EL GOLONDRINA
Aquella
mañana de agosto, decidimos pasar el día en el Golondrina y salir a navegar.
Hacía un sol radiante, ni una sola nube en el cielo, corría una ligera brisa.
Estábamos muy contentos con el barco, de reciente adquisición: un Bénéteau
Antares 650.
Antes
de su compra, tuvimos largas conversaciones, opiniones y discrepancias ―estas
últimas, por mi parte―, como:
―Ten
en cuenta que esto es el Cantábrico, no el Mediterráneo, al que estás
acostumbrado. Cuando este mar se enfada, es de temer; ya sabes que me da miedo,
etc., etc., y más etc., etc.,…
Pero
el barco se compró, no debí de ser muy convincente con mis argumentos de meses
atrás ―ya
es sabido, que cuando a un hombre se le mete algo entre ceja y ceja...
Pues
bien, esa mañana de verano cogimos el coche en dirección al puerto deportivo,
Getxo Kaia, a unos quince minutos desde casa. Al llegar, fuimos a uno de los
varios restaurantes del puerto. Esta vez elegimos comida china para llevar y
nos encaminamos hacia el pantalán, donde nos aguardaba el Golondrina.
Una
vez en él, las maniobras de costumbre. Esto lo hacía yo, me gustaba: boyas
dentro y el bichero en mano ―se trata es de un asta de aluminio que en su extremo
tiene un garfio y se emplea para empujar o sujetar; en este caso, para separarse
del atraque y del barco vecino.
Salimos
despacio; el límite, 3,5; había un cartel avisándolo en el puerto. Ya fuera,
aceleramos. El mar era un plato de azul intenso. Cuando estaba así, me gustaba
sentarme en la proa, con las piernas colgando, y así lo hice. Era como volar,
una sensación única, como ir en moto sin casco, dándote la brisa.
Llegamos
a nuestro destino, un lugar tranquilo y resguardado ―lo
llamaban la bañera―,
donde estaban construyendo el súper puerto de Bilbao en Santurce. Estaba lleno
de embarcaciones de todo tipo. Anclamos, tomamos el sol y nos bañamos. Después,
un aperitivo y la comida ―comimos como chinos.
Tras
tomar el café, él bajó a dormir una siesta y apagó la radio del Golondrina―esto
nunca se debe hacer―. Yo me quedé en la
bañera, bajo el toldo, a leer un libro ―me acordaré toda la vida de
este libro de Terence Moix: Chulas y famosas―.
Estaba relajada.
Levanté
la mirada y observé cómo todos los barcos se iban a la vez. Serían las cinco de
la tarde. Me pareció raro, pero continué leyendo. En poco rato, comenzó viento
y lluvia, el cielo se nubló, el viento aumentaba, el Golondrina giraba y giraba
sobre si mismo. Ya alarmada, bajé a despertarle, ¡no se había enterado de nada!
Encendió la radio nada más
despertarse y anunciaban que se avecinaba galerna. Ya era demasiado tarde. Intentó
levar el ancla, pero ésta se negaba; el barco giraba y giraba. ¿Yo?: histérica,
mojada de pies a cabeza.
De
pronto, apareció una embarcación de la Cruz
Roja del Mar ―iban a hacer prácticas, nos dijeron después―. Yo vi
a mis salvadores, empapada por la lluvia. Comencé a hacerles señales con los
brazos, gritaba, me sentía como en el Titanic. Dos chicos nos vieron y se
acercaron con una lancha Zodiac. Uno de ellos subió al Golondrina e intentó tranquilizarme.
Después, cortó el cabo del ancla. El barco dejó de girar, pero se movía de
babor a estribor fuertemente.
Mi
héroe de la Cruz Roja
tomó el timón dirección al puerto. Yo, abajo, tumbada en la litera, abrazada al
salvavidas ―a
lo mejor fui muy peliculera, estaba aterrada―. Mi héroe nos iba o me iba
tranquilizando, no paraba de hablar. Las olas subían al barco y lo dejaban caer
de golpe ―como
era motor fuera borda, quedaba arriba de las olas y volvía a caer―. No sé
cuánto tiempo pasó hasta llegar al puerto. Para mí..., día y medio.
Ya
en el atraque, asomé la cabeza, abrazada aún al salvavidas, para darle las
gracias a mi Leonardo di Caprio ―aunque era moreno―. Nos presentamos, logré despegarme del salvavidas y a
Leonardo le propiné dos besos, de esos con ruido, en ambas mejillas. Después de
gracias, muchas gracias y no sé cuántas gracias más por mi parte, como diría un
niño... GOMITÉ.
Ana Pérez Urquiza ©
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