EL ACOMPAÑANTE
Cuarenta
y ocho horas sin dormir: de la cama al sillón, del sillón a la cama;
posponiendo la salida nocturna (negro presagio, con posibles asaltadores
beodos) al hospital. La situación empeoraba. Siguiendo la exhortación de la
médico de cabecera, me dispuse para acudir a urgencias. Me centré en la ducha
(aunque el vaho me ahogase), en vestirme (de forma muy presentable) y en preparar
lo imprescindible para un inminente ingreso. Nada más mal sentarme en el taxi,
el joven arrancó veloz. Era un vivir sin respirar, pero mi cerebro me obligó a
cerrar la puerta con presteza ante un accidente que sería la antesala de la
asfixia. En un acto inconsciente, abrí la ventana. Entraba un sirimiri
refrescante.
El
celador me acercó una silla de ruedas. El instinto me aconsejaba dirigirme
hacia los boxes, pero el cerebro, mi batuta, me mantenía con firmeza en el lugar asignado. Fijé mi atención en la puerta
de la oficina, no sé si respiraba… Por fin, me tomaron los datos y rápidamente
me situaron en el box número 6. Apenas me dieron tiempo de ponerme la batita
nueva, moteada, cuando dos enfermeras me alzaron a la cama. Y me colocaron el
goteo con el antibiótico en el brazo izquierdo; en el derecho, el catéter para
las extracciones de sangre; más mi salvación momentánea: la mascarilla del
aerosol. La frenética actividad de las enfermeras era acompañada de un diálogo
suave: que si estaba mejor, que si me seguía doliendo el pecho, si me llegaba el
oxígeno… Yo asentía o negaba con la cabeza. Enseguida llegó el doctor. Según
rellenaba una ficha, no apartaba los ojos de los tubos salvadores. En su
quehacer ininterrumpido, me preguntó por mi acompañante. Con los ojos, le
señalé la maletita, un weekend rojo,
que descansaba en la silla. (El dicho de que los hombres sólo saben hacer una
cosa cada vez, no es atribuible, por lo menos al Dr. Ricardo Maroto).
―¡Qué
mujer más valiente, con el oxígeno al ras del suelo se presenta acompañada solo
con su weekend! Parece como si
respirara usted con el cerebro y su voluntad. Vamos a duplicarle la dosis del antibiótico;
triplicaremos los inhaladores y, cuando el nivel de oxígeno ascienda a un punto
aconsejable, la llevaremos al cuarto oscuro para hacerle unas placas de sus
pulmones. Ah, y quizá, si el proceso va bien (¡ojo!, que estas situaciones a
veces se complican), podrá ir a casa con su bonita acompañante.
―¿Complicarse?
―Volveré
pronto, a ver si todo avanza como espero ―el
“volveré pronto” de un doctor, por lo menos esta vez, se hizo realidad.
―Le
voy a dar el alta, pero con hospitalización domiciliaria. Corre el peligro de
empeorar. La bronquitis aguda puede derivar en una neumonía.
―¿Una
neumonía? ¡Oh, Dios mío!
Observó
mi aflicción mientras llamaba a la enfermera para que me desenchufara.
―Tome
la medicación que le he prescrito a pies juntillas (bueno, seguro que lo hará)
y saldrá airosa de ésta.
Le
agradecí el esmero y el cariño con que me había atendido y, mientras me
dedicaba una sonrisa abierta, cerró la cortina.
Coloqué
el informe en la maletita. Según volvía en el taxi de la vida, disfruté del
paisaje: el sol brillaba a raudales, las ruedas hacían crujir la alfombra de hojas secas; aspiraba
una tenue brisa mientras acariciaba el nuevo billete para pagar la tarifa del
pausado taxista
Había
entrado medio moribunda en un taxi-ataúd y volvía, pletórica de vida y
esperanza, en otro, oxigenado. Estaba dispuesta a dedicarme los cuidados
de una UCI, alejada, incluso, de los
cariños de mi nieto. Sola, con la única presencia de la maletita ―lista, por si
acaso, para otra salida intempestiva.
Isabel
Bascaran Barachana ©
San
Vicente de la Barquera, 4 de diciembre de 2016
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