VERANO DE 2017
Fue un verano tontorrón. El sol se burló de los veraneantes:
Amanecía muy sonriente y, en cuanto estos pisaban la playa, se escondía tras
las nubes y les fastidiaba el proyecto. Hablo del verano en San Vicente de la
Barquera, que fue el que yo conocí. A esta gente no le quedaba más remedio que
hacer un turismo extra, aunque en un principio esa no fue su idea. Pero
dime tú: si no hacía para playa, ¿qué es lo que ellos venían buscando?, ¿qué
otra cosa podían hacer? Primero, pasearon por los soportales y se
dedicaron a CERNER de comercio en comercio. Pero los comerciantes de aquí, que
son agudos como ellos solos, enseguida descubrieron, en su forma de mirar, el
CONFALÓN que los delataba como turistas que no iban a comprar.
Y volvieron a pasear, soportal arriba y soportal
abajo, hasta que les empezaban a doler los pies, como a las caballerías les
duelen los corvejones cuando tienen ESPARAVANES. Entonces no les quedó más
remedio que subirse al coche y aprovechar para visitar el Santuario de Santo
Toribio de Liébana en su año Jubilar, o irse a Cabuérniga en busca de un cocido
montañés… Vamos, digo yo.
Tampoco es que lloviera, porque a mi huerto aún sigue
resquebrajándosele la tierra a causa de una seca que está dejando vacíos los
pantanos de toda España. Por eso digo que el verano fue tontorrón.
Como consecuencia, me tiré muchas horas sentado
en mi casa. Leía, y cuando me cansaba de leer, miraba un poco la tele; pero
como tampoco soy ducho en ESTASIOLOGÍA, no me dediqué al estudio de los partidos
políticos para decidir a cuál de ellos debía votar en las próximas
elecciones, y me bajaba al pueblo en busca de otro tipo de distracciones.
Las terrazas de bares y restaurantes estaban
abarrotadas de gente que bebían y comían sin descanso. Algunos lo hacían con
tal ansia que, más que comer, parecían devorar, y escapé de allí a toda prisa
ante el temor de que me diera un ataque de MISOFONÍA.
No deja de ser sorprendente que, con un verano tan
incierto, hubiera en San Vicente más gente que ningún año. Si le
preguntamos a Mari Carmen, a lo mejor nos responde que es porque aquí sabemos
OLDEAR muy bien al forastero. Pero ¡coño!, si al forastero le pasa lo mismo que
a mí, que desconocemos totalmente tal expresión, ¿cómo sabe él si es bien o mal
OLDEADO?
De todos modos, en verano, y también en invierno,
siempre se ven cosas curiosas: En un bar, vi a dos catalanes (ajenos totalmente
a Francis y a Pedro) que, cuando el camarero dejó sobre el mostrador la vuelta
de un euro, los dos le echaron mano al mismo tiempo. Uno tirando para un lado,
y el otro para el otro. Oye, ¿quieres creer que lograron TREFILAR la moneda y
cada uno se llevó la mitad del alambre? Increíble, ¿verdad? Pues como te
lo cuento. Ninguno de los dos consiguió REPUCHAR al otro. ¡Qué valor le
daban al dinero! Supongo yo que les costaría mucho ganarlo; seguramente lo
conseguían a base de ZABOYAR y más ZABOYAR ladrillos con yeso, porque si
no, tampoco era para tanto…
Y así se nos fueron julio y agosto, y ahora, en
septiembre, hice el resumen con las palabras raras, raras, raras que el jefe
nos mandó y que procuré colocar en el mismo orden que él las escribió.
Empezando por “cerner” (porque en mi pueblo también se le llama “cernedor” al
que quiere estar en todas partes al mismo tiempo) y acabando por “zaboyar”,
que tiene ‘perendengues’ la palabreja…
Jesús
González ©
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