miércoles, 30 de junio de 2021

NUNCA FUE TARDE

 


 

Francesc rodeó, acariciándola con cariño, sabedor de que sería la última vez, la base del edificio de estructura circular que había sido su única patria y reino durante prácticamente las últimas seis décadas de su existencia. Su mano, arrugada y carcomida por el tiempo y el salitre, recorrió cada poro de la lisa superficie, que conocía de memoria. Levantó la vista hasta alcanzar con sus ojos turquesa la cúpula acristalada del inmueble, que resplandecía bajo los últimos estertores de un sol crepuscular disfrazado en tonos púrpura y lila. No le gustó cuando pintaron el cuerpo de la torre con esa decoración geométrica a base de rombos rojos y blancos, porque le recordaba a la marioneta deshilachada de un arlequín siniestro que el abuelo Jaume, ese borracho trilero que se ganó la vida de feria en fiesta, colocaba en su mesilla de noche cuando era niño.

Tomó la pequeña maleta, donde había sobrado espacio para meter toda su vida, y comenzó a descender la rampa de hormigón, que serpenteaba entre los arbustos de romero y de acebuche esquivando farallones descarnados de caliza. El olor a mar era imperceptible, al tiempo que innegable. Las olas bailaban un tango de ritmo sincopado y lento en aquella cala resguardada.

Fue en ese instante cuando lo escuchó con claridad. Ese ruido de la electricidad. Ese “Bzzz” que recorre los cables como la sangre por las venas. Ese “Chaaass” cuando la alta tensión prende la linterna. Se giró y, allá a lo lejos, erguido orgulloso, en la cima de aquel agreste peñón acantilado, con su contorno silueteado sobre el telón de un horizonte infinito, pudo ver cómo el faro de n’Ensiola, perdido en el extremo suroeste de la indómita isla de Cabrera, iluminaba la oscuridad mediterránea. Nunca lo había observado desde esa perspectiva, y tuvo que reconocer, a regañadientes, que el paisaje era hermoso. Y es que aquella era la primera vez, en los últimos 57 años, que no era él el que accionaba el interruptor que encendía la bombilla giratoria e intermitente que tantas vidas del mar había salvado. Un ordenador de última generación, del tamaño de una caja de zapatos, le había sustituido.

Nadie fue a despedirlo. Nadie fue a agradecerle los servicios prestados. Era el precio a pagar por haber tenido una vida solitaria dentro de una isla despoblada.

Melancólico y taciturno, sus pasos desembocaron en la playa de s’Espalmador, anclada al fondo de la ensenada utilizada como puerto natural desde tiempos inmemoriales. Un pequeño llaüt, embarcación tradicional de madera, con sus característicos tres palos y una gran vela latina, descansaba varado en la fina arena amarillenta. A lo lejos, en el extremo contrario de la bahía, destacaban los restos de un castillo de planta hexagonal en lo alto de un promontorio pedregoso.

La oscuridad era ya plena, pero la luna llena estival regalaba cierta claridad y una temperatura maravillosa. Francesc, dentro de su desazón, sentía en su interior más profundo una calma sosegada. Una quietud serena. No se había planteado qué hacer con el trayecto vital que le quedaba por delante. No tenía casa, ni familia, ni amigos, ni aficiones… Una nada que, al contrario de la lógica, le daba una paz inmensa.

Se tumbó, con la cabeza sobre la arena y los pies salpicados por las gotas fronterizas del Mediterráneo. Un firmamento plagado de estrellas ya desaparecidas pero aún visibles le servía como cobijo bajo el que arroparse. Se quedó dormido, tranquilo. Y soñó. Sueños nebulosos, lejanos, de una infancia feliz por aquellos parajes. Días de pesca, grupos de amigos, casas de puertas sin cerrojos, espeleología, piel tostada, saltos sobre hogueras, pulseras de conchas y promesas de eternidad a un amor juvenil. Pero después vinieron pesadillas mucho más reales, tan físicas que podía tocarlas. La muerte de su padre, la obligación de hacerse cargo de su empleo por herencia familiar, la soledad, el viento frío que borra recuerdos, la penumbra de la vida, el despoblamiento de la isla, la vejez, los achaques o las conversaciones con las hojas de papel amarillento como únicas y mudas compañeras, testigos de su ira y tormento.

Cuando abrió los ojos, el sol ya reinaba sobre un cielo azul radiante. Despertó inquieto, pero con una lucidez y claridad de ideas que hacía siglos que no sentía dentro de su mente. Dentro de su alma. El mundo tenía ese brillo diferente de los momentos de inspiración. Sin saber por qué, tenía la certeza de que había pasado acompañado la madrugada. Un regusto de calidez y ternura recorría la comisura de sus labios y se reflejaba en la rectitud de sus intimidades.

Se levantó, y pudo comprobar que la forma de su cuerpo, a causa del peso, había quedado marcada en la arena, como una especie de escultura en bajorrelieve. No pudo evitar pensar en esas escenas de cine policíaco en las que la silueta del cadáver, ensangrentado y aún caliente, era remarcada con tétrica pintura blanca. Contempló el entorno, gozando de un paraíso inhóspito y virgen. Pero seguía sintiéndose extrañamente acompañado.

Efectivamente, al mirar hacia abajo, descubrió las huellas de unos pies humanos que recorrían la orilla en dirección hacia el poniente, hacia el extremo del arenal. Siguiendo con la vista ese rastro, como las miguitas de pan de Pulgarcito, pudo divisar, a un centenar de metros, la efigie galana de una mujer anciana. Se fue acercando sin que aquella dama, con la mirada perdida en el mar, hiciera movimiento ni gesto alguno. A medida que se aproximaba, pudo ir fijándose en más detalles. Lucía un vestido blanco, sin mangas, estampado con motivos primaverales, que era mecido por una ligera brisa litoral. Un pañuelo verde decoraba su larga melena gris con reflejos de oro. La tez de su piel era bronceada y brillante. Su rostro y sus manos estaban surcados por arrugas de pronunciado desnivel, como las que deja el arado roñoso al penetrar en la tierra seca. Aquella mujer, no le cabía duda, había tenido que ser muy bella en su juventud. Y a pesar de que el tiempo no había tenido clemencia con ella, no parecía haber perdido ni un ápice de dignidad, decoro u orgullo. Estaba ya tan cerca que el aire le trajo su aroma de azahar. Fue en ese momento cuando, sin alharacas ni ademán ninguno, sin girarse a mirarle, habló. Lo hizo con un tono cálido, pero cansado. Sin reproches ni resentimiento, pero con un matiz de nostalgia y aflicción que llevaba siglos madurando.

–Fue justo aquí, Francesc. Justo aquí.

No hizo falta más. Los recuerdos le golpearon como un látigo de fuego incandescente. Como un torbellino descarnado.

–Dios mío… Carme…

Ella se volvió, y por fin pudo ver su rostro. Esos ojos esmeralda, esos pómulos marcados y ese mentón redondeado eran inolvidables.

–Veo que aún te acuerdas de mí. Me alegro mucho. Han pasado unos cuantos años, ¿verdad? Habrás podido cerciorarte ya de que todo ha cambiado tanto… No queda nadie en la isla, solo nosotros. Casi todos los muchachos fueron marchándose hacia Mallorca, siguiendo promesas de vidas más atractivas y modernas, a cambio de dejar atrás su esencia. Y los mayores, pues fueron faltando, ley de vida.

–¿Y tú? –preguntó Francesc, realmente aturdido ante toda aquella situación.– ¿Qué tal estás? ¿Qué tal todo?

La sonrisa más triste jamás imaginada afloró en su cara.

–¿Yo? Esperándote. Simplemente, esperándote. Aquella noche de San Juan me prometiste que me amarías siempre. Y yo prometí que te amaría siempre. Fue mágico. A la mañana siguiente se produjo el triste accidente de tu padre, y parece que olvidaste todo ese futuro juntos que habíamos soñado.

–La situación me superó. Era poco más que un niño y tuve que hacerme cargo de una responsabilidad laboral para la que no estaba preparado.

–Ni tan siquiera te despediste. Ni tan siquiera me dijiste que te acompañara. Has pasado los últimos 57 años de tu vida al otro lado de esa montaña, y nunca jamás regresaste. Para absolutamente nada.

–No tenía ni idea. Pensé que habrías conocido a otra persona, que habrías llevado una vida normal… La verdad es que no sé qué decir.

–No, querido Francesc. Me enseñaron a cumplir mis promesas. Y juré ser tuya y solamente tuya. Tú me prometiste lo mismo. Pero lo borraste, supongo. Yo no lo hice. No he faltado ni un solo día a esta cita. Nuestra cita. Habíamos quedado aquí aquella mañana, para sellar nuestro compromiso. Nunca perdí la esperanza de que algún día te presentaras.

En ese instante, él abrió la pequeña maleta donde había guardado sus únicas pertenencias. Ella comenzó a llorar cascadas de ausencias. En su interior, únicamente había una horquilla, un colgante con un corazón de plata y un broche de fieltro.

–Esto es toda mi vida, Carme. Nunca te olvidé. Nunca me he separado de estas tres cosas que me regalaste aquella noche. Era la única forma de sentirte. De sentirme vivo. Tuve miedo de regresar y de que estuvieras con otra persona, con otra vida en la que no tuviera espacio ninguno. No lo hubiera podido soportar. Sé que es muy tarde, que he sido un cobarde, y solo puedo decir: lo siento.

–Te sigo queriendo con locura. Has tardado, pero para nosotros nunca fue tarde. Y aún tenemos que cumplir nuestra promesa.

Se abrazaron. Se tocaron. Se desnudaron. Posturas desconocidas que fluían como coreografías ensayadas desde la infancia de la humanidad. Sensaciones nunca experimentadas. Conocieron escondites salvajes y vírgenes. Y ese amor congelado, hibernado pero latente, se elevó al cielo, inundando la cúpula celeste de fuegos artificiales.

 

Óscar Gutiérrez©

No hay comentarios: