lunes, 18 de octubre de 2021

LA EXTRANJERA

 


 

            La dependienta del colmado le preguntó un día cómo se llamaba, y ella contestó con un escueto “Elsa”. Pero nadie la llamaba así, porque era mujer de pocas palabras, de mantener distancias y de ir al grano. A pesar de que no tendría más de cuarenta años, les salía más llamarla Sra. Hermida, por el apellido de su marido. Hablaba un aceptable castellano, pero con un fuerte acento extranjero, gutural, y su cabello rubio y sus facciones reverberaban también acordes de otras latitudes. El primer día laborable de cada mes, exactamente a las diez de la mañana, aparcaba su automóvil, un Citroën “Pato” negro e inmaculadamente limpio, en la plaza del pueblo, frente a la estafeta de Correos, se apeaba desde el asiento del conductor, se dirigía al otro lado y ayudaba a descender a su marido, el Sr. Armando Hermida, que debía de sacarle más de veinte años y que tenía dificultades para andar. Ambos entraban en la estafeta, donde el Sr. Hermida retiraba en efectivo el giro postal que le llegaba puntualmente, firmaba el acuse de recibo y salían. Él esperaba en el coche, leyendo, a que su mujer aprovechara para hacer las compras, rutina semanal a la que el resto del mes acudía sola. Ese día, el del giro postal, era la única ocasión en todo el mes en que el Sr. Hermida aparecía por el pueblo, y jamás pronunció una palabra. Todos daban por descontado que era mudo, pero nadie se atrevía a preguntar. Nadie se explicaba qué tendría aquella mujer, pero, por alguna razón, les daba como miedo dirigirse a ella, y al marido, ni se les hubiera pasado por la cabeza. Quizás porque nadie sabía siquiera de dónde habían salido, cómo habían ido a parar a una cabaña perdida en lo profundo del bosque, por qué despreciaban todo contacto con la gente. Corrían bulos sobre si serían brujos, o terroristas. Preguntaron varias veces en el cuartelillo de la Guardia Civil, pero les dijeron que no había nada contra ellos, que no tenían antecedentes penales y que era gente normal, y que si les gustaba vivir así no tenían por qué dar explicaciones. Ellos no se metían con nadie y nadie tenía por qué meterse con ellos.

            El primer domingo de cada mes, veían cómo un automóvil grande, desde luego ajeno al pueblo, llegaba temprano, tomaba el camino que llevaba hacia el bosque y volvía a marcharse al anochecer, todo lo cual no hacía más que alimentar las habladurías. Les pareció ver que iban en el coche cuatro o cinco hombres, aparentemente jóvenes, pero nada más pudieron saber de ellos, pues nunca se detuvieron en el pueblo. Cuando eso pasaba, en el bar se decían que, dijera lo que dijera la Benemérita, allí había gato encerrado.

            Los años pasaron sin cambios aparentes en aquella extraña pareja, cuya existencia llegó a convertirse en una rutina a la que ya nadie en el pueblo hacía caso. El Sr. Armando Hermida murió súbitamente una mañana mientras paseaba penosamente por los alrededores de la cabaña. La autopsia dictaminó que había fallecido por un infarto de miocardio. Su mujer, Elsa, murió el mismo día, quitándose su propia vida con una pócima que ella misma había preparado con hongos del bosque. Sus cadáveres, en estado de avanzada descomposición, fueron descubiertos tres semanas después por los visitantes que acudían a su cita mensual el primer domingo, encontrándolos juntos en el suelo, ella cogida a él de la mano. Los visitantes se ocuparon de todos los trámites, corrieron con todos los gastos y dispusieron que fueran enterrados juntos en el pequeño cementerio del pueblo, en la parte trasera de la ermita. Una austera lápida no deja más información que un sobrio “Armando y Elsa, D.E.P.”

            Un camino abandonado, invadido por la maleza, de difícil tránsito y olvidado del mundo, conduce a una cabaña perdida, semiderruida y casi oculta entre matorrales y zarzales, en lo profundo del bosque. El excursionista que hasta allí se adentre, seguramente perdido, quizás se tropiece con una lápida que asoma entre la maleza. Allí, una enigmática inscripción: “Mein Vater Adolf und meine Mutter Eva haben hier gelebt. Wir werden euch nicht vergessen. Wir sind bereit.” [“Mi padre Adolf y mi madre Eva vivieron aquí. No os olvidaremos. Estamos listos.”] 

 

José-Pedro Cladera Fontenla©

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