LA VEJEZ
Esta señora se fue acercando a mí con un
disimulo increíble. La vi de lejos, y como pensé que iba a visitar
a cualquiera de mis congéneres y no a mí, ni caso le hice. De repente, un día
descubrí que yo era el motivo de su visita y que, lejos de volverse a marchar,
se quedó conmigo para siempre. Me quedé perplejo. Porque yo, a pesar de la
sabiduría que me ha dado el montón de años que tengo, nunca creí que me
atraparía. Pero me atrapó.
Lo primero que hice fue tranquilizarme y
pensar un poco. Lo de luchar en su contra, lo descarté porque adiviné
rápidamente que el tiempo estaba a su favor, y el tiempo es inexorable. Al
principio me hice el tonto, simulando que la cosa no iba conmigo, pero… ya
verás:
De una forma ladina se fue colando
en mi mente, y con mucha lentitud, casi de un modo
impredecible, transformó mi pensamiento. Todo aquello que hasta su llegada
habían sido proyectos, lo convirtió en recuerdos.
Borró mi posible visión de futuro, por lo
que al escribir, que es mi entretenimiento, no me atrevo a predecir sobre
ningún tema. Casi ni a discernir entre lo bueno y lo malo. A lo más, solo
me atrevo a decir si la cosa me gusta o no me gusta.
La vejez me atrapó e infantilizó mi
memoria, haciéndome escribir cien historias de los años pasados, y
evocarlas con la añoranza de quien ha perdido tiempos inmejorables,
cuando la realidad es que actualmente vivimos mucho mejor de lo que
entonces ni siquiera pudiéramos soñar. Porque lo que el mundo avanzó en este
último medio siglo pasado es increíble. Tenías que haberlo vivido para
que te dieras cuenta de ello.
No obstante, con mis recuerdos, me
voy arreglando. Aunque los repita, procuro narrarlos de formas distintas,
y mientras haya un lector que me haga saber que leyéndolos distrae sus
ratos perdidos, me doy por satisfecho. Pero… la vejez es implacable: por
todos lados me arrima achaques que algunos médicos se ocupan de mantener a
raya. Pero ella, que se ha empeñado en fastidiarme los días que me queden por
vivir, se me agarró a las ‘patas’ y ya no creo que me suelte. A Dios gracias,
no me duele nada. Pero no puedo caminar sin bastón, y más de doscientos metros
seguidos, me es imposible. Lo repito. No me duele nada. Sólo eso, lo que solían
decir los viejos de mi pueblo cuando yo no era viejo: ‘Que las piernas no
me llevan’. Que no pueden con el peso de mi cuerpo, y se niegan a
trasladar mi esqueleto de un lugar a otro…
Oye, que no. Que no me estoy quejando
de nada. Que lo acepto con muchísima deportividad, porque la vida es así,
y porque ¡pobre de aquél que no llegue a viejo! Te lo cuento para eso, para
que, cuando te llegue el turno a ti, estés prevenido y te hayas buscado
un entretenimiento que puedas practicar de sentado. Lo más fácil, la
lectura.
Porque eso, lo que te decía más arriba: antes,
antiguamente —o sea, cuando yo no era más que un niño—, podías entretener las
horas sentado en un ‘bancucu’ desgranando maíz para llevarlo a moler al molino
de Mónica, en Las Cuevas de Roiz. O desgranando alubias para que al día
siguiente el ama de casa las pusiera en ensalada con tocino y chorizo.
Pero ya ni se come borona, ni se comen alubias porque son flatulentas…
Que la vida cambió un montón; menos la coño Vejez, que sigue siendo la misma, y
más vale tenerla como amiga.
1 comentario:
Has escrito una buena enseñanza, por eso, mi querido amigo Jesús, simplemente, quiero llegar a vieja aunque sea con esa amiga: la cachava.
Abrazo apretado.
Publicar un comentario