1.- Primera, legendaria. O
quizá hubo otras.
Corrían otros aires, lo
dabas por hecho. Habría jipis y modernos de todo pelaje merodeando por el aparcamiento,
creyéndose en esponjosa gravitación por la Vía Láctea, querías creer. También
pulularían mujeres bellísimas, ligeras de ropa y con gorros de cowboy o, en general, de ala ancha, al
igual que efebos delgados y estirados con melenas tostadas por el sol, forrados
con largas camisolas blancas, te dictaba la imaginación. Tú, por entonces,
soñabas con vasos de leche y espaguetis con mantequilla, y tu máxima afición
era perseguir a los nudistas con un palo para golpearlos sin piedad, según
cuentan.
Era el 3 de julio de 1973 y
allí te encontrabas el día de la inauguración del célebre Pacha Ibiza:
durmiendo o intentándolo en un coche, en preferente, en el aparcamiento –eso sí,
bajo la supervisión del puerta, que sería amigo de tu madre, claro está–. Por
supuesto, tu madre se echó a la parrilla de neón en llamas del legendario
evento y allí te quedaste pernoctando en el asiento trasero. No se lo echas en
cara –creo que tú hubieses hecho lo mismo; es más, hasta la fecha, no has
tenido trauma alguno por la travesura de mamá–. Esa fue tu primera farra: con
cuatro años, dormiste bajo la puesta de largo del logo de las dos cerezas;
quizás de ahí tu afición al clubbing.
2.- Una para olvidar.
Sería alrededor del 83, un
sábado cualquiera: quedada de críos en la calle Atocha. Directos al pub Big Ben
de la calle León, primer pub y primer “melocotonazo” de tu vida. Ginebra con Coca-Cola:
qué ascazo, todavía te dan arcadas. Vomitaste veinte veces. Qué ignorantes e
ilusos tus amigos: tendido en el suelo sobre un charco de bilis en mitad de la
plaza de la Ópera, y te traen un café con sal: doble de asco. Y para qué, dijiste,
si ya habías vomitado hasta lo imposible. La primera vez que bebiste: más asco
da sólo de recordarlo.
3.- Una pena que fuese sólo
una.
¡Toma fiesta romana!, de
las de verdad, probablemente en el 87. Todos y todas con togas nada más, todos
y todas con edades de entre dieciséis y veinte años; seríais unos 55 romanos
desaforados en bacanal, que es la cantidad que cabía en el autobús que os había
llevado hasta los Alpes franceses. Y cerveza y pollo asado a raudales para toda
la tropa; echaste en falta las uvas, mucho más sensuales que el pollo. No estabais
solos en aquella urbanización de esquí, había más grupos, y seguro que vuestra
alegría, cachondeo y despiporre despertó demasiada envidia y, por supuesto,
como suele ocurrir, entre los romanos también contabais con más de un patoso.
Se lió, pero se lió bien: mobiliario volando, gente gritando, gente sangrando,
gente blasfemando, gente y más gente por todos los lados; y además era agarrarte
de la toga, que en realidad era el cubrelecho de cada uno, y te quedabas en
pelota picada. Cuando quisisteis daros cuenta, la trifulca se había dispersado
fuera y estabais a bajo cero sobre la nieve, prácticamente desnudos, con vuestras
sábanas cubriendo lo que podían. Erais todos una banda de enclenques frente a
vuestros agresores, que eran los miembros del equipo de futbol americano de los
Osos de la Florida de Madrid, tíos fornidos de verdad, que, además de vestidos
y abrigados, estaban dispuestos para aplastaros en el segundo asalto. Y ahí sacaste
de la chistera a relucir, con buen resultado para los del equipo de la toga,
tus artes persuasivas para poner paz a aquella sangría en la que claramente, y
más en el exterior y con esas temperaturas, teníais todas las de perder. De
vuelta al interior, una de las romanas más hermosas, alta, delgada y con el
pelo rubio cortado a lo garçon, que te
había estado sonriendo toda la noche, te cogió de la mano y te llevó por un
pasillo hasta un cuarto de máquinas, abrió la puerta, os metisteis dentro y, al
cerrar, se quedó todo oscuro: se deslizaron las togas.
4.- Y hasta aquí hemos
llegado. Todo se torna azul.
Ya en los noventa, mucho
rollo “amigos para siempre and you
always…” y, sobre todo, guerras a jamonazo limpio, todo muy español, para a
la par experimentar mareos nuevos e inesperados. Esa era la tendencia, al menos
para ti.
Ibas ensimismado subiendo
por la calle Fernando el Católico. La chavalería, entre la que te encontrabas,
disfrutaba a tope como cualquier fin de semana, y tú sólo pensabas: no puede
ser verdad, debo de estar soñando, esto no es real, no me puede pasar a mí.
Aunque, siendo honesto contigo, sí valorabas que, con tu currículum, que era de
armas tomar, tenías todas las papeletas para llevarte el premio gordo. Una vez
en casa, también te convenciste de que eras daltónico: no querías distinguir
los colores. Aquel recipiente con unas gotas de orina había tornado a azul,
pero tú no lo veías, hasta que, después de un larguísimo examen de conciencia, reconociste
que el azul era tu color preferido. Aquella también era tu primera vez, pero ya
no fue la última.
Óscar
Nuño©
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