EL
OLVIDO I
Ha llovido mucho desde entonces:
treinta y cinco años, exactamente.
La primera semana al aire libre, el
bebé no se callaba; se podría decir que el aire que aspiraba le hería su
organismo.
El agua de la ducha golpeando la
cortina, ensordecía el llanto. La mamá
cerraba el grifo algo más tranquila; sin
embargo, el niño seguía en su agonía. El
histerismo llevaba al neonato a la inconsciencia, se transformaba en un tomate
bermellón rociado por un aguacero. La
mamá la acercaba al pecho para tranquilizarlo y el angelito callaba…pero en su
ansiedad aspiraba tanto aire que volvían los retortijones, la congestión y el
hipo. Los balanceos en los brazos, los movimientos acunadores, los susurros
amorosos, no daban ningún resultado
positivo. Y la mamá volvía bajo los chorros analgésicos.
Con el regreso de la niña a casa,
la mamá dispuso de una segunda forma de escabullirse de aquel ambiente
asfixiante. Gracias a las “gracias” que
le ofrecía Sarah, a las nuevas labores que ésta la exigía, el infierno ya no quemaba
como antes.
A los seis meses, operaron a Mikel
de dos hernias inguinales, y el suplicio casi olvidado, volvió a alterar el
corazón de la madre. Sola con el llanto,
sin la lluvia sanadora del baño, sin los besos reconfortantes de la hija, en una fría habitación de hospital, la mamá
hinchó su ser de amor, amor surgido de
la culpa. Sí, aquella nueva forma de
sufrimiento, con los lloros más fuertes, los retortijones convulsivos, y sobre
todo, la fiebre altísima, se debían a su carencia de espíritu de sacrificio;
solo echaba cabezaditas cuando el niño caía rendido de dolor. Y las lágrimas del hijito cesaron cuando los
puntos internos reventaron y el surtidor de pus emergió y
llegaron los antibióticos. La
mamá olvidó, para siempre el nombre de aquel inepto urólogo.
En cuanto a la salud se refiere, la
adolescencia de Sarah y Mikel estuvo plagado de contratiempos: decenas de
esguinces -muy comunes entre los que
practican deportes, según la opinión de los traumatólogos- e infinidad de visitas al estomatólogo:
endodoncias, implantes, extracciones de molares. Si el dentista hubiera tenido el humor de
guardar el importe total -habido hasta
entonces- en un “Piggy Bank” bien podía disfrutar de la luz natural del Caribe.
Los hijos ya son adultos y
viven fuera del hogar paternal. Y para mantener el bienestar que otorga la
jubilación, la madre ha decidido cambiar la cerradura de la casa. De esta forma, quizá, los penares, sustos,
exigencias encubiertas, sinsabores, pasarán sin romper la armonía, el
equilibrio y la belleza de las plantas interiores.
El supuesto equilibrio ha sido
roto con la llegada de Julen. Se ha
hecho con la llave de la casa, se han olvidado las húmedas contrariedades. Ha sido un soplo de aire fresco, pero parece
ser que a él no le ha sentado nada bien.
El olvido de los retortijones, de la carita tomate llena de goterones,
ha aflorado. La casa parece que sale de
los cimientos, el ventanal cruje en
infinidad de cristales, los pajaritos enmudecen su dulce piar y hasta la vecina
y amiga Ana se ha acercado a echarnos
una mano. Merche, su mamá, descansa
cuando Julen se duerme. Mikel se lleva
la parte más fácil, algo apestosa, sí.
Si sus padres no estuvieran presentes para
tranquilizarlo con el zarandeo de la cuna, con el traqueteo del coche, con las
manos sedosas relajando sus intestinos, con las palabras calmas… su abuela se
enjugaría sus lágrimas, saldría de su aniquilamiento; su abuelo cesaría su
extraño cantar y raudos acudirían al pediatra más cercano para que Julen recupere su carita de ángel…
San Vicente de la
Barquera, a 31 de marzo de 2016-04-03
Isabel Bascaran