ©
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