No era mi primera visita, ni mucho
menos. Siempre me apasionaron y fui cuantas veces pude. Pero eso de “La noche
de los museos” o “Noches blancas” me resultaba muy seductor. Visitar la cueva
de Altamira, anocheciendo, iluminada con grasa animal en pequeños cuencos, como
lo hicieron sus habitantes durante cerca de 22.000 años, era una experiencia
que no me quería perder. Además, la auténtica cavidad de Altamira, no la Neocueva.
Alguien me informó con tiempo e incluso me apuntó para la visita. Pensé en un
sorteo.
Éramos un pequeño grupo selecto, donde
coincidí con una buena amiga (ginecóloga, como yo); el resto eran desconocidos.
Cuatro mujeres y dos hombres. Creí que la elección era aleatoria, entre
admiradores de Altamira, una especie de premio a la fidelidad. Pero no, eso lo
supe después. Mi amiga y yo celebramos el encuentro en ese magnífico lugar.
Comenzó una visita tradicional —salvo por la vestimenta que nos pusieron— presentada
por un guía bastante mayor, el hombre debía de rondar los 80 años. Nos extrañó
un poco, pero la emoción que nos embargaba, la tenue luz ambarina y oscilante,
perfumada, y la delicada e hipnótica voz del extraño guía nos sumió en un dulce
letargo, hasta creí ver palpitar a algún bisonte. Fue pasando el tiempo, no sé
cuánto. Se abrió el camino y fuimos avanzando por campos y arboledas, y
seguimos alejándonos… En un determinado momento, alguien nos mostró una cabaña
perdida en lo profundo del bosque, tan lejano del punto de partida que me creí
fuera del mundo conocido. Entré la última del grupo, después de que los demás
hubieron entrado y salido, uno a uno.
Nunca en mi vida esperé ver aquel
espectáculo. ¡Dios mío! Delante de mí estaba una joven pareja, cubierta con
pieles y con características físicas propias de los cromañones. La cabaña
era mucho más grande de lo que se apreciaba desde afuera. En un lateral, el
suelo se sumía en un profundo foso en dirección al abismo. Se me había
encomendado una misión: examinar a una mujer embarazada. Ni en mis mejores sueños,
o pesadillas, imaginé algo así.
¡Dios mío, habían conseguido perpetuar
una estirpe hasta el día de hoy! ¡En las mismas condiciones originales! ¿Qué
genios fueron capaces de mantener esa aventura durante milenios? Nunca el ser
humano fue tan cómplice para lograr un objetivo. La mujer estaba en el séptimo
mes de gestación y todo estaba en orden. Sus ojos negros, planos, se clavaron
en los míos durante todo el examen. Era tan pequeña… Su pareja estaba detrás de
ella e igualmente me taladraba con la mirada. La mujer lucía unos sencillos
collares de pequeños huesecillos que no dejó de acariciar en ningún momento.
Ambos mantuvieron el más absoluto silencio. Yo no quería terminar nunca. Qué
misterios se esconderían en aquella profunda oscuridad…
De pronto, me vi sentada en la cueva,
apoyada en la pared y algo mareada. El guía y el resto me
observaban alarmados.
–Señorita, ¿se encuentra bien? Se ha
desvanecido hace un rato y no se recuperaba.
Se me pasó pronto. ¿Soñé? No podía ser
todo tan real. Me convencieron de que no era inusual que se perdiera el
conocimiento en esa cavidad, tal vez hubiese algún gas desconocido (yo pensé en
los efluvios de los cuencos iluminados), o la misma emoción que causaba el
lugar. Me sentí un poco tonta. Salí con el grupo y, después del típico
intercambio de teléfonos, nos dispersamos.
Yo bajé a Santillana a merendar con mi
amiga. No le comenté mi sueño. No pude.
Llegué muy tarde a casa, muy cansada. Me
dormí pronto. Desperté, sobresaltada, de madrugada; algo chirriaba en mi cabeza…
¿Qué hacía aquel huesecillo enganchado en mi bolso de rafia…?
©Remedios
Llano
COMILLAS
Octubre 2021
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