Se miraba en el
espejo y se veía feo, muy feo. Le mortificaba que las chicas se dejaran
cortejar por sus amigos, mientras que a él le miraban con aire condescendiente
y le daban toda clase de excusas, bienintencionadas pero que a nadie engañaban,
para escoger otra compañía distinta de la suya. Y es que no era tonto y se veía
tal como la naturaleza le había hecho: sencillamente, feo, muy feo. Y no sólo
de cara; también su cuerpo era un desastre, sin gracia, sin armonía en sus
proporciones. Se decía que, de haber nacido mujer, tampoco habría salido nunca
con alguien tan poco agraciado. En lo demás, estaba más o menos a la altura;
pero en lo físico, había que ser realista: era un adefesio. Tenía que
resignarse a la cruda realidad de que ése sería el sino de toda su vida. A
menos que… Quizás…
Y se rebeló
contra ese destino. Y tomó una gran decisión. Se propuso consagrar toda su
existencia a convertirse en el hombre más guapo de la Tierra. Sería tan bello
que acapararía la atención dondequiera que fuera. Las mujeres, subyugadas por
sus rasgos perfectos, por sus proporciones armoniosas, serían atraídas hacia él
como moscas a la miel, y los hombres le mirarían con indisimulada envidia. Se
propuso ser el David de Miguel Ángel, el hombre perfecto, ajustado al estricto
canon de belleza masculina antaño establecido por el griego Polícleto y luego
adoptado por los más geniales escultores hasta tiempos no muy lejanos.
Estudió
detenidamente las proporciones prescritas por el sabio heleno para las
distintas partes del cuerpo: la cara y sus distintos elementos entre sí, el
torso, las longitudes de las distintas secciones de las piernas y las
relaciones entre ellas, los brazos, los dedos de las manos y de los pies. Tenía
mucho trabajo por delante, pero su decisión era inamovible. Se puso manos a la
obra con una determinación que asustaba a sus padres, quienes llegaron a creer
que su hijo había sido poseído por algún demonio contra el que nada podían
hacer.
La altura de su
cuerpo era menor que siete veces y media la de su cabeza, desproporción
inaceptable que lo atormentó desde el momento en que la descubrió. Hechas
cuidadosamente las medidas y los cálculos correspondientes, vio que
forzosamente tenía que aumentar la longitud de sus piernas en diez centímetros,
y además, para que estuvieran debidamente proporcionadas, esos diez centímetros
debían estar repartidos en dos tramos: seis centímetros por encima de la
rodilla para alargar el fémur y cuatro por debajo para alargar la tibia y el
peroné. Así pues, se hizo cortar las piernas e intercalar sendas prótesis de
titanio que suplementaran su déficit de altura, procediendo luego a unir
nervios, tendones, arterias y venas y forrar las prótesis con masa muscular y
piel extraídas de otras partes de su cuerpo. Tras meses de indecibles sufrimientos
y costes ruinosos para él y su familia, su altura ya era exactamente la
estipulada por los clásicos griegos –siete cabezas y media– y
sus piernas, maravillosamente proporcionadas.
La longitud de
sus pies era superior a dos veces la palma de sus manos, monstruosa
desproporción anatómica que le resultaba insufrible y a la que no tuvo más
remedio que aplicar similar abordaje: se hizo amputar los dedos para luego
reinjertarlos una vez recortados de las extremidades aquellos insoportables dos
centímetros sobrantes, más propios de un primate que de un dios griego. Y ya de
paso, se hizo remodelar los diez apéndices podales para que estuvieran bien
alineados y corregir aquella ignominiosa relación de volumen entre los pulgares
y los meñiques que le recordaba su pasado de mandril.
Durante varios
años se sometió a una interminable serie de similares penosos ajustes
anatómicos hasta que consiguió que su cuerpo fuera una réplica de su admirado
David. Se miraba al espejo, ahora con rebosante orgullo: era alto y musculoso,
acentuada la línea de la cadera, las piernas largas y bien contorneadas, anchos
pectorales; perfectas las proporciones entre las distintas falanges de sus
dedos, y entre sus brazos y sus piernas, y entre la anchura de sus hombros y su
cintura. Su cuerpo era perfecto, pero… su cara era aún tremendamente fea:
consideró seriamente el suicidio cuando descubrió que el diámetro mayor de su
cráneo excedía en menos de un cuarto al menor; y eso sumado a un mentón
retraído, ojos caídos y con bolsas, frente excesivamente grande, orejas
enormes, de soplillo y asimétricas, nariz chata, pómulos poco pronunciados,
cabello escaso, revuelto e indómito, dentadura anárquica... Internado en las
clínicas más exclusivas –y más caras, por supuesto–,
se hizo remodelar el cráneo, esculpir una maravillosa nariz, firme, imperial,
perfectamente recta y siguiendo una línea exactamente paralela a la de la
frente, con la base de las fosas nasales a la estipulada exacta distancia del
mentón; se insertó masa ósea suficiente para poder construir una poderosa
mandíbula que transmitiera autoridad y determinación, orgullo apolíneo; los
pómulos fueron, asimismo, injertados y moldeados, respetando escrupulosas
proporciones con respecto a la nueva mandíbula; los ojos, remodelados para que
la imaginaria línea horizontal que los unía no desfalleciera lamentablemente en
los extremos, dándole aquel aspecto vulgar incompatible con sus aspiraciones de
habitante del Olimpo; el cuello hubo que agrandarlo hasta que adquirió la
potencia y elegancia de la escultura apolínea; se le injertó una espléndida
cabellera, con el volumen, los rizos, la textura y hasta el color que se
adivina en el dios aunque esté esculpido en piedra; las orejas no eran
aprovechables, por lo que fueron extirpadas por la raíz y sustituidas por otras
nuevas, inconfesablemente adquiridas a un voluntario menesteroso que se las
vendió a cambio de una considerable suma de dinero; los dientes, por más que a
su David no se le ven, hizo que se los arrancaran todos y los sustituyeran por
otros perfectamente moldeados, alineados y blanquísimos. Y finalmente su
cara alcanzó la belleza masculina en su
más alto grado, coronando un cuerpo de proporciones y simetría inobjetables. Se
había culminado la transformación. Polícleto estaría orgulloso de él. Su gran
proyecto había sido un éxito: era el hombre perfecto, la belleza masculina en
su más alta expresión. Y para encumbrar su obra con un toque definitivo,
siguiendo la moda de los antiguos adonis helenos, se maquilló los ojos con un
tono verde claro en los párpados inferiores y negruzco en los superiores y las
pestañas que le proporcionaba una mirada cautivadora, sexual, embriagante que
le hacía salivar ante su propia imagen cuando se miraba en el espejo. No, no
era posible ser más guapo.
Aunque fueran
pocas las personas en el mundo que se hubieran fijado tan altísimas metas de
perfección, naturalmente no era el único. Así que un buen día, cumplidos ya los
cincuenta, recibió una invitación para asistir a una fiesta en el sur de
Francia, organizada por una asociación de puristas que, al igual que él, se
habían consagrado a alcanzar y habían alcanzado la perfección en sus distintas
aspiraciones y a quienes, habiendo saboreado las mieles de los elegidos, les
repugnaba mezclarse con la chusma imperfecta que les rodeaba por doquier.
Llegó
puntualmente al castillo provenzal a donde había sido invitado y fue recibido –muy
atentamente, por cierto– por el anfitrión, Napoleón Bonaparte,
quien, una vez repuesto de la impresión que le causó la belleza del recién
llegado, le informó –a su juicio, imprudentemente– de
cuáles habían sido sus errores en la estrategia de Waterloo y que se aseguraría
de no volver a cometer en su próximo intento. El emperador le presentó a Anna
Pávlova, quien le aseguró que tenía cerrado un contrato para bailar en el
Teatro Bolshói, de Moscú, junto con su acompañante, Rudolf Nuréyev –también
muy bello pero que, naturalmente, no le llegaba a la suela del zapato–,
que la miraba embelesado. Ambos bailarines, sin prestarle demasiada atención, a
sus magníficos ochenta y tres y noventa y un años, respectivamente, coreados
por una sinfonía de crujidos artríticos, se alejaron, haciendo él piruetas en
el aire y girando ella grácilmente sobre una pierna mientras volteaba
vaporosamente una falda de blanco encaje y tatareaba La muerte del cisne
de Camille Saint-Saëns. Muy grato le resultó tener la oportunidad de charlar
con Blancanieves, una encantadora señora de unos sesenta años y dos veces esa
cifra en kilos, a la que rodeaban cinco enanos macrocéfalos cantando a coro “Ay
ho, ay ho, ya es hora de cerrar” y que le aseguró tener adelantadas las
negociaciones para conseguir los dos enanos que le faltaban para completar su
proyecto. Sonó el timbre y dieron la bienvenida a un joven de Alaska que entró
contoneándose y tocando garbosamente unas maracas, el cual se presentó como
Antonio Machín y que, con un bien trabajado acento cubano, tuvo a bien deleitar
a la audiencia allí congregada con una versión a capela de Angelitos
negros, contestada inmediatamente por un anciano que, apoyado en su
andador, desveló ser Joselito, El pequeño ruiseñor, el cual, con
voz blanca y afinadísima y con un cuidadísimo acento jienense, arrancó una
ovación del personal con su: “¿Por qué has pintao en tus ojeras / la flor de
lirio real, / por qué te has puesto de seda , / ay, Campanera, por qué será?” ¡Qué
placer estar, después de tanto tiempo de soledad, entre gentes a su altísimo
nivel intelectual y de exigencia estética! Y sobre ese y otros temas de análoga
trascendencia, sustuvo una agradable conversación con un palidísimo aristócrata
noruego que dijo ser el negrito del anuncio, el que cultivando cantaba la
canción del Cola-Cao, y que, orgullosamente, le hizo saber que estaba a punto
de someterse a injertos de piel traída desde Guinea Ecuatorial, para oscurecer
su inapropiada tez nórdica y adecuarla a los tonos más propios del África
tropical. La sala se llenó de variopintos personajes, todos ellos selectos y muy
por encima del vulgar chusmaje que abundaba por doquier; seres en la cresta de
la evolución que habían cogido las riendas de sus propias vidas para alcanzar
sus sueños de perfección. Y de todos, él era el más guapo. Tanto que una
rediviva Marilyn Monroe, en la flor de la vida y rezumando sensualidad, cayó,
como por otra parte era de suponer, enteramente rendida a sus pies, derretida
ante su masculina belleza y acometida de tal desbocado deseo por él que lo
arrastró a una sala contigua, se tumbó en un diván en posición receptiva y le
suplicó que la poseyera, deseo que él se aprestó a satisfacer de sumo buen
grado. La enigmática risita de la rubia platino le hizo cavilar sobre si,
después de todo, no habría pasado por alto alguna proporción clásica.
José-Pedro
Cladera Fontenla©
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