Acabada
la misa de doce, los tres niños salieron, como siempre, disparados y, como cada
domingo, saltaron de tres en tres los escalones que descendían desde la iglesia
hasta la plazoleta, para llegar antes que nadie al banco de piedra frente a la
fuente de cuatro caños, de la que nunca dejaban de manar sendos chorritos de
agua que producían un sonido agradable y refrescante. Allí esperaban a que sus
padres salieran y veían cómo, antes de descender por las escaleras, intercambiaban
saludos con otros padres, encendían los hombres cigarrillos, se quitaban las
mujeres los velos, los doblaban y los guardaban en sus bolsos junto con los
misales. A menudo, los padres quedaban con otras parejas de amigos para ir a
tomarse un vermut, y entonces les decían a los niños que fueran a jugar a la
plaza de s’Esplanada hasta la hora de
comer. Pero, hasta que les llegara ese permiso, esperaban en el banco de piedra
y contemplaban la acostumbrada procesión de gente vestida de domingo para la
ocasión, personas casi todas conocidas, al menos de vista, que charlaban y
circulaban pausadamente, entre bromas y risas, hacia sus diferentes destinos,
satisfechas de haber cumplido con su deber religioso de los domingos y demás
fiestas de guardar. De vez en cuando, pasaban junto a los chicos los padres de
otros niños amigos y les decían alguna frase amable, a la que los tres
correspondían dando las gracias educadamente.
            A
la salida de misa, apostados a ambos lados de la puerta de la iglesia, siempre
había algún que otro pobre, ya fuera hombre o mujer, que pedía una limosna, y
los feligreses, o al menos muchos de ellos, ya habían reservado en un bolsillo
o en el bolso un par de perras para el socialmente obligado gesto de ayudar a
los menesterosos.
            –Mira
quién viene por ahí –llamó uno de los niños la atención de los otros dos.
            –¡Anda,
si es El zambo! –exclamó otro, y los
tres rieron.
            –Mira,
mira las piernas: podría pasarle un balón de fútbol entre ellas sin tocarle las
rodillas –y aún más risas entre ellos.
            –¡Y
las orejas! Como gire la cabeza de golpe, saldrá volando.
            –Hoy
llega tarde para las limosnas. Vendrá de otra parroquia.
            –Aún
pillará algunas, éste se las sabe todas. 
Lorenzo, El zambo, era lo más parecido al tonto
del pueblo, salvo que Mahón no era un pueblo ni Lorenzo era tonto propiamente
dicho, aunque sí algo corto de luces. El pobre desgraciado era lo más
cómicamente feo que podía verse por el lugar: muy bajo de estatura, patituerto,
unos brazos larguísimos que casi le llegaban hasta las rodillas, la panza
hinchada, orejas enormes y de soplillo que le daban un aspecto simiesco, la
boca mostrando más huecos que dientes, la ropa raída y desastrada, los
pantalones demasiado largos que barrían el suelo, y una boina vieja bien calada
bajo la que asomaba una negra barrera cejijunta, tupida e hirsuta. Para los
tres niños, era difícil saber la edad de El
zambo, porque llevaba ahí desde mucho tiempo antes de nacer ellos. Se les
antojaba, más o menos, de la edad de sus propios padres. 
Siguieron mirando cómo
Lorenzo subía y bajaba las escaleras para arrimarse a unos y otros en busca de
su limosna, y se carcajeaban al ver con qué agilidad saltaba los escalones con
sus piernas arqueadas, dando brincos que parecían los de los monos. Los tres se
contagiaban la risa unos a otros, intercambiándose ocurrencias sobre el pobre
infeliz.
–¿Qué tal, chicos?
La familiar voz les
sorprendió, porque llegaba desde detrás de la fuente, desde la parte opuesta a
la iglesia hacia la que ellos miraban. 
–¡Don Agustín!
–exclamaron casi al unísono.
La sorpresa era comprensible,
ya que don Agustín no solía estar por aquel barrio. De hecho, vivía bastante
alejado de él y, suponiendo que asistiera a misa, debía de ser en alguna otra
iglesia, ya que por ésta no se le había visto nunca. Don Agustín era su profesor
en el colegio. Don Agustín tenía auctoritas,
esa capacidad moral, espontáneamente reconocida y admitida por todos, de emitir
opiniones cualificadas; esa autoridad que no emana de poder alguno, sino que
brota del conocimiento, de una altura intelectual que no se discute. Cuando
hablaba don Agustín, con su voz calmada, paladeando cada sílaba, degustando
cada frase para asegurarse de que no decía palabra sin intención, niños y
mayores callaban y escuchaban, atrapados por su forma de llevar las conversaciones
sin dar nunca puntada sin hilo. Con su eterna gabardina blanca que siempre
llevaba sobre los hombros a modo de percha, sin enfundarse las mangas salvo
cuando hacía mucho frío, se plantó frente a ellos con la misma sonrisa franca
con que acostumbraba a recibirlos en clase. 
–¿Me puedo sentar un
poco con vosotros?
Los tres, como movidos
por un resorte, se apretaron unos contra otros para hacer sitio a don Agustín
en una esquina del banco. No dijeron palabra. 
–Os hace reír Lorenzo,
por lo que veo. Es un personaje curioso, ciertamente. ¿Qué es lo que encontráis
tan gracioso en él?
–Pero don Agustín, ¿no
ha visto sus piernas? ¡Si parecen las de la mona Chita, de Tarzán! –rieron los
tres, aunque no demasiado al ver que el profesor no lo hacía.
–Y las orejas, ¿a usted
no le hacen gracia? 
–No sé, es que es tan
canijo, y va vestido de una manera…
–Y cuando se ríe… ¿Ha
visto cuando se ríe? ¿Ha visto que casi no tiene dientes?
Don Agustín los miraba
con una media sonrisa que ellos conocían bien y que no sabían nunca si era de
aprobación o de todo lo contrario. Lo que sabían seguro es que, si lo
preguntaba, no era porque sí; era presagio de que alguna lección les iba a caer.
–Mirad, chicos. Mi
primer trabajo en Mahón, mucho antes de nacer vosotros, fue en un colegio donde
tuve a Lorenzo como alumno. Comparado con el resto de los chicos de su clase,
era el más pequeño y el más delgado. No tuvo suerte con los padres que le
tocaron, que iban siempre borrachos como cubas, y nació con poca salud.
Decidme: ¿creéis que a Lorenzo no le habría gustado nacer de padres como los
vuestros, sanos y fuertes? 
Dejó la pregunta en el
aire, no esperando respuesta. Los tres niños le miraban fijamente, como si
hubieran recibido un tortazo inesperado y quisieran saber por qué. Don Agustín
les sonreía. Su expresión no era acusadora, sino paternal. Su tono era incluso cariñoso.
–Se crió muy mal
alimentado. Cuando los demás niños salían al recreo y desenvolvían los
bocadillos que llevaban para el desayuno, con queso y jamón, o con mantequilla
y mermelada, Lorenzo comía un mendrugo de pan del día anterior; si había suerte,
con una onza de chocolate; si no la había, a palo seco. La falta de calcio en
sus huesos hizo que sus frágiles piernas no soportaran bien el peso de su
cuerpo al crecer, y se fueron arqueando. Quiero preguntaros algo: ¿no creéis
que a Lorenzo le habría gustado, antes de salir de casa por las mañanas para ir
al colegio, que le hubieran dado un tazón de chocolate y un par de magdalenas,
como os dan a vosotros, en vez de únicamente un vaso de leche, aguada para
estirarla lo que hiciera falta para que llegara también para sus otros cuatro
hermanos?
Los tres niños no
miraban ya a don Agustín. Miraban al suelo, a sus propios zapatos, y estaban
incómodos. Y no decían nada.
–Los días que no había
colegio, mientras vosotros jugáis al fútbol en la plaza, o vais con vuestros
padres a algún sitio bonito, Lorenzo, a vuestra edad, tenía que ayudar a su
padre a recoger chatarra por las casas para luego venderla, cargando con pesos
completamente inapropiados para un niño. Yo os pregunto: ¿no creéis que a
Lorenzo le habría gustado tener unos padres como los vuestros y poder jugar en
vez de trabajar tan duramente? ¿No le habría gustado nacer más alto, más guapo,
más sano, más listo, más rico? ¿Creéis que tiene alguna culpa por ser como es?
Varias preguntas
seguidas a las que no esperaba respuesta. Preguntas para que calaran y dejaran
cicatrices en el alma.
–Cuando veáis a
Lorenzo, pensad que, al nacer, lo hacemos todos con un número de la suerte bajo
el brazo. A algunos, como a vosotros y a mí, nos toca un buen número y salimos
con buena salud, tenemos buenos padres, nos alimentan bien, nos visten bien, jugamos,
reímos. Otros no tienen esa suerte. ¿Creéis que a Lorenzo no le habría gustado
tener un número como el vuestro o como el mío? Miradlo: ¿y si os hubiera tocado
a vosotros su número? ¿Y si hubieseis nacido feos y pobres y con pocas luces?
Es todo cuestión de suerte. Ni nosotros ni él tenemos la culpa o el mérito de
ser como somos. Pero veo que aquí llegan vuestros padres. Perdonad, voy a
saludarles.
Los padres de los
chicos habían bajado ya las escaleras y se acercaban para saludar a don
Agustín. Les dijeron a los niños que fueran pasando, que jugaran un rato en la plaza
de s’Esplanada hasta la hora de comer
y que, como siempre, les recogerían más tarde. Ellos se iban a tomar un vermut
a la cafetería del casino. Invitaron a don Agustín a unirse a ellos, pero él
declinó la invitación, pues le esperaba su mujer, y se despidió después de los
saludos y un par de frases de cortesía.
Los tres chicos
anduvieron sin hablarse, despacio, mirando al suelo, con las manos hundidas en
los bolsillos de sus pantalones cortos. Recorrieron las calles acostumbradas,
con sus tiendas cerradas; pasaron frente a la pastelería de María, que los
domingos estaba abierta hasta las dos, con el escaparate lleno de dulces
domingueros; frente al quiosco de El cojo,
donde a veces compraban, envueltos en un cucurucho de papel, cacahuetes, o chufas
secas o de las que habían sido engordadas en remojo, o altramuces, o pipas de
girasol, o palos de regaliz, o golosinas. Aquel día pasaron de largo. Torcieron
por la esquina del ciego Quimet, que vendía de pie cupones de la ONCE, apoyado
en la pared, con unas gafas redondas y muy negras, y que llevaba las tiras de números
colgándole de la solapa del abrigo, sujetas con una pinza.
–¡Adiós, chavales! –El
ciego Quimet siempre les conocía, aunque no pudiera verles.
Llegaron a la plaza de s’Esplanada. Un grupo de niños jugaban a
darle a un balón, y les hicieron gestos por si querían sumarse a un exiguo
partido. Pero no tenían ganas de jugar, y además ya los conocían y eran de La
Salle. En otra parte de la plaza, cuatro niñas les vieron pasar cerca de ellas
y les miraron y se rieron, a saber de qué; ya las tenían caladas: ¡bah!, eran
del Corazón de María. Dos soldados, con gorras de cuartel con una borla roja
que les bailaba frente a los ojos, fumaban y charlaban sentados en un banco, y
preguntaban la hora a los transeúntes para no llegar tarde a su guardia.
Algunas parejitas paseaban vestidas de domingo, y ellos hacían ademán de
cogerles las manos a ellas, y ellas las apartaban con risitas tontas y miraban disimuladamente
a su alrededor por si alguien les había visto. 
Los tres chicos
esperaron hasta que aparecieron sus padres, y se separaron para dirigirse cada
uno hacia su casa. Lo hicieron sin decirse nada, con un movimiento de la cabeza
que quería decir: ya nos veremos. Felipe y Damián se alejaron hacia la avenida
de Sa Rovellada de Dalt. Yo, hacia el
pabellón de oficiales de la residencia militar. 
Aquel día descubrí que
era un imbécil. Fue mi primera vez. Hubo más.
José-Pedro
Cladera Fontenla©

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