Mañana,
27 de enero de 2021, recordamos que, por fin, mi padre se fue. Sonrío cuando
pienso en él y me lleno de amor. ¡Lo que le costó morirse! Ya se lo decían: “te
morirás como todos, pero no será de no cuidarte”. Y es que, ya desde pequeña,
me lo podía encontrar en una habitación haciendo el pino, o colgado del marco
de una puerta. El ascensor, no lo cogía nunca; siempre utilizaba las escaleras.
Y con la comida, ni te cuento: todo integral; “¿las algas?: ¡sanísimas!”
Pasó
de cuidar el cuerpo a cuidar el alma, y la meditación Zen empezó a formar parte
de su vida y le salvó. Le salvó de la genética; de las depresiones, herencia de
su madre, que le amargaban la existencia –a él y a nosotros, claro– y le convirtió
en un hombre bueno, tranquilo, siempre dispuesto a lo que necesitásemos, a
cuidar a sus nietos, a escuchar, a escuchar sin juzgar. Era raro oírle hablar
de alguien, ni para bien ni para mal; y cuando los demás lo hacíamos, no te callaba:
escuchaba interesado, con su mirada inteligente, y punto.
Nunca
condujo, ni tuvo tarjetas de crédito, ni teléfono, y apenas llevaba algo de
dinero por si se tomaba unos churros. No necesitaba nada. Eso sí, siempre
llegaba de sus largos paseos diciendo, a voz en grito, muerto de risa, que no
había perdido el día, mientras sacaba del bolsillo las cosas más variopintas:
un peine con las púas rotas, o cualquier otra “mierda” que encontrase. “A ti,
Almudena, ¿esto te sirve para algo?”, me decía.
Viajó
por todo el mundo. Su trabajo –Instituto Madrileño
de Investigación Agraria y Alimentaria (IMIA)– le hacía desaparecer semanas e
incluso meses. Para volver con las maletas llenas de regalos que nos volvían
locos a todos en casa. Cuando viajaba por España o África, siempre iba con chofer,
porque no conducía. Ni sabía, ni quería. De eso se ocupaba mi madre, o aquel
chofer al que recuerdo que le olían los pies –según mi padre, porque no tenía
olfato. Ni mujer, imagino.
Cuando no viajaba, era un funcionario más. Pasaba las tardes en casa,
estudiando, o corrigiendo los exámenes de sus alumnos de la Escuela de Agrónomos.
–A ver, ¿quién me ayuda? –nos decía–. Uno que ponga los ceros y
otro los unos. Vuestro padre es un sabio, ¿lo sabéis?
Son recuerdos de mi infancia. Ahora sé que no era normal.
Conocía cada planta. Llegó a escribir, junto a otros dos colegas, el libro Alimentos silvestres de Madrid. Y es que
ir con él por el campo era un show:
conocía todas las plantas. Y debía de ser verdad que las conocía, porque un
día, justo antes de jubilarse, descubrió una nueva especie: Lupinus mariae-josephi.
Y en esto que le llegó la vejez, y nada, quería morirse y no
podía. Tanto se había cuidado. Tanta comida sana y tanto ejercicio le dejaron
un corazón de hierro.
–Niños –decía–: ¡reunión! A ver, yo me quiero ir ya. ¿Sabéis
quién era Ramón Sampedro?
–¡Olvídanos! ¡Con nosotros no cuentes! –y salíamos disparados de
su habitación.
Un día de aquellos, estando yo con él en casa, mientras comía,
le dije, señalando al jamón:
–¡Esta es la tuya! Mira que si te ahogas…
Los dos a la vez estallamos en una carcajada, y es que el humor
tardó en perderlo.
Al final, se resigno, esperó y una mañana, el 27 de enero de
2020, se despertó, desayunó y se fue.
Almudena Pascual©
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