miércoles, 31 de marzo de 2021

PÍA

 



            Las lágrimas de Pía se mezclaban con la lluvia, que golpeaba furiosamente los cristales. Había estado clavada como un reloj en el camino de piedras, con ranuras de césped y amplias flores deslizándose en sus lados, allí donde empezaba su jardín, esperando al cartero, como cada mañana, a las once en punto. Así venía haciendo los últimos tres años. Ninguna carta tampoco hoy.

            Volvamos atrás en el tiempo. Año 2000.

            Era una muchacha feliz. Lo tenía todo. La gente la adoraba. Había terminado el bachiller con excelentes notas a sus jovencísimos dieciséis años. Sus compañeros de aula decidieron hacer una gran fiesta esa misma noche para celebrarlo y ella, cómo no, se apuntó junto con su más fiel amiga, Clara.

            Clara era una chica mestiza, con un largo cabello negro, ojos chispeantes y cuerpo exuberante. Se puso un vestido rojo, largo, ajustado y sexy para que la miraran con cierta envidia. Se maquilló bastante y escogió para sus labios un brillo con purpurina rosada.

            Pía era delgada y con un porte elegante. Su cabello, rubio cobrizo, hasta la cintura, y sus ojos rasgados del color de la miel la hacían muy atractiva. Tenía clase. Escogió un vestido nude muy claro que se confundía con su piel, por encima de la rodilla. Un escote en la espalda, que le llegaba hasta la cintura, era su principal detalle. Daba la sensación, por su color, de que iba sin ropa. La hacía irresistible. Se maquilló con sombra marrón azulada, y un trazo grueso de eyeliner remarcaba el trazado de sus ojos. Los labios, con su barra preferida: Rouge Coco Shine 138, de Chanel. Como toque final, un perfume especial para un día osado, con el que comerse el mundo, con estilo único y desbordante: Insolence.

            Cuando el reloj marcaba las nueve, las dos amigas se dirigieron al salón del instituto donde empezaba la gran fiesta. Todos se conocían, o casi todos.

            A mitad de la noche, Pía salió al exterior para respirar aire puro. Había bebido más de la cuenta y estaba un poco mareada. De pronto, una mano se ciñó a su cintura. Se sobresaltó, pero al girarse se encontró con un hombre de unos cuarenta años. Era terriblemente atractivo. Se quedó mirándolo y pensó que, por suerte, la tenía sujeta. Como un relámpago cruzando su cuerpo, con el corazón desbocado y faltándole la respiración, él le habló con voz suave y le indicó que se sentaran en un banco para charlar un rato. Ella obedeció con la cabeza, ya que hablar se le hacía difícil.

            Se presentó diciendo que se llamaba Mario y que era el padre de una alumna a la que había acompañado. Le dio un cigarrillo, que Pía rechazó; dijo que ella no fumaba, porque odiaba el olor a tabaco, ya que quedaba impregnado en la piel y en la ropa. Él la miro por un momento y enseguida tiró el cigarrillo al suelo. Hablaron de miles de cosas: de libros, de pintura y, sobre todo, de ópera. Ella le dijo que todo el mundo es capaz de leer algo, pero no todos son capaces de ver y escuchar una ópera. Mario quedó fascinado por esa joven de dieciséis años, con olor a violetas, con un cuerpo lleno de sensualidad y que parecía inteligente.

            Pía se dijo que jamás en su vida encontraría a alguien tan seductor y al que admirase más.

            Empezaron a verse algunas tardes. Tomaban té blanco, con éclair de chocolate para ella y de crema para él. Otro día, dieron un salto más cualitativo y Mario la invitó a ver El anillo del Nibelungo, de Wagner. Así se selló el tener que verse todas las tardes durante cuatro días seguidos. Un ciclo de cuatro óperas con una duración de quince horas y media. El último día terminó a las doce de la noche y Mario la invitó a su casa. Pía aceptó. Llamó a sus padres y les dijo que se quedaba a dormir en casa de su amiga Clara.

            Entraron en la masía, aunque más parecía una gran mansión con una cuadra de caballos lipizanos a su derecha. Al cerrarse la puerta tras de sí, él le bajó la cremallera del vestido muy lenta y delicadamente. Pía se quedó helada e iba hiperventilando cuando la cogió en brazos y la subió a la habitación. La depositó con dulzura encima de la cama y empezó a desnudarla. La cabeza de Pía era un torbellino. Nunca había estado sexualmente con un hombre. Fue un sueño: sus besos, sus caricias, sus susurros en el oído. Fue un sueño, como el cuento de las mil y una noches.

            Así se sucedieron los días y algunas noches durante los meses de julio y agosto. Mario le decía que, aunque estaba casado, iba a divorciarse de su mujer, que vivía en París, donde tenían la residencia, un antiguo palacete. A él le gustaba pasar el verano en su casa de Cadaqués, y su esposa odiaba los pueblos. A ella le gustaba estar donde podía comprar compulsivamente, y dónde mejor que en la Ciudad Eterna.

            Era un día soleado de agosto, el viento acariciaba las hojas de los árboles y el aire estaba impregnado de sal. Pía estaba pletórica. Iba a darle a Mario un gran regalo, el mejor. Cuando se vieron, le dio la feliz noticia, no cabía en sí de gozo: estaba embarazada. Ya podrían vivir juntos, y ella, una vez hubiera dado a luz, continuaría con sus estudios. Mario dejaría por fin a su mujer.

            Lo abrazó con todas sus fuerzas, pero… algo no iba bien. La miró muy serio y, sin dar ninguna razón aparente, le dijo que no podía tener ese niño, que no era el momento. Más adelante. La convenció con besos y arrumacos y, después de llorar hasta quedar exhausta, se fueron a la clínica. El aborto la sumió en una profunda depresión. Sus padres no sabían qué le pasaba, al igual que su amiga íntima.

            Llegó septiembre y él se fue a París. Le dijo que volvería a buscarla y se casarían, pero que, entretanto, cada día le enviaría una carta o la llamaría.

            Volvamos al año 2004, en la actualidad.

            Pía seguía mirando la calle, esperando un milagro. El móvil de Mario, simplemente no existía. No sabía su dirección, no sabía dónde buscar. ¿Qué sabía de él? La verdad es que nada. Era un completo extraño. Sus ojos seguían posados en ver caer la lluvia sobre el mar, atrapando el viento y elevando la espuma con fuerza. Abrió la ventana y aspiró el olor a sal.

            Pasaban los días, las horas, los minutos, y estaba sola. Sus padres habían vuelto a Barcelona. Ella se había quedado en el pueblo, con gran disgusto de la gente que la amaba. Solo quería estar sola y no moverse de la casa. Mario volvería, seguro. No se movería de allí por nada de este mundo.

            De repente, llamaron a la puerta. Bajó, atolondrada, por las escaleras y a punto estuvo de caerse. Era Mario, tenía que ser él. Abrió, pero su decepción fue tremenda. Había olvidado que el chico del quiosco le traía el periódico cada mañana.

            Cerró la puerta, y se iba a sentar junto al hogar, donde chispeaba la leña con destellos rojos y dorados, cuando miró la portada del diario, en la que había una gran imagen de una pareja. Perdió el equilibrio y cayó, dándose en la cabeza con el canto de la chimenea. Empezó a sangrar, pero ella no se enteraba, solo miraba la fotografía. No sentía ningún dolor físico, solo su corazón roto en mil pedazos. Un contento y exultante Mario Saavedra, cónsul de España en París, se había casado con la heredera de un imperio cosmético, cuyo patrimonio ascendía a varios miles de millones de euros.

            La cabeza le daba vueltas. La había engañado. Nunca pensó en vivir con ella. Lo peor de todo, nunca la quiso. El dolor era insoportable. Sin pensar en nada, se precipitó hacia la puerta y la abrió de par en par. Vio que llovía a cántaros y la tramontana arrastraba las sillas y las mesas de los bares. Llevaba un vestido fino de algodón y unos calcetines de lana. Empezó a andar hacia la playa. Pasó el espigón y bajó las escalerillas de roca abiertas al mar que daban a una pequeña cala. Se quitó el vestido a cámara lenta, como si no fuera con ella, la ropa interior y los calcetines. Los tiró sobre la arena mojada. No veía nada, con la lluvia tan intensa; solo los relámpagos cuando iluminaban el cielo, y el agua opaca. Su voz interior le decía Pía, Pía, para, no lo hagas, para. Pero la decisión ya estaba tomada. No aguantaba más. Puso un pie en el agua helada, y luego otro, y luego otro, y otro, adentrándose hasta que el oscuro mar mediterráneo le inundó la boca, la nariz y los ojos. Estaba saladísima, pero ella continuó adentrándose más y más. Ya se fundía en un abrazo con las olas, con su querido mar. La engullía hacia el abismo negro, pero sonreía recordando sus besos, su olor, sus caricias, su cara… Mario, Mario.

           

            Francis Cortés Pahissa©

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