Me llamo Katinka,
Katinka Ivanov, y tengo veinte
años.
Cuando recuerdo mi infancia, me dan
ganas de crecer y crecer hasta tocar las nubes y olvidarme del dolor de la Tierra.
Dieciséis años antes:
El color de mi piel es el de la luz. Mis
ojos son como la canela recién tostada. Tengo nueve hermanos mayores, siendo yo
la más pequeña y la única niña.
Mamá siempre me recuerda con todo lujo
de detalles que, cuando nací, el cielo lloraba gotas violetas y caían de manera
generosa serpientes de cristal. La conjura de los dioses clamaba con fragor
ensordecedor en el lejano firmamento.
El extraño encanto del suburbio ruso
acogió mi primer llanto. La casa donde vivíamos era de una pobreza extrema.
Todo era miseria a nuestro alrededor. Papá se gastaba todo el dinero en la
taberna. Apestaba a vodka, y eso lo hacía culpable de que muchos días no pudiéramos
llevarnos nada al estómago. Oíamos a muchos niños reírse y jugar, y nos
llegaban los olores de las cocinas a través de la ventana.
Mamá lloraba de pena porque era mi
cuarto aniversario y no había ni un mendrugo de pan seco para llevarnos a la
boca. Sólo tuve cuatro besos de cada uno de mis hermanos y ninguno de papá, que
debía de estar tirado, borracho, por alguna callejuela. Mamá me abrazaba presa
de la desesperanza, sentada en la destartalada mecedora, al compás de un mantra
existente en su perturbada cabeza.
Mi mayor ilusión era ver caer la noche e
irnos a la cama. Cuando notaba que todos dormían, me levantaba sin hacer el
menor ruido y me escapaba de casa por la puerta de la cocina. Corría hasta lo
alto del callejón. Hacía tanto frío que se me congelaban las pestañas. Allí
estaba mi escuela, en un edificio gris y sucio. Cada día, antes de irme a casa,
dejaba un ventanal abierto de la planta inferior en la que ponía una astilla
para que no se cerrara. Entraba sin hacer el menor sonido. Abría, con el
corazón desbocado, la puerta de la sala de música y me sentaba en la banqueta
delante del piano. Los pies no me llegaban al suelo para pisar los pedales,
pero no importaba. Posaba los dedos sobre las heladas teclas, y la música
empezaba a fluir en forma de melodía suave con sentimientos de amor, alejados
de toda tristeza. No sabía por qué,
cuando miraba una partitura, la entendía casi a la perfección. Era demasiado
pequeña para comprender que los dioses me habían concedido un don el mismo día
en el que nací bajo su conjuro y su espada.
Cuando empezaba a amanecer, regresaba a
casa sin que nadie se hubiese enterado de mis andanzas nocturnas. Como cada
mañana, papá llegaba oliendo a alcohol y sin un rublo. Mamá gritaba y lloraba.
Yo me tapaba los oídos y me iba corriendo a la escuela, mientras mis hermanos miraban
la escena encontrándola casi normal.
Recuerdo nítidamente que, en la calle
donde vivía, había una pequeña librería. Los libros olían a vainilla, y las
partituras, a hierba fresca. El dueño me tenía en gran estima; decía que era
muy bonita, inteligente y educada. Como no tenía dinero, me regalaba de vez en
cuando composiciones musicales de Mozart, Bach, Chopin; pero a mí, el que más
me gustaba, por encima de todos, era Tchaikovsky. Su fuerza, su potencia me
subyugaba.
Así fueron transcurriendo los años, y mi
amor por la música ocupaba mi vida y mi mente, aunque tenía que esperar a la
noche para que mis dedos pudieran acariciar las blancas y negras teclas del
piano.
Cuando cumplí nueve años, Misha, que así
se llamaba el dueño de la librería, me dijo que su mujer había preparado el
pastel imperial ruso en mi honor para celebrar mi cumpleaños. Fue tal la explosión
de alegría, que me recordó un día otoñal, corriendo por el bosque, lleno de
hojas secas crujiendo bajo mis pies. No ardía fuego ni había cenizas, sólo
fluía agua de oro de los cálidos ríos.
Les pedí a mis hermanos que dijeran en
casa que aquella tarde tenía clase de lengua y llegaría tarde –total, sabía que
nadie me iba a felicitar, y menos prepararme una fiesta.
Cuando llamé al timbre, me abrió la
puerta una mujer alta y muy rubia, con una sonrisa llena de seguridad y poder.
Me dio la mano y entramos en la vivienda. A mis ojos les costó acostumbrarse a
tanta belleza. Era como un sueño donde la miseria y el submundo hubiesen dado
paso a la riqueza, a la aurora, despuntando en segundos un radiante sol.
¡Qué calentita estaba la casa! Había
espejos, alfombras, porcelanas, y olía a azúcar. De repente, entramos en una
gran sala con cortinas blancas de hilo. A un lado, había un velador con el
flamante pastel. Pero lo que más me impresionó fue que, en el centro de la
sala, levantándose como una perfecta estatua y ocupando gran parte de ella, se
alzaba un negro y brillante piano de cola –un Blütner, supe después, con los
años.
Grité, chillé, lloré, mientras iba
corriendo hacia él.
A partir de aquel día, mi vida cambió
radicalmente. Cada tarde iba a casa de Irina, que así se llamaba la esposa de Misha,
para que me diera clases de piano. No tenían hijos y volcaron hacía mí todo el
amor y cariño que poseían. En casa no lo sabían, porque me hubiesen pegado y
encerrado diciéndome “¡Eso no es para ti, desdichada; es solo para los ricos!” Pero
ellos seguirían con su miserable vida sin ni siquiera intentar cambiarla para
que sus hijos no se acostaran con la tripa vacía.
Irina enseguida se dio cuenta de que yo
tenía un don para el piano y que, con nueve años, tocaba a los clásicos sin
partituras, guiada en todo momento por una fuerza que se proyectaba desde mi
nacimiento. La casa de Irina y Misha empezó a ser mi verdadero hogar, y mis
padres ya se habían olvidado de mí –una boca menos que alimentar–. A los veinte
años, a veces me cruzaba por la calle con mi familia y se reían de mí con
grotescas carcajadas. Pero la conjura de los dioses, moviendo en el cielo todas
las constelaciones como en un mar bravío, me tenían reservado un regalo.
Mis padres adoptivos me apuntaron para
el Concurso Internacional de Piano Tchaikovsky, que se celebra en Moscú cada
cuatro años, el mejor del mundo. Y así… retomo el principio de mi diario.
“Katinka,
Katinka Ivanov, con sólo veinte años, gana el primer premio del concurso de
piano, edición 2021”.
Cuando terminé de tocar en la tercera
fase del concurso el concierto para piano y orquesta nº1 de Tchaikovsky, la
sala… se vino abajo.
Dioses que dirigís el mundo de los
mortales, que con el atronador rugido de vuestras trompetas nos guiáis a
vuestro antojo por la incierta partitura de la vida, me habéis dotado de
respeto y sabiduría y elevado como una ola jugando en un manantial de placer y
de amor.
Francis Cortés Pahissa©
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