jueves, 28 de enero de 2021

AMOR DE PIEDRA

 



– Florencia. Año 1512. 

La Florencia del Renacimiento. Del arte y de las ciencias. De la cultura. De los ideales humanistas. Del Cinquecento. De los Medici. En la que Leonardo, Rafael o Miguel Ángel habían cogido el testigo de Botticelli, Brunelleschi o Donatello. 

El Palazzo Spini Feroni transmite sensación de poder. Es una inmensa fortaleza pétrea, con arcos en un primer piso alto y almenada en la parte culminante. Su planta, cuadrangular, se yergue altiva junto al Ponte Santa Trinita, en la orilla este del río Arno, al final de la vía Tornabuoni, principal artería de la urbe. 

En la margen contraria del cauce, separadas por apenas un centenar de metros de todo ese excesivo y estridente boato, unas pequeñas construcciones de madera, plagadas de humedad, suciedad, hambre, enfermedad y muerte, luchan penosamente por mantenerse en pie entre fango y cantos rodados. En los días ventosos, parecen un grupo de borrachos dando bandazos, sujetándose unos a otros, con escaso éxito. 

En su interior oscuro, un hombre anciano parece consumir los últimos estertores de su vida. Es alto. Su extrema delgadez permite visualizar perfectamente toda la estructura de su esqueleto. Una barba grisácea y puntiaguda languidece por el extremo de su barbilla. Frente despejada. Sus piernas se tambalean cuando intenta ponerse de pie, así como tiembla la luz de una vela ante el bufido de un huracán. El jubón que cubre su tronco está hecho jirones, y las calzas apenas cubren sus piernas. Sus ojos son blancos, no hay rastro de iris ni pupila. Es ciego de nacimiento. Pese a ello, hay algo hipnótico en esa mirada. Fuerte. Poderosa. Intimidante ante aquel que osa cruzar sus ojos con los suyos. 

Responde al nombre de Massimiliano Alessandro Scopano. Lleva más de seis décadas en su cubil, sobreviviendo con lo único que sabe hacer: esculpir. Entre las élites del otro lado del río, comenzó a correrse la voz de sus habilidades. Era verdaderamente prodigioso que una persona carente del sentido de la vista tuviera tan magnífica habilidad para dar formas y volúmenes tan realistas, y trabajando sobre todo tipo de materiales: escayola, resina, madera, piedra… 

Estos rumores llegaron a oídos de Geri Spini, rico comerciante de telas y banquero, y propietario del Palazzo homónimo ya descrito. En las infinitas estancias de su mansión se acumulaba el polvo sobre todo tipo de tesoros, riquezas, obras y antigüedades. Estaba mucho más cerca del síndrome de Diógenes que del de Stendhal. Pero nunca era suficiente. Siempre era necesario más y más. Presuntuoso y presumido. Imagen social. Así que encargó a parte de su personal de servicio que acompañara a sus hijas, Viola y Francesca, al chamizo de este individuo para que esculpiera una estatua de cada una de ellas. 

Las dos mujeres, aún adolescentes, eran gemelas idénticas. Dos gotas de agua. Su tez era blanca incólume. Rostro angelical y aniñado. Ojos color miel. Larga cabellera de tirabuzones cubriendo su recta espalda. Piernas de columna dórica. Y el secreto de su feminidad aún guardado a la espera del príncipe de cuento más adecuado. Viola era diez minutos mayor, y gracias a ello la futura heredera de todo el patrimonio de su padre, del cual también había tomado su carácter déspota, agresivo y narcisista. Francesca, en cambio, era una muchacha más agradable, educada y risueña. 

El método de trabajo de Scopano era simple. Siempre en su habitáculo, pedía que le dejaran a solas con la modelo, a la cual recorría con sus manos apenas unos segundos, hasta crear en su portentosa mente una imagen que luego, casi por arte de magia, conseguía recrear a la perfección en el material que el cliente escogiera. 

Y así se hizo. Viola fue la primera en entrar y, apenas un par de minutos más tarde, estaba de regreso con el resto de la comitiva. Francesca accedió a continuación. Todos pensaban que tardaría incluso menos, pues las proporciones son idénticas entre ellas. De hecho, no hubiera sido ni tan siquiera necesario tomar medidas de la segunda, pero el escultor exigió actuar de esa manera. 

Los minutos corrían y Francesca no salía del interior de aquella choza de mala muerte. Cuando finalmente lo hizo, su cabello estaba alborotado, sus mejillas habían tornado a colores amapola, y sus ropajes estaban revueltos y descolocados. 

Aquella noche, envuelta entre sudores de pasión, confesó a su hermana lo que había pasado allí adentro. Ese hombre de mirada vacía la había desvestido con una suavidad de terciopelo. Había acariciado cada rincón de su cuerpo con sus manos ásperas y fuertes, pero cuidadosas. Había palpado su alma por debajo de la piel. La había hecho sentir mujer por primera vez, hasta el punto de que entre sus carnosos muslos corrió la miel ardiente de sus entrañas como nunca jamás había sucedido. Y allí, tumbada en el humilde colchón de aquella mísera estancia, contó que algo así como una especie de Torre de Pisa, pero mucho menos torcida, la hizo ver al mismo tiempo las llamas y cenizas ardientes del averno y las nubes esponjosas de los paraísos celestiales de San Pedro. 

Los celos y la envidia cegaron a Viola, que, en plena madrugada de tormenta y lluvia, salió corriendo del Palazzo, cruzó el Ponte que separa la riqueza presuntuosa de la pobreza decorosa, y aporreó la puerta de aquella casa, que se abrió sin ninguna resistencia. En aquel minúsculo espacio, Scopano cincelaba a golpe de martillo los últimos retoques de una estatua femenina que era idéntica a ella, pero que desde luego no era ella. La belleza serena de aquella obra en mármol era sobrecogedora. Parecía respirar. Cada detalle era más perfecto y preciso que la misma realidad. No había un poro mal colocado. Era, simplemente, la mejor escultura jamás realizada. 

El hombre, de espaldas a ella, habló con tono cansado y quejoso: 

            –No, evidentemente que no es usted, señorita Viola. Su hermana y usted son las dos personas más diferentes que he conocido jamás, y le puedo asegurar que a lo largo de mi extensa vida han sido muchas las que han pasado por aquí. 

            –¿Qué tiene ella que no tenga yo? ¡Soy más guapa, más elegante, tengo mejores vestidos! ¡Y seré más rica y tendré al marido que yo quiera! ¡Lo tendré todo! 

            –Usted misma acaba de contestar a su pregunta. Su hermana debe de ser bella por fuera. Ciertamente desconozco qué es bonito y que es feo. No he tenido la fortuna de poder observar la diferencia entre una cosa y la otra. Lo que sí que distingo inmediatamente, en cuanto rozo el cuerpo de otra persona, es su interior. Y así como su hermana es luz y amabilidad como nunca antes conocí, usted es imposición, yugo, tierra yerma y baldía. El amor es ciego, como puede ver, pero no tonto. Francesca es la primera persona que me ha hecho sentir algo así. 

Viola emite un rugido felino y comienza a destrozar a golpes los pocos enseres que se encuentran en la pequeña habitación. Scopano, con tranquilidad, busca a tientas su pequeña banqueta y se sienta, sin ningún aspaviento ni sobresalto. En ese momento, Francesca, que había seguido en la distancia a su hermana, agazapada en la oscuridad de la noche, entra en la sala, empapada y aterida de frío, e intenta detener su salvaje actuar. Agarradas por sus largas melenas y soltándose improperios la una a la otra y viceversa, la pelea las lleva, a base de empellones y bofetadas, al exterior de la humilde casa y de ahí a lo alto del Ponte. En un descuido, Francesca resbala, lo que Viola aprovecha para empujarla con fuerza, haciendo que su cuerpo choque contra el muro, dé una cabriola en el aire, y quede colgando en el vacío, sujeta simplemente porque un extremo de su vestido se ha enganchado en una oxidada punta que asoma entre la sillería de la construcción. 

            –¡Viola, ayúdame, por Dios! 

            –¡Púdrete, maldita fea! 

Viola asoma la mitad de su cuerpo sobre el muro, con la única intención de acabar de romper los escasos hilos que mantienen a su hermana en el aire. Francesca extiende su mano, pidiendo clemencia. Y ambas situaciones se cumplen con enigmática precisión. Cuando se rasgan por completo los ropajes, la hermana pequeña consigue agarrar la mano de la hermana mayor, lo que provoca que ambas caigan los treinta y dos metros de altura que separan el arco central de las gélidas aguas del Arno, que nunca más las devolverá. 

Desde el dintel de la casucha, Scopano, el escultor ciego, parece observar el discurrir de la pelea y el trágico final. Ese viejo loco de mirada blanca, que parece saberlo todo, entra de nuevo a la estancia. A los pocos segundos, sale dando tumbos, con la maravillosa escultura a la que acababa de dar vida bajo su brazo izquierdo. Avanza lentamente entre el irregular suelo pedregoso de la orilla fluvial, pero en ningún momento pierde la verticalidad. Sus pies sienten una punzada de dolor al entrar en contacto con las frías aguas. Sonríe. Continúa caminando hasta que la incansable corriente roza su pecho. Y entonces, simplemente, se deja ir. Y todo sigue siendo negro. 

– Madrid. Año 2021. 

Siete operarios, vestidos con bata blanca de cirujano y todas las medidas de seguridad posibles, descuelgan con sumo cuidado un óleo de las paredes de la Sala 10 del Museo del Prado. La obra es grande, más de un metro de altura, con lo que es necesaria una pequeña grúa para realizar esta operación. 

Una vez finalizada con éxito, trasladan la obra hasta las dependencias de los conservadores de la pinacoteca. La depositan sobre una amplia mesa con sumo cuidado, como si fueran soldados tumbando en la camilla del hospital de campaña al compañero recién herido. 

El conservador jefe, de nombre Javier Portús, la contempla con ojos expertos. Representa a un hombre ciego, que viste pobremente y se destaca sobre un fondo oscuro, palpando con sus manos un busto de escultura situado sobre una mesa, en la que también aparece un fragmento de pintura que representa otra cabeza. La obra está firmada por José de Ribera en 1632, y es una de las más relevantes de la pintura barroca española. 

Su explicación no está clara. Inicialmente se creyó que podría tratarse de un retrato del escultor Francesco Gonelli de Gambassi, pero la edad que aparenta el personaje invalida esa teoría. Más tarde, ganaría en credibilidad la hipótesis que apuntaba hacia Carnéades, un filósofo y orador de la Antigua Griega. Pero lo cierto y verdad es que seguía siendo un misterio quién era ese invidente. 

La tarea que tiene por delante Javier es compleja. Actuar sobre estos bienes tan delicados requiere de una precisión y delicadeza máximas. Gracias a las nuevas técnicas y tecnologías radiográficas, fotográficas o de espectrometría de masas, se han conseguido grandes avances en campos como la conservación o la lucha contra la falsificación. 

Movida por un robot quirúrgico, una luz violácea comienza a recorrer cada centímetro del cuadro, escaneándolo con la máxima resolución y mandando las imágenes en tiempo real al ordenador del técnico, el cual comienza a descubrir cada pincelada del artista. Cada matiz. Cada falta. Cada secreto. Y al llegar al extremo inferior izquierdo, donde el ojo humano solo distingue tonos negros y marrones oscuros, la ciencia consigue ir un paso más allá. Y es que, en tonos blancos y elegante letra cortesana, se puede leer con total claridad un nombre, un apellido y una afirmación que despejan absolutamente las dudas sobre quién demonios es el protagonista del cuadro. 

Javier recuerda. Durante el último verano, había aprovechado sus exiguas vacaciones para viajar a Florencia. En una visita guiada por la ciudad toscana, una joven y simpática española, estudiante de Erasmus, les había conducido por los rincones más desconocidos del impresionante casco histórico, añadiendo a las explicaciones más técnicas y precisas todo tipo de mitos y fábulas. Una de ellas, la supuesta muerte de dos hermanas de poderosa familia, enfrentadas entre sí por el amor de un escultor ciego y pobre. Un simple vagabundo más, anónimo, prácticamente perdido entre los recovecos del tiempo y las aristas del olvido. Su supuesto nombre, seguramente una simple leyenda que solo era recordada por unos pocos en los suburbios más miserables de las afueras florentinas, brillaba ahora por fin en el corazón de uno de los museos más importantes del mundo: “Massimiliano Alessandro Scopano. El mejor escultor de todos los tiempos”. 

Óscar Gutiérrez©

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