Las
lágrimas de Pía se mezclaban con la lluvia, que golpeaba furiosamente los
cristales. Había estado clavada como un reloj en el camino de piedras, con
ranuras de césped y amplias flores deslizándose en sus lados, allí donde
empezaba su jardín, esperando al cartero, como cada mañana, a las once en
punto. Así venía haciendo los últimos tres años. Ninguna carta tampoco hoy.
Volvamos
atrás en el tiempo. Año 2000.
Era
una muchacha feliz. Lo tenía todo. La gente la adoraba. Había terminado el
bachiller con excelentes notas a sus jovencísimos dieciséis años. Sus
compañeros de aula decidieron hacer una gran fiesta esa misma noche para
celebrarlo y ella, cómo no, se apuntó junto con su más fiel amiga, Clara.
Clara
era una chica mestiza, con un largo cabello negro, ojos chispeantes y cuerpo
exuberante. Se puso un vestido rojo, largo, ajustado y sexy para que la miraran
con cierta envidia. Se maquilló bastante y escogió para sus labios un brillo
con purpurina rosada.
Pía
era delgada y con un porte elegante. Su cabello, rubio cobrizo, hasta la
cintura, y sus ojos rasgados del color de la miel la hacían muy atractiva.
Tenía clase. Escogió un vestido nude
muy claro que se confundía con su piel, por encima de la rodilla. Un escote en
la espalda, que le llegaba hasta la cintura, era su principal detalle. Daba la
sensación, por su color, de que iba sin ropa. La hacía irresistible. Se
maquilló con sombra marrón azulada, y un trazo grueso de eyeliner remarcaba el trazado de sus ojos. Los labios, con su barra
preferida: Rouge Coco Shine 138, de
Chanel. Como toque final, un perfume especial para un día osado, con el que
comerse el mundo, con estilo único y desbordante: Insolence.
Cuando
el reloj marcaba las nueve, las dos amigas se dirigieron al salón del instituto
donde empezaba la gran fiesta. Todos se conocían, o casi todos.
A
mitad de la noche, Pía salió al exterior para respirar aire puro. Había bebido
más de la cuenta y estaba un poco mareada. De pronto, una mano se ciñó a su
cintura. Se sobresaltó, pero al girarse se encontró con un hombre de unos
cuarenta años. Era terriblemente atractivo. Se quedó mirándolo y pensó que, por
suerte, la tenía sujeta. Como un relámpago cruzando su cuerpo, con el corazón
desbocado y faltándole la respiración, él le habló con voz suave y le indicó
que se sentaran en un banco para charlar un rato. Ella obedeció con la cabeza,
ya que hablar se le hacía difícil.
Se
presentó diciendo que se llamaba Mario y que era el padre de una alumna a la
que había acompañado. Le dio un cigarrillo, que Pía rechazó; dijo que ella no
fumaba, porque odiaba el olor a tabaco, ya que quedaba impregnado en la piel y
en la ropa. Él la miro por un momento y enseguida tiró el cigarrillo al suelo.
Hablaron de miles de cosas: de libros, de pintura y, sobre todo, de ópera. Ella
le dijo que todo el mundo es capaz de leer algo, pero no todos son capaces de ver
y escuchar una ópera. Mario quedó fascinado por esa joven de dieciséis años,
con olor a violetas, con un cuerpo lleno de sensualidad y que parecía
inteligente.
Pía
se dijo que jamás en su vida encontraría a alguien tan seductor y al que admirase
más.
Empezaron
a verse algunas tardes. Tomaban té blanco, con éclair de chocolate para ella y de crema para él. Otro día, dieron
un salto más cualitativo y Mario la invitó a ver El anillo del Nibelungo, de Wagner. Así se selló el tener que verse
todas las tardes durante cuatro días seguidos. Un ciclo de cuatro óperas con
una duración de quince horas y media. El último día terminó a las doce de la
noche y Mario la invitó a su casa. Pía aceptó. Llamó a sus padres y les dijo
que se quedaba a dormir en casa de su amiga Clara.
Entraron
en la masía, aunque más parecía una gran mansión con una cuadra de caballos
lipizanos a su derecha. Al cerrarse la puerta tras de sí, él le bajó la
cremallera del vestido muy lenta y delicadamente. Pía se quedó helada e iba
hiperventilando cuando la cogió en brazos y la subió a la habitación. La
depositó con dulzura encima de la cama y empezó a desnudarla. La cabeza de Pía
era un torbellino. Nunca había estado sexualmente con un hombre. Fue un sueño:
sus besos, sus caricias, sus susurros en el oído. Fue un sueño, como el cuento
de las mil y una noches.
Así
se sucedieron los días y algunas noches durante los meses de julio y agosto.
Mario le decía que, aunque estaba casado, iba a divorciarse de su mujer, que
vivía en París, donde tenían la residencia, un antiguo palacete. A él le
gustaba pasar el verano en su casa de Cadaqués, y su esposa odiaba los pueblos.
A ella le gustaba estar donde podía comprar compulsivamente, y dónde mejor que
en la Ciudad Eterna.
Era
un día soleado de agosto, el viento acariciaba las hojas de los árboles y el
aire estaba impregnado de sal. Pía estaba pletórica. Iba a darle a Mario un
gran regalo, el mejor. Cuando se vieron, le dio la feliz noticia, no cabía en
sí de gozo: estaba embarazada. Ya podrían vivir juntos, y ella, una vez hubiera
dado a luz, continuaría con sus estudios. Mario dejaría por fin a su mujer.
Lo
abrazó con todas sus fuerzas, pero… algo no iba bien. La miró muy serio y, sin
dar ninguna razón aparente, le dijo que no podía tener ese niño, que no era el
momento. Más adelante. La convenció con besos y arrumacos y, después de llorar
hasta quedar exhausta, se fueron a la clínica. El aborto la sumió en una
profunda depresión. Sus padres no sabían qué le pasaba, al igual que su amiga íntima.
Llegó
septiembre y él se fue a París. Le dijo que volvería a buscarla y se casarían,
pero que, entretanto, cada día le enviaría una carta o la llamaría.
Volvamos
al año 2004, en la actualidad.
Pía
seguía mirando la calle, esperando un milagro. El móvil de Mario, simplemente
no existía. No sabía su dirección, no sabía dónde buscar. ¿Qué sabía de él? La
verdad es que nada. Era un completo extraño. Sus ojos seguían posados en ver caer
la lluvia sobre el mar, atrapando el viento y elevando la espuma con fuerza.
Abrió la ventana y aspiró el olor a sal.
Pasaban
los días, las horas, los minutos, y estaba sola. Sus padres habían vuelto a
Barcelona. Ella se había quedado en el pueblo, con gran disgusto de la gente
que la amaba. Solo quería estar sola y no moverse de la casa. Mario volvería,
seguro. No se movería de allí por nada de este mundo.
De
repente, llamaron a la puerta. Bajó, atolondrada, por las escaleras y a punto
estuvo de caerse. Era Mario, tenía que ser él. Abrió, pero su decepción fue
tremenda. Había olvidado que el chico del quiosco le traía el periódico cada
mañana.
Cerró
la puerta, y se iba a sentar junto al hogar, donde chispeaba la leña con
destellos rojos y dorados, cuando miró la portada del diario, en la que había
una gran imagen de una pareja. Perdió el equilibrio y cayó, dándose en la
cabeza con el canto de la chimenea. Empezó a sangrar, pero ella no se enteraba,
solo miraba la fotografía. No sentía ningún dolor físico, solo su corazón roto
en mil pedazos. Un contento y exultante Mario Saavedra, cónsul de España en París,
se había casado con la heredera de un imperio cosmético, cuyo patrimonio
ascendía a varios miles de millones de euros.
La
cabeza le daba vueltas. La había engañado. Nunca pensó en vivir con ella. Lo
peor de todo, nunca la quiso. El dolor era insoportable. Sin pensar en nada, se
precipitó hacia la puerta y la abrió de par en par. Vio que llovía a cántaros y
la tramontana arrastraba las sillas y las mesas de los bares. Llevaba un
vestido fino de algodón y unos calcetines de lana. Empezó a andar hacia la
playa. Pasó el espigón y bajó las escalerillas de roca abiertas al mar que
daban a una pequeña cala. Se quitó el vestido a cámara lenta, como si no fuera
con ella, la ropa interior y los calcetines. Los tiró sobre la arena mojada. No
veía nada, con la lluvia tan intensa; solo los relámpagos cuando iluminaban el
cielo, y el agua opaca. Su voz interior le decía Pía, Pía, para, no lo hagas, para. Pero la decisión ya estaba
tomada. No aguantaba más. Puso un pie en el agua helada, y luego otro, y luego
otro, y otro, adentrándose hasta que el oscuro mar mediterráneo le inundó la
boca, la nariz y los ojos. Estaba saladísima, pero ella continuó adentrándose
más y más. Ya se fundía en un abrazo con las olas, con su querido mar. La
engullía hacia el abismo negro, pero sonreía recordando sus besos, su olor, sus
caricias, su cara… Mario, Mario.
Francis
Cortés Pahissa©
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