Francesc rodeó, acariciándola con cariño, sabedor
de que sería la última vez, la base del edificio de estructura circular que
había sido su única patria y reino durante prácticamente las últimas seis
décadas de su existencia. Su mano, arrugada y carcomida por el tiempo y el
salitre, recorrió cada poro de la lisa superficie, que conocía de memoria.
Levantó la vista hasta alcanzar con sus ojos turquesa la cúpula acristalada del
inmueble, que resplandecía bajo los últimos estertores de un sol crepuscular
disfrazado en tonos púrpura y lila. No le gustó cuando pintaron el cuerpo de la
torre con esa decoración geométrica a base de rombos rojos y blancos, porque le
recordaba a la marioneta deshilachada de un arlequín siniestro que el abuelo
Jaume, ese borracho trilero que se ganó la vida de feria en fiesta, colocaba en
su mesilla de noche cuando era niño.
Tomó la pequeña maleta, donde había sobrado espacio
para meter toda su vida, y comenzó a descender la rampa de hormigón, que
serpenteaba entre los arbustos de romero y de acebuche esquivando farallones
descarnados de caliza. El olor a mar era imperceptible, al tiempo que
innegable. Las olas bailaban un tango de ritmo sincopado y lento en aquella
cala resguardada.
Fue en ese instante cuando lo escuchó con claridad.
Ese ruido de la electricidad. Ese “Bzzz” que recorre los cables como la sangre
por las venas. Ese “Chaaass” cuando la alta tensión prende la linterna. Se giró
y, allá a lo lejos, erguido orgulloso, en la cima de aquel agreste peñón
acantilado, con su contorno silueteado sobre el telón de un horizonte infinito,
pudo ver cómo el faro de n’Ensiola, perdido en el extremo suroeste de la
indómita isla de Cabrera, iluminaba la oscuridad mediterránea. Nunca lo había
observado desde esa perspectiva, y tuvo que reconocer, a regañadientes, que el
paisaje era hermoso. Y es que aquella era la primera vez, en los últimos 57
años, que no era él el que accionaba el interruptor que encendía la bombilla
giratoria e intermitente que tantas vidas del mar había salvado. Un ordenador
de última generación, del tamaño de una caja de zapatos, le había sustituido.
Nadie fue a despedirlo. Nadie fue a agradecerle los
servicios prestados. Era el precio a pagar por haber tenido una vida solitaria
dentro de una isla despoblada.
Melancólico y taciturno, sus pasos desembocaron en
la playa de s’Espalmador, anclada al fondo de la ensenada utilizada como puerto
natural desde tiempos inmemoriales. Un pequeño llaüt, embarcación tradicional de madera, con sus característicos
tres palos y una gran vela latina, descansaba varado en la fina arena
amarillenta. A lo lejos, en el extremo contrario de la bahía, destacaban los
restos de un castillo de planta hexagonal en lo alto de un promontorio
pedregoso.
La oscuridad era ya plena, pero la luna llena estival
regalaba cierta claridad y una temperatura maravillosa. Francesc, dentro de su
desazón, sentía en su interior más profundo una calma sosegada. Una quietud
serena. No se había planteado qué hacer con el trayecto vital que le quedaba
por delante. No tenía casa, ni familia, ni amigos, ni aficiones… Una nada que,
al contrario de la lógica, le daba una paz inmensa.
Se tumbó, con la cabeza sobre la arena y los pies
salpicados por las gotas fronterizas del Mediterráneo. Un firmamento plagado de
estrellas ya desaparecidas pero aún visibles le servía como cobijo bajo el que
arroparse. Se quedó dormido, tranquilo. Y soñó. Sueños nebulosos, lejanos, de
una infancia feliz por aquellos parajes. Días de pesca, grupos de amigos, casas
de puertas sin cerrojos, espeleología, piel tostada, saltos sobre hogueras,
pulseras de conchas y promesas de eternidad a un amor juvenil. Pero después
vinieron pesadillas mucho más reales, tan físicas que podía tocarlas. La muerte
de su padre, la obligación de hacerse cargo de su empleo por herencia familiar,
la soledad, el viento frío que borra recuerdos, la penumbra de la vida, el
despoblamiento de la isla, la vejez, los achaques o las conversaciones con las
hojas de papel amarillento como únicas y mudas compañeras, testigos de su ira y
tormento.
Cuando abrió los ojos, el sol ya reinaba sobre un
cielo azul radiante. Despertó inquieto, pero con una lucidez y claridad de
ideas que hacía siglos que no sentía dentro de su mente. Dentro de su alma. El
mundo tenía ese brillo diferente de los momentos de inspiración. Sin saber por
qué, tenía la certeza de que había pasado acompañado la madrugada. Un regusto
de calidez y ternura recorría la comisura de sus labios y se reflejaba en la
rectitud de sus intimidades.
Se levantó, y pudo comprobar que la forma de su
cuerpo, a causa del peso, había quedado marcada en la arena, como una especie
de escultura en bajorrelieve. No pudo evitar pensar en esas escenas de cine
policíaco en las que la silueta del cadáver, ensangrentado y aún caliente, era
remarcada con tétrica pintura blanca. Contempló el entorno, gozando de un
paraíso inhóspito y virgen. Pero seguía sintiéndose extrañamente acompañado.
Efectivamente, al mirar hacia abajo, descubrió las
huellas de unos pies humanos que recorrían la orilla en dirección hacia el
poniente, hacia el extremo del arenal. Siguiendo con la vista ese rastro, como
las miguitas de pan de Pulgarcito, pudo divisar, a un centenar de metros, la
efigie galana de una mujer anciana. Se fue acercando sin que aquella dama, con
la mirada perdida en el mar, hiciera movimiento ni gesto alguno. A medida que
se aproximaba, pudo ir fijándose en más detalles. Lucía un vestido blanco, sin
mangas, estampado con motivos primaverales, que era mecido por una ligera brisa
litoral. Un pañuelo verde decoraba su larga melena gris con reflejos de oro. La
tez de su piel era bronceada y brillante. Su rostro y sus manos estaban
surcados por arrugas de pronunciado desnivel, como las que deja el arado roñoso
al penetrar en la tierra seca. Aquella mujer, no le cabía duda, había tenido
que ser muy bella en su juventud. Y a pesar de que el tiempo no había tenido
clemencia con ella, no parecía haber perdido ni un ápice de dignidad, decoro u
orgullo. Estaba ya tan cerca que el aire le trajo su aroma de azahar. Fue en ese
momento cuando, sin alharacas ni ademán ninguno, sin girarse a mirarle, habló.
Lo hizo con un tono cálido, pero cansado. Sin reproches ni resentimiento, pero
con un matiz de nostalgia y aflicción que llevaba siglos madurando.
–Fue justo aquí, Francesc. Justo aquí.
No hizo falta más. Los recuerdos le golpearon como
un látigo de fuego incandescente. Como un torbellino descarnado.
–Dios mío… Carme…
Ella se volvió, y por fin pudo ver su rostro. Esos
ojos esmeralda, esos pómulos marcados y ese mentón redondeado eran
inolvidables.
–Veo que aún te acuerdas de mí. Me alegro mucho.
Han pasado unos cuantos años, ¿verdad? Habrás podido cerciorarte ya de que todo
ha cambiado tanto… No queda nadie en la isla, solo nosotros. Casi todos los
muchachos fueron marchándose hacia Mallorca, siguiendo promesas de vidas más
atractivas y modernas, a cambio de dejar atrás su esencia. Y los mayores, pues
fueron faltando, ley de vida.
–¿Y tú? –preguntó Francesc, realmente aturdido ante
toda aquella situación.– ¿Qué tal estás? ¿Qué tal todo?
La sonrisa más triste jamás imaginada afloró en su
cara.
–¿Yo? Esperándote. Simplemente, esperándote.
Aquella noche de San Juan me prometiste que me amarías siempre. Y yo prometí
que te amaría siempre. Fue mágico. A la mañana siguiente se produjo el triste
accidente de tu padre, y parece que olvidaste todo ese futuro juntos que
habíamos soñado.
–La situación me superó. Era poco más que un niño y
tuve que hacerme cargo de una responsabilidad laboral para la que no estaba
preparado.
–Ni tan siquiera te despediste. Ni tan siquiera me
dijiste que te acompañara. Has pasado los últimos 57 años de tu vida al otro
lado de esa montaña, y nunca jamás regresaste. Para absolutamente nada.
–No tenía ni idea. Pensé que habrías conocido a
otra persona, que habrías llevado una vida normal… La verdad es que no sé qué
decir.
–No, querido Francesc. Me enseñaron a cumplir mis
promesas. Y juré ser tuya y solamente tuya. Tú me prometiste lo mismo. Pero lo
borraste, supongo. Yo no lo hice. No he faltado ni un solo día a esta cita.
Nuestra cita. Habíamos quedado aquí aquella mañana, para sellar nuestro
compromiso. Nunca perdí la esperanza de que algún día te presentaras.
En ese instante, él abrió la pequeña maleta donde
había guardado sus únicas pertenencias. Ella comenzó a llorar cascadas de
ausencias. En su interior, únicamente había una horquilla, un colgante con un
corazón de plata y un broche de fieltro.
–Esto es toda mi vida, Carme. Nunca te olvidé.
Nunca me he separado de estas tres cosas que me regalaste aquella noche. Era la
única forma de sentirte. De sentirme vivo. Tuve miedo de regresar y de que
estuvieras con otra persona, con otra vida en la que no tuviera espacio
ninguno. No lo hubiera podido soportar. Sé que es muy tarde, que he sido un
cobarde, y solo puedo decir: lo siento.
–Te sigo queriendo con locura. Has tardado, pero
para nosotros nunca fue tarde. Y aún tenemos que cumplir nuestra promesa.
Se abrazaron. Se tocaron. Se desnudaron. Posturas
desconocidas que fluían como coreografías ensayadas desde la infancia de la
humanidad. Sensaciones nunca experimentadas. Conocieron escondites salvajes y
vírgenes. Y ese amor congelado, hibernado pero latente, se elevó al cielo,
inundando la cúpula celeste de fuegos artificiales.
Óscar
Gutiérrez©
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