LA GRAN BÚSQUEDA
El
despertador sonó como todos los días, de manera estridente pero familiar a la
vez, y con ello provocaba que yo saliera de mis sueños fantásticos.
Un
día nuevo comenzaba y con él la rutina de aquel que simplemente espera a que la
vida le sorprenda de cualquier manera. Lo primero, hacer la cama: es un arte
que quede como si nadie se hubiera pasado las horas peleando con un viejo
bucanero, tirándose de un avión o simplemente dando vueltas alrededor de la
almohada. Después, el estómago hace su aparición en escena, anunciando que el
microondas le manda mensajes de que el desayuno no está preparado.
Unos
quince minutos después, te sientas en tu sitio de la mesa con tu taza de café
soltando humo, las tostadas calientes aguardando esa maravillosa mermelada
casera (que la amiga de tus padres te regala cada Navidad), y la vieja radio te
informa de que la helada de anoche ha provocado que la imagen que ves por la
ventana sea como una postal navideña.
Ya
son las once de la mañana y tú sigues en pijama. Te avergüenzas de ti misma y
te diriges a paso ligero hacia la ducha, pero, antes de tocar el frío pomo de
la puerta, te intercepta esa bola de pelo color azabache que salta en tus
brazos para darte los buenos días con un buen lametón e informarte de que necesita
su paseo matutino. Tras varios intentos por despegar la lengua de Tango de tu
cara, consigues tu destino y ya estás en el baño metida.
Ya
has cruzado la puerta del portal con tu abrigo más calentito ―un gorro que ni
el mismo zar de Rusia tenía en su armario― y la cara de alegría de Tango
enmarcada por su movimiento de rabo intermitente. La sonrisa aparece en tu cara
de manera inmediata, el día va mejorando por momentos y simplemente quieres
correr y disfrutar de la libertad de ser tú en este instante cuando, de reojo,
miras el reloj y te das cuenta de que tu paseo se alargó demasiado, que las
tareas, el trabajo y el mundo real te esperan. Llamas a tu bola de pelo
favorita y regresas a casa tras varios intentos de Tango por quedarse a jugar
con su nueva amiga Yera (la nueva gata de la vecina).
Las
horas transcurren de forma simple: mails, llamadas, algún que otro vistazo por
la ventana y muchos clientes para los que siempre su problema es el más
importante e imposible de solucionar y que, después de simplemente escuchar sin
haber empezado a solucionar nada, ya están contentos ―misterio que todavía no
comprendo pero sí contemplo todos los días laborables; y que agradezco de vez
en cuando, para qué negarlo.
Vuelvo
a casa con las baterías bajas ―las del móvil, portátil y sobre todo las mías―. Tras
10 minutos de reloj buscando mis llaves en ese extraño lugar que yo llamo bolso
y mi madre desastre universal, consigo abrir la puerta, donde me esperan Tango
y su movimiento intermitente informándome de que toca otro paseo. Así que, sin
pensármelo dos veces, dejo mi bolso en el suelo y los dos bajamos las escaleras
corriendo, porque el paseo nos espera.
Ya
son las once y todo lo que tenía que hacer hoy según mi agenda (la cual yo
misma me impongo) está hecho. Me dispongo a dormir unas cuantas horas soñando con cosas fantásticas, porque
mi vida no me sorprende pero sí me gusta y no tengo por qué buscar ―o mejor
dicho, soñar― una vida mejor. Porque simplemente tengo un gran regalo, que es
el presente.
Jezabel
Luguera González ©
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