sábado, 27 de febrero de 2021

EL PROYECTO.

 

 

            Se miraba en el espejo y se veía feo, muy feo. Le mortificaba que las chicas se dejaran cortejar por sus amigos, mientras que a él le miraban con aire condescendiente y le daban toda clase de excusas, bienintencionadas pero que a nadie engañaban, para escoger otra compañía distinta de la suya. Y es que no era tonto y se veía tal como la naturaleza le había hecho: sencillamente, feo, muy feo. Y no sólo de cara; también su cuerpo era un desastre, sin gracia, sin armonía en sus proporciones. Se decía que, de haber nacido mujer, tampoco habría salido nunca con alguien tan poco agraciado. En lo demás, estaba más o menos a la altura; pero en lo físico, había que ser realista: era un adefesio. Tenía que resignarse a la cruda realidad de que ése sería el sino de toda su vida. A menos que… Quizás…

            Y se rebeló contra ese destino. Y tomó una gran decisión. Se propuso consagrar toda su existencia a convertirse en el hombre más guapo de la Tierra. Sería tan bello que acapararía la atención dondequiera que fuera. Las mujeres, subyugadas por sus rasgos perfectos, por sus proporciones armoniosas, serían atraídas hacia él como moscas a la miel, y los hombres le mirarían con indisimulada envidia. Se propuso ser el David de Miguel Ángel, el hombre perfecto, ajustado al estricto canon de belleza masculina antaño establecido por el griego Polícleto y luego adoptado por los más geniales escultores hasta tiempos no muy lejanos.

            Estudió detenidamente las proporciones prescritas por el sabio heleno para las distintas partes del cuerpo: la cara y sus distintos elementos entre sí, el torso, las longitudes de las distintas secciones de las piernas y las relaciones entre ellas, los brazos, los dedos de las manos y de los pies. Tenía mucho trabajo por delante, pero su decisión era inamovible. Se puso manos a la obra con una determinación que asustaba a sus padres, quienes llegaron a creer que su hijo había sido poseído por algún demonio contra el que nada podían hacer.

            La altura de su cuerpo era menor que siete veces y media la de su cabeza, desproporción inaceptable que lo atormentó desde el momento en que la descubrió. Hechas cuidadosamente las medidas y los cálculos correspondientes, vio que forzosamente tenía que aumentar la longitud de sus piernas en diez centímetros, y además, para que estuvieran debidamente proporcionadas, esos diez centímetros debían estar repartidos en dos tramos: seis centímetros por encima de la rodilla para alargar el fémur y cuatro por debajo para alargar la tibia y el peroné. Así pues, se hizo cortar las piernas e intercalar sendas prótesis de titanio que suplementaran su déficit de altura, procediendo luego a unir nervios, tendones, arterias y venas y forrar las prótesis con masa muscular y piel extraídas de otras partes de su cuerpo. Tras meses de indecibles sufrimientos y costes ruinosos para él y su familia, su altura ya era exactamente la estipulada por los clásicos griegos siete cabezas y media y sus piernas, maravillosamente proporcionadas.

            La longitud de sus pies era superior a dos veces la palma de sus manos, monstruosa desproporción anatómica que le resultaba insufrible y a la que no tuvo más remedio que aplicar similar abordaje: se hizo amputar los dedos para luego reinjertarlos una vez recortados de las extremidades aquellos insoportables dos centímetros sobrantes, más propios de un primate que de un dios griego. Y ya de paso, se hizo remodelar los diez apéndices podales para que estuvieran bien alineados y corregir aquella ignominiosa relación de volumen entre los pulgares y los meñiques que le recordaba su pasado de mandril.

            Durante varios años se sometió a una interminable serie de similares penosos ajustes anatómicos hasta que consiguió que su cuerpo fuera una réplica de su admirado David. Se miraba al espejo, ahora con rebosante orgullo: era alto y musculoso, acentuada la línea de la cadera, las piernas largas y bien contorneadas, anchos pectorales; perfectas las proporciones entre las distintas falanges de sus dedos, y entre sus brazos y sus piernas, y entre la anchura de sus hombros y su cintura. Su cuerpo era perfecto, pero… su cara era aún tremendamente fea: consideró seriamente el suicidio cuando descubrió que el diámetro mayor de su cráneo excedía en menos de un cuarto al menor; y eso sumado a un mentón retraído, ojos caídos y con bolsas, frente excesivamente grande, orejas enormes, de soplillo y asimétricas, nariz chata, pómulos poco pronunciados, cabello escaso, revuelto e indómito, dentadura anárquica... Internado en las clínicas más exclusivas y más caras, por supuesto, se hizo remodelar el cráneo, esculpir una maravillosa nariz, firme, imperial, perfectamente recta y siguiendo una línea exactamente paralela a la de la frente, con la base de las fosas nasales a la estipulada exacta distancia del mentón; se insertó masa ósea suficiente para poder construir una poderosa mandíbula que transmitiera autoridad y determinación, orgullo apolíneo; los pómulos fueron, asimismo, injertados y moldeados, respetando escrupulosas proporciones con respecto a la nueva mandíbula; los ojos, remodelados para que la imaginaria línea horizontal que los unía no desfalleciera lamentablemente en los extremos, dándole aquel aspecto vulgar incompatible con sus aspiraciones de habitante del Olimpo; el cuello hubo que agrandarlo hasta que adquirió la potencia y elegancia de la escultura apolínea; se le injertó una espléndida cabellera, con el volumen, los rizos, la textura y hasta el color que se adivina en el dios aunque esté esculpido en piedra; las orejas no eran aprovechables, por lo que fueron extirpadas por la raíz y sustituidas por otras nuevas, inconfesablemente adquiridas a un voluntario menesteroso que se las vendió a cambio de una considerable suma de dinero; los dientes, por más que a su David no se le ven, hizo que se los arrancaran todos y los sustituyeran por otros perfectamente moldeados, alineados y blanquísimos. Y finalmente su cara  alcanzó la belleza masculina en su más alto grado, coronando un cuerpo de proporciones y simetría inobjetables. Se había culminado la transformación. Polícleto estaría orgulloso de él. Su gran proyecto había sido un éxito: era el hombre perfecto, la belleza masculina en su más alta expresión. Y para encumbrar su obra con un toque definitivo, siguiendo la moda de los antiguos adonis helenos, se maquilló los ojos con un tono verde claro en los párpados inferiores y negruzco en los superiores y las pestañas que le proporcionaba una mirada cautivadora, sexual, embriagante que le hacía salivar ante su propia imagen cuando se miraba en el espejo. No, no era posible ser más guapo.                                                          

           Aunque fueran pocas las personas en el mundo que se hubieran fijado tan altísimas metas de perfección, naturalmente no era el único. Así que un buen día, cumplidos ya los cincuenta, recibió una invitación para asistir a una fiesta en el sur de Francia, organizada por una asociación de puristas que, al igual que él, se habían consagrado a alcanzar y habían alcanzado la perfección en sus distintas aspiraciones y a quienes, habiendo saboreado las mieles de los elegidos, les repugnaba mezclarse con la chusma imperfecta que les rodeaba por doquier.

            Llegó puntualmente al castillo provenzal a donde había sido invitado y fue recibido muy atentamente, por cierto por el anfitrión, Napoleón Bonaparte, quien, una vez repuesto de la impresión que le causó la belleza del recién llegado, le informó a su juicio,  imprudentemente de cuáles habían sido sus errores en la estrategia de Waterloo y que se aseguraría de no volver a cometer en su próximo intento. El emperador le presentó a Anna Pávlova, quien le aseguró que tenía cerrado un contrato para bailar en el Teatro Bolshói, de Moscú, junto con su acompañante, Rudolf Nuréyev –también muy bello pero que, naturalmente, no le llegaba a la suela del zapato–, que la miraba embelesado. Ambos bailarines, sin prestarle demasiada atención, a sus magníficos ochenta y tres y noventa y un años, respectivamente, coreados por una sinfonía de crujidos artríticos, se alejaron, haciendo él piruetas en el aire y girando ella grácilmente sobre una pierna mientras volteaba vaporosamente una falda de blanco encaje y tatareaba La muerte del cisne de Camille Saint-Saëns. Muy grato le resultó tener la oportunidad de charlar con Blancanieves, una encantadora señora de unos sesenta años y dos veces esa cifra en kilos, a la que rodeaban cinco enanos macrocéfalos cantando a coro “Ay ho, ay ho, ya es hora de cerrar” y que le aseguró tener adelantadas las negociaciones para conseguir los dos enanos que le faltaban para completar su proyecto. Sonó el timbre y dieron la bienvenida a un joven de Alaska que entró contoneándose y tocando garbosamente unas maracas, el cual se presentó como Antonio Machín y que, con un bien trabajado acento cubano, tuvo a bien deleitar a la audiencia allí congregada con una versión a capela de Angelitos negros, contestada inmediatamente por un anciano que, apoyado en su andador, desveló ser Joselito, El pequeño ruiseñor, el cual, con voz blanca y afinadísima y con un cuidadísimo acento jienense, arrancó una ovación del personal con su: “¿Por qué has pintao en tus ojeras / la flor de lirio real, / por qué te has puesto de seda , / ay, Campanera, por qué será?” ¡Qué placer estar, después de tanto tiempo de soledad, entre gentes a su altísimo nivel intelectual y de exigencia estética! Y sobre ese y otros temas de análoga trascendencia, sustuvo una agradable conversación con un palidísimo aristócrata noruego que dijo ser el negrito del anuncio, el que cultivando cantaba la canción del Cola-Cao, y que, orgullosamente, le hizo saber que estaba a punto de someterse a injertos de piel traída desde Guinea Ecuatorial, para oscurecer su inapropiada tez nórdica y adecuarla a los tonos más propios del África tropical. La sala se llenó de variopintos personajes, todos ellos selectos y muy por encima del vulgar chusmaje que abundaba por doquier; seres en la cresta de la evolución que habían cogido las riendas de sus propias vidas para alcanzar sus sueños de perfección. Y de todos, él era el más guapo. Tanto que una rediviva Marilyn Monroe, en la flor de la vida y rezumando sensualidad, cayó, como por otra parte era de suponer, enteramente rendida a sus pies, derretida ante su masculina belleza y acometida de tal desbocado deseo por él que lo arrastró a una sala contigua, se tumbó en un diván en posición receptiva y le suplicó que la poseyera, deseo que él se aprestó a satisfacer de sumo buen grado. La enigmática risita de la rubia platino le hizo cavilar sobre si, después de todo, no habría pasado por alto alguna proporción clásica.

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

    

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