LAS VACACIONES
Fueron diez días atareadísimos (dejaba el
goce de ellos para después). Llegaba al hotel como si me hubieran dado una
paliza. Las sandalias fueron como un guante para mis pies; a pesar de las
largas jornadas, se mantenían nuevas, con el cuero cerúleo y llamativo. Sin
embargo, las piernas llegaban hinchadas y tirantes cual pergamino de un atabal.
Los chorros de agua fría caían como carámbanos sobre ellas y me acostaba sobre
nubes de algodón haciendo caso omiso a la cena. Y así un día tras otro.
Catalogaba en mi mente todas las experiencias: el refrescante sabor del
Limoncello, los fabulosos fotogramas, la creación dorada de la Capilla Sixtina,
la perfecta escultura del David, las aguas mansas con sus olitas devoradoras
sobre Venecia, el binomio Roma = Cultura… Todo me hacía gozar y sonreír como si
paseara por el paraíso, hasta que llegué a Leioa, el aeropuerto de Bilbao.
Nada más poner los pies en la pasarela,
mi corazón dejó de latir: un pinchazo en el pecho me hizo parar en seco, no
podía respirar; fue un brevísimo paso a la muerte. Había que posponer la revisión y el periplo
de las vacaciones o, quizá, olvidarlos para siempre. El destino así lo quería,
por lo que tuve que ingresar en los boxes del hospital. ¡Tantos kilómetros en
mis confortables sandalias y ahora circulaba en silla de ruedas! Fuera, era de
noche, y mi mente se oscureció cuando la doctora me susurró: “Andrea, la voy a ingresar”. Ante mi cara de pesar, ella me rozó
la mejilla y me dijo: “Le hemos hecho las extracciones convenientes, hemos
realizado las placas pulmonares, comprobado su nivel de oxígeno en la sangre:
todo es anómalo. Así no la puedo dejar salir”. Aun con lágrimas en los ojos, mi
cabeza asintió. Con las sandalias en una bolsa de hospital, me alojaron en la
Planta de Respiratorio. Y allí, en un ambiente antiséptico pero de personal
bello, pasé cinco días, y otros diez en hospitalización domiciliaria. Si
durante el periplo caminaba con salero, ¿cómo es que ahora parecía de plomo? El
día llegaba con la alegría del nieto, que era recibida con mi tristeza. ¡Apatía
contra alegría!
Tardé
lo que tarda un disminuido físico en llegar a su destino. Por un lado, cargaba
con el debilitamiento de tanta medicación y con la certidumbre de parte de mi
cerebro de llamarme enferma; por otro lado, no quería oler a sudor en el
hospital, y menos ante la doctora.
Me
senté cerca del monitor informativo. Pasé unos minutos con los ojos viajando
desde mi ticket al número del
monitor. Después, puse atención en las tres personas que se hallaban delante:
el hijo, la madre, de noventa años, y la nuera. Pensé que era de mala educación
escuchar con descaro su conversación. ¡Pero qué lindos dedos lacados se veían
en las modernas sandalias! Automáticamente, me fijé en el calzado de la abuela:
eran unas antediluvianas alpargatas negras, llenas de polvo. Si con ellas
llegaba a la presencia de profesionales, ¿cuáles llevaría en casa? ¿Y se habría
duchado? Gracias que a mí sólo me llegaba mi perfume de Nina Ricci. Eché toda
la culpa a la nuera, que iba muy presentable pero que, a las preguntas
preocupadas de la suegra, tales como: “¿cuándo nos llamaran?” o “nos cerrarán
la farmacia, ya lo verás”, ella, con voz altisonante, le respondía: “nos
llamarán cuando nos llamen” y “te dejaremos en un banco hasta que la abran”.
―Ella
ha llegado más tarde que nosotros y ya la llaman ―oí mientras me dirigía a la
especialista del Sistema Respiratorio.
La
doctora examinó el resultado de los exámenes que me habían hecho y, tras
recetarme un fuerte inhalador, me dio el alta.
Salí ufana. De pronto, me sentí sana. La
anciana me miró con envidia.
El recuerdo de aquellas alpargatas me
sigue como abeja cojonera. Ha aguijoneado el recuerdo de mis vacaciones como máquina
torpedera. Cada retazo de mis vacaciones
queda herido por un parche viejo, negro, polvoriento ―de remiendo.
San
Vicente de la Barquera, a 8 de octubre de 2016
Isabel
Bascaran ©
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