UNA VEZ SOÑÉ QUE…
Una
vez soñé que se moría la camelia.
La
planté en un lugar resguardado, con orientación oeste. Los dos primeros años
apenas creció, pero tampoco languideció. Hacia noviembre, le cubría la base del
tallo con tierra abonada. Era el único cuidado que le ofrecía. El anhelo para
que diera señales de vida se desvanecía.
Un
invierno, la nieve cubrió el jardín y los verdes sépalos. Entre ellos
aparecieron unos botones rojizos. ¡Se me humedecieron los ojos! ¡Por fin, daba
señales de vida! Las yemas se fueron abriendo formando unas rosas achaparradas.
Los pétalos no solo aguantaban el frío sino que hermoseaban con él la entrada,
hasta la primavera. Y durante los meses templados iba pasando de la niñez a la
adolescencia: se transformó en un arbusto precioso con la fronda uniforme y
verde lustroso, superando al jazmín que la protegía; era como el broche que
engalanaba el jardín. Innumerables
pecíolos y en cada uno, no uno, ni dos, sino siete yemas se preparaban para
deshacerse de sus cataratas y juntarse a la belleza del día. En febrero, las
rosas achaparradas cubrían el verde arbusto como una tarta de fresa: nadie la
ninguneaba. Era la obra de un orfebre que había insertado cientos de rubíes en
un irisado diamante.
Aquel
invierno granizó. Los cristales golpeaban las persianas como chinas primero y
como petardos después. Al amanecer,
corrí, bien abrigada, al jardín. Vi cómo el granizo daba saltos desde los
sépalos al césped: las flores eran protegidas por la fronda: era como un
paraguas verde que aguantaba el ataque del hielo cristalizado. Sentada en una silla abatible, quise
deleitarme con aquella parcelita-paraíso con sus azaleas y margaritas africanas
como damas de honor, los ciclámenes y geranios como pajes, y el jovencito
limonero emanando su elixir.
Una
vez soñé que se moría la camelia.
Tomé
un café bien cargado, me abrigué y salí a examinarla. Una capa gruesa de hielo
cubría el césped, el cortejo de flores y la camelia. La sonrisa, también, se me
iba helando; solo sentía el sabor del cafetito que me dio fuerzas para sentarme
en la silla bajo un blanco plumífero. El tenue sol fue licuando, poco a poco,
la capa de hielo. Las flores fueron
esponjándose, absorbiendo tanta carga que se separaban del pecíolo. En las dos
horas que la estuve observando, el césped se tiñó de sangre…
San Vicente
de la Barquera, a 6 de enero de 2017
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