lunes, 18 de octubre de 2021

TRES VECES JOHNNY

 



 ¡Johnny, Johnny, Johnny!

—¿Os queréis callar ya, joder! Cansinos, que sois unos cansinos.

Andaba perdido emocionalmente: tomaba ansiolíticos, había vuelto a beber y mi mujer se había largado con el puto profesor de pádel. Ya podía haber sido de esgrima o de qué sé yo, del taller de cerámica o el de escritura, o con su jefe. Al menos me quedaba el alivio de que éste no era argentino y se libraba de escuchar ese meloso soniquete bombardeándola con vericuetos insufribles. Qué hastío, por Dios.

¡Johnny, Johnny, Johnny!, hasta tres veces repetían. No sé si por mimetismo colectivo, todos gritaban tres veces Johnny; no una, ni dos, ni cuatro, sino tres, siempre tres: ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Johnny! Jodido Johnny, la que había liado. Estaba cortada toda la ciudad, como si hubiesen llegado el Papa y los reyes a la vez. Tenía que cubrir varios estrenos del festival, pero, con el vocerío atronador, decidí sentarme en una terraza entre la ría y el mar a contemplar las masas ingentes arrastrándose como posesos por ver de cerca a aquel despojo de ser. Y yo, mientras, apretándome una birra tras otra —gracias, Johnny, me has dado la excusa perfecta para ponerme hasta las trancas—. Seguro que el crápula de Johnny hubiese preferido sentarse conmigo para bebernos el mundo. Los camellos y las prostitutas de la ciudad se estarían frotando las manos con la presencia de Johnny y su séquito. Y lo que no saben todos estos fanáticos obnubilados es que son ellos, con su dinero, los que alimentan a la bestia y la intoxican cada vez más, hasta que un día la pierdan para luego subir todo tipo de homenajes vacíos en sus redes sociales, como si no tuviésemos suficiente con el bombardeo mediático para que, encima, nos lo estén recordando estos plebeyos desilustrados.

Seguí bebiendo hasta que chaparon la terraza; no sé cuantas cervezas tomaría, quizás diez, a saber. Pagué con el teléfono y ni pregunté. Cogí un taxi a duras penas y le dije que me llevase al garito más oscuro de la ciudad —era hora de empezar a hacer hueco a las espirituosas o, ya puestos, a lo que cayese—. Mientras cruzábamos la ciudad, me fijé en que la cúpula de la suite del María Cristina estaba encendida. Me gustaría subir allí. Habría un fiestón, con algún DJ de renombre, modelos desinhibidas, todo tipo de estimulantes químicos y algún enano —seguro que habría enanos, porque al cabrón de Johnny le gustan los enanos.

Llegamos al Infiernillo, así se llamaba el bar clandestino donde me llevó “el pelas”. Estábamos en pandemia y estos bares llenos de seres confusos y apretados seguían prohibidos. Toqué el interfono, he intentado recordar la contraseña que me había dicho el taxista. Balbuceé: “Un, dos, tres, cuatro, voy en una moto voladora”. Se abrió la puerta y, mira por dónde, me abrió un enano con una mascarilla de cuero. El ambiente era denso, decadente y con una mezcla entre humedad, azufre y perfume caro. Desde luego, por las miradas, allí se encontraba lo más decrépito y a la vez granado de aquella provincia. Me fui directamente al baño, no sé si a mear o a que alguien me invitase a algún disparo. Mientras intentaba miccionar, salió alguien del váter anexo y pensé: esta es la mía para que me inviten. ¡Joder! Era el mismísimo Johnny. Toda la ciudad tras de ti y ahí estabas, en el jodido Infiernillo. Mi reacción fue decirle:

—Juanito, coño, ¿quién te ha engañado?

Me la enfundé y me puse a bailar en modo conga:

 —¡Juanita Banana, hey! ¡Juanita Banana, hey! —y con una luminosa sonrisa, me rodeó con el brazo y me dijo en un clarísimo castellano:

—Vamos arriba y te invito a tomar algo. ¿Cómo te llamas?

Me tomé cinco gin fizz y, para mi sorpresa, él apenas se tomó una especie de brebaje sin alcohol. Hablamos de un montón de historias para no dormir, se reía a carcajadas con mis ocurrencias de borrachuzo. En un momento dado, me acarició la mano, me susurro al oído algo que no entendí y me besó en los labios durante unos cinco segundos en los que ni me inmuté. Iba muy pedo o me pudo la presión del famoso y me dejé, pero aquello no me disgustó. Cuando separó sus labios, le di un buen tragó a mi copa y se la pasé, indeciso.

—Beber el aire es mejor que tragar la mierda esa —contestó—. Vámonos —dijo al chofer.

Mientras volvíamos a cruzar la ciudad, pensaba que vaya liada, que yo no era marica y que éste me quería llevar a la cúpula aquella a atizarme de lo lindo. Me daba vueltas todo y me puse tan nervioso que vomité en el coche y ya solo recuerdo cómo me sacaban de él a trompicones y me metían en una ducha. Cuando salí del baño con un pijama prestado, me dijo:

—Ven, vamos a la cocina. Siéntate, tómate esta sopa de ajo. ¿Quieres beber algo? Con alcohol, sólo tengo clarete.

Ya reconfortado tras los brebajes, me dijo:

—Ayúdame, por favor —Se levantó el pelo que le cubría la nuca y había una cremallera—. Bájala, por favor, sin miedo, hasta el final.

La bajé hasta la cintura y, desde allí, empujó hacia abajo y se deshizo como de una segunda piel o persona. No era Johnny, era una mujer de unos cuarenta o cincuenta años, una especie de ángel dulce, bello y amable. Me explicó que era la coraza que necesitó para triunfar y el personaje que había generado, que es lo que se esperaba de una estrella.

—Este es mi método para ganarme la vida haciendo lo que me gusta sin que me juzguen. Me llamo Juanita, y por eso me hiciste tanta gracia.

 

Allí me quedé hasta hoy, como su jefe de prensa, en una cabaña perdida en lo profundo del bosque, y siempre que hacemos el amor, gimo y gimo junto a ella al son de ¡Joohnny! ¡Joooohnny! ¡JOOOOnnhyy!

 

Óscar Nuño©

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