EL
VERANO
Esta
vez sí me acordé de comprar las velas por si volvían a saltar los plomos.
El
día diez de agosto, encendí una vela a modo de oración, pero una ráfaga de aire
frío nos hizo temblar a las dos. Según el dictamen del doctor, Peter no viviría
más de tres meses.
La
cera caía deshecha en lágrimas. A veces, el pábilo se tornaba blanquecino,
lánguido, como si la tez de Peter tomara ese matiz. Cuando éste tosía, la llama
chisporroteaba y otra vela era encendida con el resquicio de la moribunda. La
estancia se iluminaba con dulzura y el semblante de Peter se relajaba con el
efecto de la morfina. Y así, una mano mágica mantenía la luz encendida y la
enfermera portaba la bandeja con la jeringa aliviadora. La habitación se
iluminaba durante breves duermevelas; las celadoras se esmeraban en cambiar el
hedor de las sábanas por otras que esparcían el aroma de la lavanda inglesa;
eliminaban el sudor frío y acre por el perfume antiséptico de las toallas y del
pijama del enfermo. Peter retomaba el diálogo entrecortado sobre los cumpleaños
que se acercaban y que él quería comprar...
La vela hizo un guiño con la ráfaga que entró con el brío de Yvonne. Ésta llegó
con los brazos abiertos, una sonrisa amorosa que se fundió con la de sus
hermanos: Peter y Malcolm. Todo fue luz, perfume, dulces palabras, caricias
temblorosas. La vela era cera derretida, las manos de Peter iban enfriando
aquellas que se las abrigaban; las sábanas marcaban el perfil de las piernas
esqueléticas y rígidas; los ojos, aún abiertos, se tornaron viscosos; una
secreción sanguínea y un temblor raudo surcaron su cara serena…
Ardieron
tres velas durante los diez días de
calvario.
Malcolm
viajó en tren a casa de Roy. Acababan de proporcionarle una cama articulable para
que no quedara sin resuello al subir las
escaleras. Sus hijas y yernos hicieron un lugar de acampada en el salón donde
la vida transcurría en una conversación trascendente. Carolyne, con la
palmatoria cerca de la querida cara de su esposo, negaba el trance por el que
estaba pasando su amor. Malcolm trababa de apaciguar el dolor manifiesto en las
manos encrespadas de su hermano. No llegaba la morfina, por lo que Carolyne
cubrió los labios sangrantes, los gritos alocados, los ojos siniestros de la
muerte con un lienzo. Formando un triángulo con las manos, trataron de inocular
vida a las dos manos moribundas. Carolyne le agradecía su lección de amor:
hacia ella, hacia sus hijas… Aquella sonrisa que flotaba por la estancia. Aquel
calendario, con las fotografías de todos los familiares: obra de arte, que
ahora heredarían… Malcolm se reía, en parte, para ensordecer LOS PORQUÉS del
moribundo; en parte, para aliviar la atmósfera de la habitación, tarareando el himno del Liverpool.
Y,
por fin, el doliente cesó en su sufrimiento: “Que me duerma y no despierte
jamás”. Y durmió durante treinta y seis horas de un tirón...
San Vicente
de la Barquera, a 3 de octubre de 2017
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